En Brasil los manifiestos están demasiado blancos
La clase media progresista tiene que comprender que, sin enfrentar el racismo estructural, no hay ni “pacto de civilizaciones” ni democracia
En los dos manifiestos principales que han movido Brasil en las últimas semanas hay un gran agujero. Una ausencia que revela: 1) la calidad de la democracia que el país fue capaz de crear tras el fin de la dictadura militar (1964-1985); 2) la dificultad de las élites (en su mayoría blancas) en reconocer que el racismo estructural es el principal problema del país; 3) la imposibilidad de enfrentar el autoritarismo representado por el Gobierno de Jair Bolsonaro sin poner el racismo en la parte superior de la lista. Sin exterminar el racismo, no hay democracia. Ni tampoco un proyecto de civilizaciones. No es una cuestión que pueda decidirse más tarde. Ahora es justo el momento.
Para que quede claro desde el principio. No me alineo con Lula, del Partido de los Trabajadores, quien ha hecho el flaco favor de no apoyar los manifiestos suprapartidarios porque estaría junto a personas que no lamentaron su encarcelamiento o que apoyaron el impeachment de la expresidenta Dilma Rousseff. Firmé el manifiesto “Estamos Juntos” con personas que admiro mucho, con quienes comparto sueños y visiones políticas, y con otras personas que creo que han hecho mucho daño al país, algunas de las cuales me atacaron personalmente no hace mucho. En un frente amplio, tenemos que tragar mucho, agarrarnos las tripas y apoyar la única parte en la que todos están de acuerdo, la de luchar por la democracia. Como muchos dijeron y escribieron después, con el proceso democrático ya garantizado, las diferencias se discuten democráticamente. Y son enormes, puedo asegurarlo.
El problema es que, al observar los textos de “Estamos Juntos” y “¡Basta!”, uno se da cuenta de que hay algo que no está allí y que no se puede discutir después. Y ese algo es el racismo. Los manifiestos son textos de consenso, y buscar ese consenso es un ejercicio de la mejor política. Llegar a la formulación que se difundió sin duda requirió mucho esfuerzo y trabajo por parte de los articuladores. Que la palabra racismo no esté al principio es una señal de la deformación de la democracia que Brasil construyó después de 1985. Si eso no se entiende bien en este momento, el país seguirá lidiando con los déspotas de turno.
Lo que debería perseguirnos, e inmediatamente hacernos despertar, es el hecho de que la lucha contra el racismo, en este punto, aún no sea un consenso entre quienes defienden la democracia. Todavía no está dentro del amplio paraguas de un frente amplio suprapartidario como una obviedad equivalente a decir que defendemos la libertad, por ejemplo. No estoy aquí tirando piedras a quienes se movilizan, sino todo lo contrario. Mi crítica reivindica un cambio de dirección en los movimientos de resistencia al autoritarismo liderados por la clase media progresista, un autoritarismo representado por Bolsonaro, por los generales y por la transformación de las policías brasileñas en grupos paramilitares.
El racismo es el debate inaplazable no solo en Brasil, sino en el mundo, como han demostrado las protestas en los Estados Unidos. Sin embargo, la tarea de Brasil es mayor que la de la mayoría de los países, porque no solo fue el último país de las Américas en abolir la esclavitud, sino que lo hizo sin ninguna política pública para incluir a los negros en la sociedad. El racismo estructural se mantuvo, y hoy, más de 130 años después, los negros ocupan un lugar subalterno en la sociedad en todas las áreas y mueren más y más temprano. Es bastante ilustrativo que el clamor contra el racismo se haya unido al clamor por la democracia en las protestas callejeras en Brasil, que no han contado con el apoyo ni de la mayoría de la clase media, ni de la mayoría de los partidos, ni los articuladores de los principales manifiestos.
El argumento de evitar aglomeraciones debido a la pandemia es completamente respetable, y debe respetarse. No salir a la calle por miedo a contagiarse de la covid-19 y, al contagiarse, contagiar a los más frágiles, es un gesto de responsabilidad y tiene mucho sentido. Después de todo, hasta hace algunas semanas, ocupar las calles y aglomerarse en plena pandemia era un acto exclusivo de Bolsonaro y los extremistas de derecha, los que usan símbolos neonazis, los amantes de las armas, los antidemocráticos y los defensores del autoritarismo. Quedarse en casa significaba, en este contexto, no solo cumplir con las directrices sanitarias establecidas por la Organización Mundial de la Salud, sino también un gesto político de resistencia.
