¡Iglesias, dales caña!
Si este Gobierno diera la impresión de tener tiempo para diseñar una estrategia de comunicación, podríamos pensar que en las últimas semanas hay un reparto de papeles entre el presidente y el vicepresidente segundo
Están en contra [de los planes del Gobierno] los privilegiados, grandes banqueros, algunos grandes empresarios, los partidos de la oposición que no hacen oposición, sino destrucción de un proyecto político de futuro para España”.
Si alguien lee este párrafo hoy, puede pensar ¿Pablo Iglesias, 2020?
No, Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno de España, 1987. Según la crónica de este periódico de aquel día —17 de mayo—, firmada por Jeremías Clemente, el público que asistía al mitin en Mérida del vicepresidente le gritaba: “Alfonso, dales caña”, y él se recreaba en la suerte. Ese grito acompañó a la figura de Guerra durante toda su carrera, dentro y fuera del Gobierno. Y él atendía la demanda con toda suerte de chascarrillos de alto voltaje demagógico, entre risas y aplausos.
Si este Gobierno diera la impresión de tener tiempo para diseñar una estrategia de comunicación, podríamos pensar que en las últimas semanas hay un reparto de papeles entre el presidente y el vicepresidente segundo. Las charlas beatíficas de Sánchez, no junto a la chimenea, sino frente a la cámara. La encarnación de la institucionalidad. Y el Iglesias más chulesco y popular diciendo en voz alta en el Congreso lo que se comenta en las redes sociales. Ruido para tapar errores y conservación de la base de apoyo. Pero me temo que todo es mucho más improvisado, y fruto de la personalidad de los protagonistas, en un momento en el que se precisa cabeza fría y estrategia frente a la irracionalidad galopante.
Porque de mucho más alcance que el reparto entre poli bueno y poli malo, es la estrategia de la alt-right, que se extiende como una mancha de aceite por el mundo. Ya no se trata solo de impedir los acuerdos del presente, se trata de romper los consensos del pasado. Cayetana Álvarez de Toledo describió la España de 1973 en el Congreso, obviando el pequeño detalle de que este país vivía bajo una dictadura. Atacaba directamente al imaginario colectivo de la lucha antifranquista. Esta semana, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha elegido para designar a los saqueadores en los disturbios en su país el término antifa, antifascistas, bendecidos por la historia al liberar a Europa de los nazis.
Tiempo perdido —o ganado— para poner el foco sobre cómo se configura y reparte el mundo pospandemia.
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