Nos matan
Lo que huele a naftalina ahora es el mundo
Hasta hace poco se nos quedaban antiguos los teléfonos móviles, los sistemas de reproducción de música o de cine, los aparatos de televisión, los microondas, los ordenadores, los robots de cocina… Acérquese usted a uno de esos vertederos llamados paradójicamente “puntos limpios” y se espantará ante la colección de objetos domésticos que perecen a diario. Esta es una de las características de la contemporaneidad: la obsolescencia, programada o no, de nuestras prótesis. Lo soportábamos porque la obsolescencia iba de la mano del consumismo ciego. Usar y tirar, tal era la filosofía a la que nos plegamos sumisamente y de la que obteníamos un placer nuevo que ha devenido viejo.
Lo que huele a naftalina ahora es el mundo. La mascarilla, aunque sólo cubre la nariz y la boca, influye también en nuestro modo de mirar. Sales a desconfinarte un rato por la tarde, observas cuanto te rodea y te das cuenta de que ya nada sirve. Se han marchitado las relaciones económicas, las laborales, las familiares, los pasos de cebra y hasta los parvularios. Vivimos en el mundo de ayer. Yo utilizo una batidora de hace 20 años, pero lo hago con la conciencia de que cualquier día me funde los plomos o me electrocuta. Hay asimismo edificios con cañerías de plomo que de un momento a otro reventarán inundándolo todo.
La realidad ha prescrito. Se lee en los ojos de la gente, en su respiración ansiosa, en sus andares huidizos. Es cierto que el paracetamol de hace dos años, aunque caducado, quita los dolores de cabeza de hoy. Podemos vivir, en fin, durante algún tiempo de productos rancios, descompuestos, podridos, de yogures con moho olvidados en un rincón del frigorífico. Pero conviene no abusar porque en una de esas nos matan.
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