La cuestión es que la realidad siempre es mucho más desafiante y compleja. Quedarse en casa también se ha convertido en una cuestión política, atravesada por la desigualdad racial. Como son mayoritariamente los blancos, de clase media y alta, los que tienen el privilegio de poder quedarse en casa para protegerse del coronavirus, y muchos de ellos obligan a sus empleados a trabajar en sus hogares, no hay forma de desconectar las protestas callejeras contra el fascismo representado por Bolsonaro de la desigualdad racial que impide que una parte de la población, la más pobre, en su mayoría negros, se quede en casa.
Es lo que dijeron los jóvenes negros, las jóvenes negras que salieron a la calle, y también los blancos y blancas que participaron en la manifestación. “Le tengo más miedo al racismo que a la pandemia. Obviamente, el coronavirus mata, pero el racismo es muy cruel”, explicó a EL PAÍS Julia, una joven negra de la zona sur de São Paulo que se unió a la protesta del domingo, 7 de junio. “¿De qué sirve quedarse en casa si la mayoría de la población negra no puede hacer cuarentena?”, justificó Tânia Aquino. Una de las líderes declaró por megafonía: “La democracia nunca ha existido. El racismo forma parte del ADN del hombre blanco, sois unos criminales [...]. Ya es hora de que la negritud tome las riendas”.
Reproduzco aquí una parte del mejor texto que he leído sobre este impasse, escrito por el sociólogo negro Deivison Mendes Faustino: “Nosotros, a quienes no se nos ha permitido quedarnos en casa, a salvo, esperando que pase la crisis; Nosotros, que seguimos arriesgándonos: amontonados en el transporte público, entregando tus compras a domicilio y garantizando tus futilidades básicas; que presenciamos como la policía mataba a nuestros hijos, en casa o en la casa del empleador, mientras sacábamos a pasear a su mascota; Nosotros, que tuvimos que elegir entre la muerte, sin aliento, por covid-19, o la vida sin aliento por miedo al hambre, la violencia y el desamparo; Nosotros, que morimos un 40% más por el coronavirus, un 70% más asesinados por la policía, pero cuya representación política y poder efectivo dentro del ’70%' que dice oponerse a la tragedia actual, es ínfima; Nosotros, enfermeras, limpiadoras, guardias de seguridad, carteros, jornaleros, ubers, entregadores, estudiantes, madres y padres de niños negros, gais, lesbianas, no binarios o los/las militantes verdaderos que siguen en la calle recogiendo y entregando comestibles, ayudando en el velatorio de las familias víctimas de la coyuntura genocida; Nosotros, que ya no podemos respirar, hace 500 años, pero que sentimos en el cuello como aumenta el peso de la rodilla militarizada del poder, cada vez más, asumidamente genocida; Nosotros, que presenciamos desde hace décadas la indignación performática de gran parte de la izquierda y una parte de la derecha, acompañada de la negligencia con relación al racismo de allí o de aquí; Nosotros, ante la posibilidad real de velar por nuestra propia casi-muerte, en una protesta viva, en las calles, este domingo... tenemos miedo: por un lado, el riesgo de una protesta física que facilite la exposición a la covid-19...; por otro lado, la verdadera amenaza de que se criminalice la lucha por justicia... (...). Aun así, una parte de Nosotros marchará este domingo, junto con otros movimientos sociales, no porque estemos ajenos a la pandemia, sino porque entendemos que esta es Nuestra tarea histórica. Marcharemos porque estamos cansados de estar en las gradas de un juego político que nos afecta directamente. ¡Marcharemos porque ya no podemos respirar!”.
Respirar se ha convertido en un acto político, negar la respiración es un gesto de desigualdad racial. A los negros les falta el aire: por las rodillas blancas en el cuello, por la covid-19 que los mata más, por la precariedad de su vida, por la violencia de su muerte, por el lugar subalterno que la minoría blanca ha reservado a la mayoría racial del país. La tensión dentro del campo democrático, entre los que defendieron que había que salir a la calle y los que estaban en contra, estuvo —y está— atravesada por el racismo. Porque no se escapa del racismo en Brasil (lea “En Brasil, el mejor blanco solo consigue ser un buen señor de esclavos”).
Dicen que el virus ha evidenciado la brutal desigualdad social de Brasil. Esta afirmación, sin embargo, no tiene sentido. La desigualdad siempre ha sido evidente. Lo que ha sucedido con el coronavirus es que los negros y los indígenas no han permitido que se siga normalizando en este momento. Y han señalado, muy enfáticamente, que la desigualdad en Brasil es racial.
