Una gran revolución cultural y económica
Abordar seriamente la cuestión ecológica significa tocar los poderes que defienden el libre mercado
No creo que se haya hablado tanto de la Unión Europea como desde que apareció el coronavirus. Hasta el punto de que MEDE, BCE, BEI, SURE y otros muchos acrónimos se han vuelto de uso común y la cuestión ha sido si esta Europa nos conviene o no, y cómo y cuándo. Solo hay un proyecto europeo que nadie se atreve a atacar, aunque tampoco a defender: el Green New Deal. Y esto porque todos están de acuerdo en la necesidad de lidiar con el problema ecológico, excepto cuando se trata de entrar en detalles sobre lo que debería hacerse para salvar la Tierra. Al llegar a ese punto, preferimos quedarnos en vagas generalidades, porque las decisiones que habría que tomar para ser coherentes son extremadamente polémicas. En Italia, por ejemplo, donde el Gobierno ha creado no se sabe ya cuántas comisiones de trabajo para abordar los problemas planteados por la pandemia y poner en marcha el cambio que todos invocan, no hay una sola siquiera con la tarea específica de abordar el Green New Deal europeo. En el mejor de los casos, alguien dice: “Ya abordaremos este asunto tan pronto como el virus desaparezca”.
Tal como están las cosas, es legítimo sospechar que el silencio que rodea este deal surge del temor de especificar que, a diferencia del de Roosevelt del que toma su nombre, este nuevo pacto, si quiere ser serio, debe cuestionar nada menos que el libre mercado; es decir, ese mecanismo que lleva décadas sin ninguna regla y que de hecho funciona con piloto automático. Y que, por tanto, decide si debe hacerse una inversión o no dependiendo del beneficio inmediato que se pueda obtener de ella, no de su utilidad social. Si a la larga acaba teniendo consecuencias desastrosas, qué se le va a hacer.
Abordar seriamente la cuestión ecológica significa abordar nada menos que este nudo básico y tocar los potentísimos poderes que lo defienden. Es comprensible que se evite la discusión: hay que cargar con el coste de la revolución necesaria para solucionarla, no va a ser “una cena de gala” ni siquiera para quienes la lleven a cabo, no digamos para quienes la padezcan.
El problema está ahí porque la llegada de la covid-19 ha vuelto a poner dramáticamente sobre la mesa la cuestión ecológica. Después de la confusión inicial, se ha alcanzado un amplio consenso entre los científicos acerca del vínculo que une las epidemias y los daños infligidos a la Tierra. Gracias a la reclusión forzada a la que nos hemos visto obligados, incluso nosotros hemos terminado por leer ensayos que en tiempos normales ni siquiera hubiéramos olido. Yo también he aprendido un montón de cosas, y muchas de ellas me han desconcertado: no me imaginaba que fuéramos parientes tan cercanos de cucarachas, murciélagos, gusanos y microbios. E incluso de hierbajos y vegetales de todo tipo. En resumen: que los seres humanos forman un conjunto único con las demás especies animales y vegetales que pueblan la Tierra. (El que mejor lo ha explicado ha sido el papa Francisco cuando dijo: en un mundo enfermo no podemos esperar que los seres humanos estén sanos). Así descubrí qué son la zoonosis y el spillover. Es decir: los animales, privados por nuestra deforestación, cementación, contaminación y expansión industrial de su hábitat natural, enferman; y los virus que los habitan, para sobrevivir, se refugian en un organismo temporal que les permite dar un “salto entre especies” (spillover), incluida nuestra especie humana. Dotada, además, de esa fantástica capacidad para recorrer en pocas horas trayectos que a las pulgas portadoras de la peste medieval les costaba siglos cubrir.
Para salvarnos de la llegada continua de otros virus, por tanto, no basta con descubrir una vacuna válida, ni con algunos paneles solares ni con un puñado de coches eléctricos o algunos nuevos productos etiquetados como ecológicos. Hace falta una drástica reducción en nuestros consumos individuales de mercancías que ya han dilapidado los recursos de la Tierra, que llevará miles de años recuperar. Sin embargo, hay que ser conscientes también de que esto pondrá patas arriba el sistema productivo y que afectará ferozmente al empleo, que tendrá que transferirse a sectores dedicados a la satisfacción de otra clase de consumos, la de los servicios colectivos, hoy escandalosamente bajo mínimos. Mucho más útiles, pero, por desgracia, dotados de tasas mucho más bajas de aumento de la productividad y, por tanto, de expectativas de ganancias mucho menores.
Es poco probable que el piloto automático nos guíe en esta dirección. Por eso se necesita una gran revolución cultural y económica. Podemos no llamarla así, para no asustar a nadie, pero lo indudable es que lo que nos hace falta es algo que se le parece mucho.
Luciana Castellina es periodista y escritora.
Traducción de Carlos Gumpert.
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