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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Preguntas clave

Resulta imperativo saber si el presunto espionaje a políticos tuvo encaje legal

El presidente del Parlament, Roger Torrent, durante un pleno.
El presidente del Parlament, Roger Torrent, durante un pleno.Europa Press

Nueve grupos políticos, a los que ha acabado sumándose Unidas Podemos, solicitaron ayer la creación de una comisión de investigación en el Congreso para esclarecer el presunto espionaje del que fueron víctimas el presidente del Parlament, Roger Torrent, y el exconseller de Esquerra Republicana de Catalunya Ernest Maragall, entre otros dirigentes independentistas. Los hechos tuvieron lugar entre los meses de abril y mayo del pasado año, aprovechando una quiebra de seguridad en una de las principales aplicaciones de mensajería telefónica, que habría involucrado a un millar de personas en todo el mundo. La empresa israelí que fabrica el software que permitió el acceso a los terminales espiados dice que solo lo vende a Gobiernos o agencias de seguridad estatales.

Entre los hechos conocidos no se encuentra, sin embargo, de qué instancia partió la orden de intervenir los teléfonos, por más que la lógica apunte en una sola dirección. Y aun en el supuesto de que ello se confirmara, faltaría por probar el elemento decisivo que permite establecer una tajante distinción entre los servicios secretos de una democracia y las “cloacas” de un Estado que vulnera los derechos de sus ciudadanos: la autorización judicial de las actuaciones. Si esa autorización existió, la valoración de los hechos sería radicalmente distinta que si las presuntas escuchas se establecieron sin control.

En esta última hipótesis se estaría hablando de una flagrante ilegalidad, mientras que, en la primera, las consideraciones serían otras. Porque sostener que la verosímil intervención de los servicios secretos españoles, aún por demostrar, tuviera como objetivo perseguir a los disidentes políticos hace interesada abstracción de una evidencia: cualquier Estado democrático tiene obligación de defenderse dentro de las normas frente a grupos cuyo programa consiste en romper el marco constitucional, vulnerando la voluntad mayoritaria de los ciudadanos y recabando el apoyo de potencias extranjeras de dudosas credenciales democráticas, como Rusia.

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Existen obvias razones para que los afectados coloquen en el mismo plano las actuaciones legales de un Estado democrático, en las que, guste o no, también se enmarcan las de sus servicios secretos, con las andanzas de un excomisario venal que, valiéndose de medios de comunicación, completaba su negocio de información ilegal con otro de descarnado chantaje. Y la razón más obvia es que las fuerzas independentistas no reconocen que, en un Estado de derecho, la disidencia no autoriza a perpetrar delitos. En particular, el más grave, porque atenta contra la esencia de la democracia: imponer por vías de hecho el programa de la independencia a una mayoría que lo rechaza. Las informaciones conocidas exigen investigación, pero esta reclamación no aclara ni con qué instrumentos realizarla ni sobre qué extremos. Por lo que respecta a los extremos, es preciso que el Gobierno aclare si fueron los servicios secretos quienes interfirieron las comunicaciones de los dirigentes independentistas y si contaban con autorización judicial para hacerlo. A partir de la respuesta a estas dos preguntas esenciales, el instrumento para investigar puede ser la Comisión de Secretos Oficiales. Pero resultaría inexcusable que intervinieran además los tribunales si, en la contención de la deriva insurreccional independentista, alguna instancia del Estado se hubiera creído por encima de las leyes.

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