Si se define lo social como preponderante, como en este caso, se está escondiendo la herida, ya que la mayoría de los pobres son negros. Es decir, la pobreza tiene color. Asimismo, varios proyectos de expropiación de tierras indígenas apuntan a la conversión de los indígenas en pobres urbanos, lo que los abocaría a la falsa homogeneidad sin color y sin historia del vasto paraguas de los “pobres”. Hay que dejar explícito que pobre es un concepto genérico utilizado políticamente por la izquierda y la derecha para borrar memorias e identidades.
Lo que omiten los dos principales manifiestos contra el autoritarismo es el resultado del racismo estructural que ha mantenido la democracia. Brasil no ha juzgado los crímenes de la dictadura, provocando lo que, en la columna anterior, llamé “fetiche por los uniformes”: un fenómeno que hace que el país tiemble con la opinión de cada general con pantuflas que eructa desde su sofá y hace que los generales que están en el Gobierno hagan declaraciones antidemocráticas y amenacen las instituciones a sus anchas. Como sus predecesores lideraban un régimen que autorizaba el secuestro, la tortura y la ejecución de opositores políticos y nunca fueron responsabilizados por sus actos criminales, tanto Jair Bolsonaro, el militar que planeaba poner bombas en los cuarteles en los años 1980, como su círculo verde oliva están seguros de su impunidad. Y esta es la impunidad que ha hecho —y hace— más daño a la democracia brasileña.
Sin embargo, la cuestión es que, durante la democracia, una parte de la clase media ha enfrentado la impunidad de los militares y los agentes del Estado. Con gran dificultad, fue posible crear una Comisión Nacional de la Verdad para investigar los crímenes cometidos por agentes del régimen de excepción. Entidades importantes, como el Colegio de Abogados de Brasil, han intentado e intentan reformar la Ley de Amnistía de 1979, que evitó que se juzgara a los represores de la dictadura. Una parte de las élites a menudo recuerda que los crímenes contra la humanidad, como las violaciones cometidas por agentes del Estado al servicio de la dictadura, son imprescriptibles y no están sujetos a amnistías.
Hay un pero. El proceso democrático y sus principales agentes, la mayoría de clase media blanca, han enfrentado mucho menos los crímenes y la desigualdad resultantes del racismo. El racismo siguió normalizándose en la construcción de la Nueva República. La sociedad siguió contemporizando con las torturas de quienes son erróneamente denominados “presos comunes” en las comisarías y cárceles, la mayoría negros; con la invasión ilegal de la policía en los hogares de los más pobres, la mayoría negros; con condiciones incompatibles con cualquier concepto de dignidad en prisiones abarrotadas, mayoritariamente de negros; con las leyes que arrojan a estas cárceles a pequeños traficantes de drogas, la mayoría negros, y absuelven a los consumidores, la mayoría blancos; y, finalmente, con el genocidio de la juventud negra en las periferias y favelas.
El proceso democrático y sus principales agentes no han enfrentado el racismo estructural con la urgencia que requiere esta abominación. En lo poco que se hizo, como en la cuestión de las cuotas raciales en las universidades, hubo gritos de la clase media blanca, que se sintió insultada al perder un privilegio que confundía con un derecho. Para combatir una de las primeras y atrasadas políticas públicas para incluir a los negros en la sociedad, fortaleció la vergonzosa tesis de la meritocracia, como si todos, blancos y negros, partieran de bases similares para competir por espacios en igualdad de condiciones.
Todo esto tiene consecuencias, obviamente. Y tiene consecuencias para la democracia, que, de esta manera, nunca se completa y se debilita con los autoritarios que están al acecho. Una parte significativa de la población tiene poca relación con la democracia, porque no ve que haga una gran diferencia en sus vidas. No es porque sean ignorantes y desconozcan la historia. Por el contrario, viven la historia a diario. La Policía Militar sigue allí, derribando puertas y volándoles la cabeza a sus hijos o derribándolos por la espalda. Sus seres queridos están en las cárceles descritas por un exministro de Justicia como “medievales”, a menudo sin juicio o porque los pillaron con 100 gramos de marihuana. Y, en la pandemia de la covid-19, no tienen casas que les permitan aislarse ni pueden dejar de trabajar en la calle, como en el caso de los trabajadores informales, ni sus jefes blancos les permiten hacer confinamiento, como en el caso de la minoría que está empleada.
