El Brasil invisible y anónimo que carga el dolor de la pandemia
Es ese río de generosidad en los momentos dramáticos de la vida de un pueblo lo que lo hace digno de ser recordado en la historia
Cuando acabe esta guerra contra el coronavirus habrá que condecorar a todos esos trabajadores invisibles y anónimos, la mayoría entre los más pobres, que se están sacrificando para que el país no se pare.
Es el Brasil que merece nuestro respeto, gratitud y amor. Es un Brasil sin guerras ideológicas, de derechas y de izquierdas que se siente unido por una misma responsabilidad con el país.
Es ese Brasil heroico que hace que el país siga funcionando y evita miles de víctimas. Es el que no se reparte armas para matarse sino servicios para que la mayoría del país pueda pensar en protegerse mejor del contagio.
Son ese ejército que cada mañana deja la seguridad de sus casas para que los mercados, las farmacias, el servicio de recogida de la basura, los transportes y la seguridad pública sigan funcionando. Y a toda esa nube de sacrificados entregadores para que no falte comida a la gran mayoría de la gente.
Son los que en el anonimato cuidan de los hospitalizados, así como los sepultureros que hasta sustituyen a los familiares de los muertos en el cariño que ellos no pueden darle al despedirles.
Y existe ese otro ejército anónimo de personas de todas las categorías que están ayudando de mil formas a los que se han quedado sin nada y no tienen ni para comer. Pienso a mis amigos César y Fátima que cada día cocinan para que cien niños de familias necesitadas de una pequeña localidad de la región de los Lagos en Río, puedan tener cada día un plato de comida caliente. Es ese río de generosidad que está corriendo por las venas de miles de brasileños. Y es el Brasil no envenenado por la política del odio para quien el dolor ajeno está por encima de las ideas políticas y religiosas.
Es el Brasil que en los momentos de dolor nacional descubre sus mejores sentimientos de empatía y compasión por el prójimo que sufre. Es el Brasil que hace que en los momentos dramáticos de calamidad y de luto sea capaz de movilizar dentro de él lo más sublime del ser humano como lo es la capacidad de detectar el dolor ajeno.
Y no hablo de religión. En los evangelios, en la parábola del buen samaritano Jesús elogia al ateo que pasando al lado de un herido lo lleva con él para curarlo, mientras critica al religioso que, al revés, había pasado sin siquiera pararse ante el herido. No es cuestión de religión sino de tener corazón de sangre o de piedra.
Y es ese río de generosidad en los momentos dramáticos de la vida de un pueblo lo que lo hace digno de ser recordado en la historia. Ese Brasil anónimo que se está sacrificando y exponiendo al peligro para que el país no se paralice merecerá ser recordado para siempre como ejemplo no sólo de civilización sino de grandeza de alma y de corazón.
Muchos de ellos serán también víctimas mortales de la pandemia y nos habrán dejado el ejemplo de su dignidad de ciudadanos y de personas. Para nosotros deberán seguir vivos en nuestra gratitud y recuerdo. Es ese el mejor ejemplo que de civilización podremos enseñar a los niños en las escuelas.
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