Alejina
Isabel Díaz Ayuso debe abandonar el poder por dignidad. La suya, si es que le queda alguna, y la de todos los madrileños

Isabel Díaz Ayuso no puede seguir presidiendo la Comunidad de Madrid ni un solo día más. Los resultados electorales, los apoyos puntuales, la habilidad para acordar, no tienen nada que ver con la imposibilidad de su permanencia. Cuando se declaró la pandemia, el desconcierto, la impotencia y la improvisación se convirtieron en el capital común de todos los gobernantes de este país. La situación era desastrosa para cualquiera, pero ella optó por preservar el legado de su partido y su porvenir político por encima de todas las cosas, vidas incluidas. Reconocer que la sanidad pública madrileña no estaba en condiciones de tratar a todos los enfermos que lo necesitaban, les habría dado la razón a quienes llevaban años denunciando que los recortes, las externalizaciones y las privatizaciones nos abocaban al desastre, pero habría permitido hacer las cosas de otra manera. Ayuso optó por evitar el colapso de su sanidad a cualquier precio, y el precio han sido todas esas personas mayores y abandonadas a su suerte que han expirado en las habitaciones de las residencias a cuyos directores se prohibió derivarlas a hospitales. No son audios, ni grabaciones, ni opiniones. Alejina era una mujer, y murió tan sola como una condenada a muerte, porque no le dieron opciones de sobrevivir. Su hija Ramona sabía por qué debía grabar sus llamadas al director de la residencia de su madre. El escándalo es mayúsculo, pero no tanto como el sufrimiento, la desesperación, la angustia de estas dos mujeres y tantas otras personas cuyos derechos fueron pisoteados sin piedad por quienes tenían la obligación de defenderlos. Isabel Díaz Ayuso debe abandonar el poder por dignidad. La suya, si es que le queda alguna, y la de todos los madrileños.
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