Bolsonaro, asumidamente racista en sus declaraciones, le dijo a esta población algo que ningún blanco con responsabilidad pública se había atrevido a decir antes: “¿y qué?”. La vida cotidiana en Brasil lanza un gran “¿y qué?” a los negros, cuya existencia está marcada por menos todo-lo-que-pertenece-a-la-vida y por más muertes por enfermedad, tiros y abandono desde hace al menos cuatro siglos. Si son los negros los que más mueren proporcionalmente al contraer covid-19 y si son los negros los que están más expuestos al coronavirus, el “¿y qué?” de Bolsonaro ha formalizado el racismo como una política de Estado y ha lanzado la pandemia, ya completamente atravesada por la desigualdad racial, directamente al corazón de la disputa política que tiene lugar en torno a la democracia.
El movimiento callejero que iniciaron las hinchadas —algunas, como la Gaviões da Fiel (Corinthians), creadas en la lucha contra la dictadura— señala que la denuncia del racismo es lo que lleva a luchar por la democracia con el apoyo popular, en este momento. Y no al contrario. Si la clase media progresiva no entiende esto, rápidamente estará fuera de la centralidad del momento. Y, una vez más, defenderá una democracia que se niega a sí misma, al ignorar a los negros, casi el 56% de la población brasileña, condenados a los sótanos de la sociedad, en todas las áreas, después de más de tres décadas de democracia formal.
No es casualidad que, entre los manifiestos lanzados que encontraron resonancia, el más contundente en la posición antirracista sea el del “Deporte por la democracia”, al repudiar vehementemente el racismo en al menos tres partes del texto. “La trivialización de la vida negra contabiliza históricamente a miles y miles de muertos por la violencia, la discriminación, las prácticas racistas diarias ante nuestros ojos”, dice. “Debido a nuestro completo rechazo al racismo, la violencia y nuestro deseo de creer en un futuro posible e igualitario, hoy enfrentamos importantes cuestiones políticas. ¿Cómo representar a un país en el que las prácticas autoritarias se vuelven cotidianas? ¿Dónde se ataca frontalmente la diversidad cultural, una de nuestras mayores riquezas? ¿Cómo podemos comportarnos ante lo que hemos vivido recientemente, ante la triste imagen nacional transmitida al mundo? Queremos volver a sentirnos orgullosos de nuestro país, representar en los Mundiales, los Juegos Olímpicos y otras competiciones internacionales el legado de nuestra cultura, nuestra historia, nuestra gente”.
El creciente autoritarismo del Brasil actual —en el que Bolsonaro puede ser el auge pero de ninguna manera es el origen— ha obstaculizado pero no ha logrado interrumpir el movimiento de presión de los negros por protagonismo y espacios de poder. Brasil estaba en el comienzo de un debate que preveía no solo enfrentar los crímenes de la dictadura, sino también enfrentar las violaciones normalizadas en el proceso democrático. Acciones como la creación de la Comisión de la Verdad sobre los Crímenes de la Democracia Madres de Mayo, lanzada en 2015 por varios movimientos de São Paulo, marcaban esta nueva fase de la democracia que el conservadurismo tradicional intentó interrumpir. Lo intentó interrumpir y, en el proceso, fue en parte absorbido, en parte atropellado por el bolsonarismo. Marielle Franco encarnaba esa irrupción de las minorías que son mayoría y fue silenciada a tiros.
La represión a estas fuerzas emergentes ha sido brutal, pero hasta ahora no han podido detenerlas. Es lo que muestran los movimientos callejeros, desde las campañas de solidaridad y lucha contra la pandemia, basadas en el “nosotros por nosotros”, promovidas por los movimientos de las comunidades periféricas, hasta las recientes protestas callejeras iniciadas por las hinchadas, con apoyo de importantes sectores populares como el Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST) y colectivos de la población negra, el pasado domingo, 7 de junio. Quizás lo que la clase media progresista blanca tiene que entender en este momento es que tendrá que seguir, y no ser seguida.
El racismo estructural en Brasil es tan explícito que la realidad lo dibuja con sangre. João Pedro, de 14 años, estaba en casa de sus tíos el 18 de mayo, cuando fue asesinado por la espalda por la policía que invadió la residencia, en São Gonçalo, en la región metropolitana de Río de Janeiro. Sería más que suficiente para que los negros —y también los blancos— se insurgieran con tanta fuerza como la que demostraron los afroamericanos tras la muerte de George Floyd, en los ocho minutos y 46 segundos que duró su asfixia por una rodilla blanca.
La necesidad imperiosa de levantarse contra el racismo es de todos, blancos y negros, derecha e izquierda. El racismo es un límite insuperable. No podemos afirmar que Brasil es una democracia cuando la policía invade una casa y mata a un niño. En Brasil, Floyd no sería una excepción, João Pedro no es una excepción. Esta normalización es el crimen que va más allá del crimen. Y todos son cómplices.
