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COLUMNA
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Covid-19 y la herida en el útero

No habría muerte, desangre o sufrimiento si el aborto fuera reconocido como debe ser: una necesidad esencial de salud

Imagen de archivo de una manifestación a favor del aborto en São Paulo, en septiembre de 2018.
Imagen de archivo de una manifestación a favor del aborto en São Paulo, en septiembre de 2018.Dario Oliveira (NurPhoto via Getty Images)

Ella fue descrita en la noticia como mujer anónima de 31 años. El título decía “el caso sucedió en Bom Jesus do Norte”, una geografía infeliz para quien murió por planificar la vida. Por lo que se conoce, ella fue la primera mujer en morir por un aborto clandestino en Brasil durante la pandemia. La mujer sin nombre “estaba embarazada de dos meses”, dice el marido. Fue dos veces a buscar ayuda en espacios de muerte, los lugares inseguros para un aborto. Usó una sonda, permanganato de potasio, jeringas. Murió de un paro cardíaco. ¿Por qué insistía? No sabemos y no nos importa la intimidad de sus razones. Basta saber que era una mujer decidida a no ser forzada a la maternidad durante la pandemia.

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Covid-19 and the wounded uterus

Ella murió por la pandemia. La causa y el efecto pueden ser disputados en esta narrativa, es verdad: su muerte no fue por la covid-19, sino por las políticas que regulan los cuerpos de las mujeres como materia a ser controlada por la ley penal. La mujer anónima murió como se arriesgaban miles de mujeres en las prácticas inseguras de los años 1970 o 1980 en América Latina, antes de la circulación clandestina del misoprostol (cytotec) como píldora abortiva. El confinamiento impuesto por la pandemia aumentó las barreras de acceso de las mujeres pobres al aborto clandestino por medicamentos. No fue que la mujer anónima murió sangrando—la herida del útero no es alegórica aquí. Los espacios inseguros hacen desangrar a algunos cuerpos, mientras otros se protegen de la pandemia distantes de la amenaza del virus o de la ley penal.

Necropolítica se volvió la palabra obligatoria para describir los efectos de la pandemia en unos cuerpos y no en otros. La palabra fue creada por un cuerpo-autor que sobrevive a los efectos de la necropolítica en el racismo, Achille Mbembe de Camerún. La necropolítica provoca la destrucción de los cuerpos, abandonándolos en los “espacios de muerte”. Habitar los espacios de muerte no es una elección de los individuos, sino una táctica saqueadora de los poderes que regulan las desigualdades. Así es el encarcelamiento masivo de poblaciones negras y latinas en Estados Unidos y en Brasil. Es así que pensamos a cada mujer que busca una clínica clandestina e insegura de aborto durante la pandemia. La mujer anónima fue víctima de la necropolítica patriarcal que hace uso de la ley penal para perseguir, castigar y matar mujeres.

El código de la muerte de esta mujer en el certificado de defunción debería ser disputado. El Código Internacional de Enfermedades (CIE) resume las razones por las cuales mueren las poblaciones. Ni I46 de “paro cardíaco” u O06 de “aborto no especificado” explicaron cabalmente de qué murió la mujer anónima. Debería tener los números más complejos del manual de enfermedades que combinase el “nuevo virus covid” U07.1 con Z59.6, que describe la muerte relacionada con el “bajo rendimiento”. La mujer anónima murió porque era pobre, porque sobrevivía a la pandemia con el cuerpo marcado por el patriarcado racista de las Américas: sería el número de las múltiples interseccionalidades de las desigualdades en los códigos de las enfermedades. Murió porque vive en la región que más criminaliza el aborto en el mundo. Ella murió por la pandemia de la covid-19, pues las reglas de aislamiento social hicieron aún más difícil el acceso a la clandestinidad segura para el aborto.

La necropolítica patriarcal no conoce fronteras. En Rumania, de los 280 hospitales públicos, solamente 11 ofrecían aborto como servicios esenciales en salud durante la pandemia. La pandemia se convirtió en el acontecimiento para restringir los derechos reproductivos sin necesidad de nombrarlos como batalla política —basta el aislamiento social, el riesgo de contagio en las calles, la priorización de lo que serían necesidades de salud en tiempos de emergencia. Tan trágica como la muerte de la mujer anónima en Brasil, fue la peregrinación de la mujer de Polonia que, después de intentar el aborto con pastillas en la clandestinidad, condujo hasta Alemania para de ahí tomar un vuelo hasta Inglaterra. En el trayecto, dormía en el automóvil. Exhausta, sufrió un accidente de tránsito, fue hospitalizada. Cuando finalmente pudo acceder al aborto, estaba dos días más allá del límite gestacional autorizado por la ley de Inglaterra para acceder al servicio. Vive ahora un intenso sufrimiento mental por ser forzada a seguir embarazada.

La anónima brasileña murió por el cruce nefasto de la ley penal con la pandemia de la covid-19. La anónima de Polonia enloqueció por la misma razón. Pero no por casualidad ambas sobreviven a regímenes políticos de los más autoritarios del planeta —son mujeres saqueadas por el patriarcado que hace de sus cuerpos la materia de persecución moral para imponer la necropolítica como táctica de exterminio de mujeres vulnerables. No hubiese muerte, desangre o sufrimiento si el aborto fuera reconocido como debe ser: una necesidad esencial de salud.

Debora Diniz es brasileña, antropóloga, investigadora de la Universidad de Brown. Giselle Carino es argentina, politóloga, directora de la IPPF/WHR.

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