Democracias en estado de ansiedad
¿Por qué, como estamos viendo, patronal y sindicatos pueden ponerse de acuerdo con más facilidad que los propios actores políticos?
¿Por qué, como estamos viendo, patronal y sindicatos pueden ponerse de acuerdo con más facilidad que los propios actores políticos? Probablemente, porque sienten el aliento de la crisis en el cogote. Porque para ellos el daño económico infligido por la pandemia no es una abstracción ni el motivo de disquisiciones teóricas, sino un agujero sin fondo aparente en el que ya han caído. Porque es existencial, y lo es para ambos bandos. Por eso han buscado esta triangulación con el Gobierno, otro necesitado, otro conminado a adoptar decisiones urgentes. Ha aprendido de sus titubeos iniciales para controlar la expansión del virus y quiere evitar el mismo error con la economía.
La situación de los agentes políticos de la oposición —o de algunos que se integran en la misma coalición parlamentaria que apoyaba al Gobierno— parece ser bien distinta. Ni sufren la misma presión ni, al menos en apariencia, tendrán que rendir cuentas de sus acciones. Así lo creen, al menos. Eso les permite predicar que, como dice el PP, no hay que subir los impuestos —que le pregunten a Montoro qué hizo en la crisis anterior—; o, desde Podemos, que esto se soluciona con el impuesto a los ricos —en la época del libre movimiento de capitales—; o, por parte de los nacionalistas, que todo este conjunto de medidas es una confabulación para “recentralizar”; o, unos y otros, que si la enseñanza concertada o la pública. Cada grupo se aferra a su manual ideológico, a sus cómodas y ya trilladas divisas o guerras culturales para satisfacer a su público y, piensan, pueden sacar tajada política de la confrontación. Cuando la cosa no va de sacrificios sino de gestos populares —ingreso mínimo vital, fortalecimiento del sistema sanitario— se suman raudos al consenso.
¿Qué tan legítimas son estas actitudes? Es difícil saberlo, entre otras razones, porque las democracias se manejan mal con los estados de necesidad o de excepción. En general, con todo lo que signifique aparcar el pluralismo o las discrepancias públicas. Ya vieron la que se armó entre los constitucionalistas con motivo de las restricciones de derechos del anterior estado de alarma. Y eso que eran juristas (o precisamente por ello). En cuanto nos apartamos de la así llamada "política normal" todo es ruido y confusión. Aquí y en otras partes. Y, sin embargo, es casi imposible sustraerse a la idea de que hay momentos en los que los fines de la acción política son tan meridianos que las clásicas zancadillas de la política pequeña caen en el ridículo. ¿Alguien está en desacuerdo con la propuesta de la Comisión Europea para que la financiación destinada a la recuperación vaya a proyectos que promuevan una transición energética verde o el potenciar la digitalización? ¿O que no se queden de nuevo atrás los más menesterosos? ¿O que para propiciar el gasto social es preciso primero restañar el tejido productivo?
Es deseable que haya discrepancias en cuanto a los medios para alcanzar dichos objetivos, pero para eso están los procesos de negociación. Ahí es donde hay que dar la batalla, no en las cómodas proclamas en las redes sociales. Y si no están dispuestos a hacerlo, dejen que, como han demostrado patronal y sindicatos, sea la sociedad civil la que busque sus propios acuerdos. Nadie es imprescindible.
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