La mala reputación
¿Será esta la prima añadida que hay que pagar por la pandemia de covid-19, además de la factura ya repleta en fallecidos y pérdidas de empleo?
“¿Qué tal estás? Tu país parece devastado por este virus. Espero que tu familia y tú estéis bien”. Este mensaje enviado hace unos días procede de un amigo chileno claramente alarmado por lo que ha oído decir sobre la situación belga tras la pandemia. Desde luego, si vio en televisión, hace unas semanas, al presidente estadounidense blandiendo un gráfico en el que Bélgica figuraba como “campeona mundial” por número de fallecidos debido a la covid-19, no tuvo más remedio que pensar en el enorme peligro que amenazaba a su amiga belga, a decenas de miles de kilómetros de Santiago.
¡Ah, las cifras! Esa “primera posición” en la pandemia ha perseguido a los belgas durante estas semanas de confinamiento. Curiosamente, sin que nosotros hayamos tenido la sensación de poseer ese récord siniestro. Al contrario, durante las primeras semanas, aun siendo muy conscientes de la gravedad de una situación que nuestros servicios médicos debían afrontar sin las medidas de protección adecuadas, incluso con la tensión creada por las hospitalizaciones que se disparaban, incluso con los ecos de los pacientes que entraban por su propio pie y horas después se hundían, para acabar falleciendo, los belgas no hemos tenido la impresión de encontrarnos en una agonía como la de los italianos. Los que más trágicamente estaban sufriendo el virus no éramos nosotros, sino los británicos, o los holandeses, durante un periodo, o incluso los suecos, con su teoría de la inmunidad de grupo. O los estadounidenses y los brasileños, gobernados por presidentes negacionistas, cuando no recomendaban ingerir detergente para curarse. Sin embargo, con los días, las clasificaciones internacionales empezaron a mandar una imagen distinta, la de los malos alumnos de la clase. Una nota que deja huella, hasta el punto de que, hoy por hoy, los griegos, en particular, nos prohíben de momento hacer las maletas para ir este verano a su país, y nuestras agencias de viajes están preocupadas por la posibilidad de que algunos países nieguen la entrada a sus clientes.
¿Será esta la prima añadida que hay que pagar por la covid, además de la factura ya repleta en fallecidos y pérdidas de empleo? ¿Una reputación pésima? Pero, en el fondo, ¿qué más dan las cifras? A los lectores europeos que lean esto, no podemos más que repetir que conviene desconfiar de las comparaciones estadísticas internacionales. Cada país ha tenido su método y su forma de interpretar la transparencia al contar las muertes. Desde el principio, Bélgica pecó por “exceso” y, en definitiva, de honradez, al integrar en el número de fallecidos por la pandemia, además de las muertes registradas en los hospitales, las de las casas de reposo y residencias de mayores. Y en este último caso, incorporó a todas las personas mayores, hubieran sido o no víctimas de la covid-19, dado que en aquellos momentos, sin equipos de test, era imposible hacer diagnósticos.
¿Cuál es la situación hoy? El 4 de junio se anotaron 28 nuevos fallecidos y 21 nuevas hospitalizaciones. Pero, a la hora de la verdad, lo que se considera decisivo es el exceso de mortalidad, un dato que nos sitúa en tercer lugar mundial en estos momentos, mientras otros países están revisando sus cifras al alza. Es decir, que tiene un valor relativo.
La verdad es que Bélgica ha gestionado muy bien la crisis sanitaria en los hospitales, sin pacientes apiñados en los pasillos como en Italia. El gran número de camas en estos servicios, la gran calidad de los profesionales de la sanidad, su devoción y su dedicación han evitado que las cosas fueran a peor y, además, han dado a la población la una gran sensación de eficacia y control en una situación que generaba mucha ansiedad. El “ángulo muerto” se produjo, como en Francia, en las residencias de mayores, en las que los ancianos, totalmente enclaustrados desde el principio de la pandemia, fueron contagiados por fuentes externas. Los administradores de estos centros, desbordados, no tenían costumbre de elaborar planes de urgencia y sufrían una carencia cruel de oxígeno y mascarillas. Esta situación duró pocos días, pero causó estragos.
A estas alturas de la epidemia, hemos aprendido ya dos lecciones.
La primera, que es hay que reforzar la sanidad. Los partidos en el Gobierno belga y los que los sostienen desde fuera se habían puesto de acuerdo, bajo la presión de la crisis, sobre la necesidad de aumentar el personal sanitario, pero la guardia de deshonor preparada para la primera ministra durante su visita a un hospital de Bruselas hizo que se acelerase. El pasado jueves se aprobó intervenir en los fondos “batas blancas”, que permiten mejorar las condiciones laborales de los enfermeros y enfermeras autónomos, la formación de los jóvenes principiantes y la atención domiciliaria y prever la creación de 4.000 empleos de enfermería. La segunda, que es necesario y urgente mejorar la estructura belga, dividida en múltiples capas —institucionales, regionales, comunitarias y federal—, lo que ha estorbado la eficacia y la rapidez de intervención. Lo dicen todos, ministros, sanitarios, administradores de instituciones: cuánto tiempo y cuántas energías se pierden en disquisiciones sobre “quien hace qué” y “quién es responsable de qué”. Pero, en Bélgica, el diagnóstico no basta. Las divisiones entre flamencos y francófonos, socialistas y liberales y federalistas y nacionalistas sobre la solución están más vivas que nunca, y hay una distancia inmensa entre el “regionalizar todo” y el “refederalizar mucho”.
Y esto nos lleva a la tercera lección: la situación política. La crisis del coronavirus se ha desatado cuando el país estaba dirigido por un Gobierno muy minoritario, que llevaba meses tratando de formar un equipo completo y con mayoría. La sorpresa positiva de estos tres últimos meses ha sido la capacidad de ese Gobierno de transición, a priori muy débil, para mantenerse firme y unido con respecto a lo esencial. A ello ha contribuido la personalidad de la joven primera ministra liberal, Sophie Wilmes, además de la absoluta urgencia de la situación, por supuesto. Pero hoy vuelve a plantearse el mismo problema: ¿los partidos van a lograr formar un ejecutivo con plenos poderes y con una mayoría para gestionar la crisis económica y, de paso, estar en posición de beneficiarse de los fondos europeos anunciados? Mientras tanto, el Gobierno federal no puede elaborar un plan de reactivación general, mientras que los países vecinos sí lo están haciendo y las regiones —Flandes, Valonia, Bruselas— están actuando por su cuenta y con su propia estrategia.
¿Es un regalo caído del cielo para los nacionalistas flamencos de la N-VA, en el Gobierno de Flandes, y para el PS francófono, que defiende la necesidad de debatir ante todo los retos sociales? No está claro todavía, pero los dos enemigos fraternales solo están de acuerdo en una cosa: hay que evitar las elecciones, que coronarán a los extremos, la extrema izquierda en el sur, la extrema derecha en el norte. Aprovechando la crisis, Vlaams Belang se ha convertido en el primer partido de Flandes. Y ese es otro virus.
Béatrice Delvaux es redactora sénior de Le Soir.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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