Y después, Miguel Otávio, de cinco años, fue asesinado en un edificio de lujo en Recife, el 2 de junio. Es una escena de esclavitud, pero en el siglo XXI. La madre negra, Mirtes Renata Souza, se ve obligada a trabajar en la casa de la señora blanca, en plena pandemia. Lleva a su hijo, porque las escuelas están cerradas por la covid-19. La señora, Sari Corte Real, primera dama del municipio de Tamandaré, le ordena que saque a pasear al perro. Al perro. Ella deja a su hijo de cinco años con la señora. Pero el niño llora porque está asustado y quiere estar con su madre, a la que ve por la ventana paseando al perro. Al perro. La señora está ocupada con la manicura, y el niño la está molestando. Entonces lo despacha solo en el ascensor. En el ascensor de servicio. Él no sabe qué hacer ni cómo llegar hasta su madre. Cuando la puerta se abre en el noveno piso, sale. Escala la verja que protege el aire acondicionado y cae desde una altura de 35 metros. Miguel Otávio llega hasta su madre. Muerto. La señora es arrestada, pero paga 20.000 reales de fianza y vuelve a casa.
La periodista Joana Rozowykwiat escribió en su Facebook: “El horror que es la muerte del niño Miguel es la historia con más símbolos que recuerdo:
La asistenta que trabaja durante la pandemia;
La asistenta que no tiene con quien dejar a su hijo;
La asistenta es negra;
La señora es rubia;
La señora está casada con un alcalde;
El alcalde tiene una residencia en otro municipio, que no es el que gobierna;
La señora tiene un perro, pero ella no lo saca a pasear, delega;
La señora se hace las uñas en medio de una pandemia, exponiendo a otra trabajadora;
La señora despacha al niño en el ascensor sin remordimientos; el niño se llama Miguel, nombre de ángel; el apellido de la señora es Corte Real;
La asistenta se contagió de covid a través del señor;
La asistenta figura como empleada del Ayuntamiento de Tamandaré;
Todo esto sucede en las torres gemelas, un ícono del proceso y la verticalización desenfrenada, la especulación inmobiliaria y la segregación en la ciudad de Recife;
Todo esto sucede en medio de las protestas Black Lives Matter;
Todo esto sucede el día en que se cumplen cinco años de la sanción de la ley que regula el trabajo doméstico en Brasil;
Son muchas cosas, muchos símbolos”.
Realmente, son muchas cosas, muchos símbolos.
Y luego alguien dice, con genuina preocupación y mucha razón, que no se puede salir a la calle para protestar en una pandemia. Y esta sería exactamente la razón por la que la madre de Miguel Otávio no debería estar trabajando ese día. Solo que Brasil es el país de la sinrazón, Brasil es el país en el que una mujer negra arriesga su vida para pasear al perro de la señora blanca, Brasil es el país liderado —y representado— por el “¿y qué?” de Bolsonaro. Brasil es el país que encabeza el número de muertes por la covid-19 en Latinoamérica porque el antipresidente ha decidido que es natural que muera una parte de la población. Pero los negros y los indígenas saben qué parte de la población es esta, la que siempre puede morir en la visión de la parte de Brasil que representa Bolsonaro.
Si en este momento los progresistas concuerdan en que Bolsonaro es “una amenaza para la civilización”, es urgente entender que, si realmente se trata de “civilizar” Brasil, es imperioso que se extermine el racismo. En Brasil, la barbarie ha sido la de los blancos contra los negros y contra los indígenas. Bolsonaro la exalta, pero no la ha inventado. Pensar que se puede tener democracia con racismo es un delirio persistente de una parte de los brasileños.
Por ahora, la juventud negra periférica politizada es la que está más presente en las calles luchando contra el fascismo/racismo. Lo que indican todas las señales es que, esta vez, el racismo no será silenciado en la disputa política sobre la democracia. Incluso puede haber un movimiento en la línea del “Directas Ya”, que marcó el comienzo del fin de la dictadura militar, liderado por progresistas blancos de clase media, en el que el racismo sea solo una nota al pie en la lucha por destituir al maníaco del Planalto y por restaurar la democracia hoy hecha trizas. En ese caso, no será solo una oportunidad histórica perdida. Será mucho más. Será una vergüenza histórica.
El nuevo “Directas Ya” (y ya con otro nombre), nacido en las periferias que reclaman su lugar legítimo y real de centro, puesto en marcha por movimientos sociales y colectivos, y ya no por partidos políticos, o existirá con negros o no existirá.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.
Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.
Traducción de Meritxell Almarza
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