¿Servirá la sacudida?
La incertidumbre vital que resultó de la crisis del coronavirus ha sido espantosa para millones de personas, pero también ha permitido que otros millones tengan la posibilidad de mirarse a sí mismas
La crisis mundial (no me parece exagerado calificarla de tal modo) que desató la pandemia de covid-19 está compuesta de tantas capas que puede uno pasarse las horas desmontándolas y aún siguen apareciendo más, como en la consabida cebolla del refrán. Porque más allá de la hecatombe que significan las miles de muertes que se han producido en todo el orbe y las consiguientes tragedias personales, familiares y sociales que representan, se encuentran, por ejemplo, las consecuencias económicas de los “cierres” (quiebras y desempleo por doquier y una contracción salvaje, cuyos límites aún no entrevemos), las secuelas políticas (sin ir más lejos, un marcado incremento del irracionalismo de ciertos gobiernos y el autoritarismo de otros) y, además, los corolarios personales y psicológicos, que pueden resulta incluso menos sencillos de abordar.
Las sociedades humanas, lo sabemos, son complejas porque están integradas por individuos complejísimos. Y como, al final del día, lo personal es político (tal y como han sostenido por años las teóricas del feminismo), será inevitable que lo que está sucediendo en la cabeza de esos individuos durante la crisis, ya sea en el encierro o en sus cotidianas y riesgosas salidas al mundo exterior, impacte en las sociedades que habitamos. Tanto miedo, tanta desconfianza, tanta división, tanto aislamiento, tanta violencia en pareja y en familia (que existen y están en aumento, piensen lo que piensen los defensores de la idea absurda de que en la familia tradicional no hay agresiones) no se superan con un plan de “desescalada” ni se conjuran hablando de una presunta “nueva normalidad”. Pero tampoco podemos solapar que se están produciendo y extendiendo, de igual modo, formas y métodos insólitos o al menos inusuales de conexión y reconexión, de empatía y solidaridad y de compañerismo personal y social que podemos considerar promisorios. El mundo, vaya, cambia en muchos sentidos a la vez y no todos ellos deben dirigirse hacia esos estereotipados futuros inhumanos que explotan seriales como Black Mirror.
El férreo tejido de la cotidianidad se desbarató o al menos se hizo menos implacable por culpa de la pandemia y, sobre todo, de las medidas que se tomaron para contenerla. Y las rutinas de millones de personas cambiaron o, de plano, colapsaron. La incertidumbre vital que resultó del colapso ha sido espantosa para millones de personas, sin duda, pero también ha permitido que otros millones tengan la posibilidad de mirarse a sí mismas y a los demás con otros ojos y desde otro lugar. Mucho se bromea en las redes, cada día, sobre aquellos que, por tedio, estrés o por el motivo que fuera, han cambiado de hábitos y costumbres, de imagen y hasta de ideas durante la crisis. Y no cabe duda de que algunas de esas mudanzas serán tan poco decisivas como tusarse un fleco, teñirse un mechón o variar de tipo de zapatos. Pero se engaña quien piense que de esta sacudida no puede salir un cambio de fondo alguno.
El modelo económico basado en la explotación y el consumo sin fin ya tenía al planeta al borde del desastre ambiental antes de que la covid-19 asomara las narizotas, y millones de personas se tapaban los ojos y estaban santamente convencidas de que discursos retadores, como el de Greta Thunberg, se trataban de campañitas tiradas de los pelos. La pandemia encontró a nuestras ignorantes, hipócritas y depredadoras sociedades sentadas en la cima de su cinismo. ¿Bastarán las grietas que la crisis abrió en ese modelo para que millones de personas despierten de sus ensueños de consumismo y rapiña fáciles y sin consecuencias? Quizá sea ir demasiado lejos afirmar tal cosa, pero toda esta tragedia no debería suceder en vano. Nos ha dado la oportunidad de pensar. Aprovechémosla.
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