En el laberinto
Gobierno y oposición gastan sus mayores energías para combatirse, rehuyendo todo encuentro y búsqueda de soluciones comunes
El compromiso político de Juan Genovés, fallecido recientemente, y la inevitable evocación de El abrazo, adquieren hoy un valor que va mucho más allá de una simple mirada retrospectiva. Constituyen una lección de historia sobre lo que significó la izquierda, y en particular el comunismo democrático —PCE y CCOO—, para alcanzar y consolidar la Transición. En su nota necrológica sobre el artista, la IU actual insiste en el contenido de esa acción, “las luchas”, pero tales luchas, las movilizaciones de masas de trabajadores y profesionales, reflejadas gráficamente en la obra de Genovés, no fueron impulsos ciegos. Respondían a una política que las inspiró desde 1956 hasta los pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978: la reconciliación nacional. El nombre fue un hallazgo de Pasionaria, en su gestación intervino Jorge Semprún y con una mezcla de aciertos y errores, Santiago Carrillo protagonizó su desarrollo. El objetivo era la hegemonía de la clase obrera en una España democrática. Esta segunda meta sí fue alcanzada.
Lo que aquí nos interesa es subrayar que la propuesta de “reconciliación nacional” partía de asumir una dura realidad: solo cuando las fuerzas democráticas se unieran, por encima de la división creada por la Guerra Civil, podría ser vencido el obstáculo de la dictadura. Esto no significaba abandonar la confrontación con la derecha política, ni renunciar a mejoras para los trabajadores, pero sí exigía que el inevitable conflicto fuera acompañado por una pedagogía democrática, como la que el PCE ejerció precisamente en el entierro de los abogados laboralistas de Atocha. Aquí el maestro fue Togliatti, aunque Carrillo simpatizara más con Stalin. La consecuencia era clara: en una coyuntura extremadamente difícil, el comunismo democrático asumió la tarea de impulsar en España el pluralismo político, dentro de sus fuerzas, pensando que seguir la vía sagrada de Lenin era el suicidio de todos.
Han pasado más de cuatro décadas y la situación es bien distinta, incluso trágica, aunque coincida en algo fundamental: el constante enfrentamiento entre izquierda y derecha representa un obstáculo insalvable para superar la crisis postpandemia (si es que hay postpandemia). Por una parte, el relanzamiento de la economía debe atender en primer término a la ya ostensible pauperización y a la protección de trabajadores y clases populares, pero no puede olvidar la recuperación de empresas e inversiones. Un Estado únicamente asistencial es la ruina. Por otra, como vemos, Gobierno y oposición gastan sus mayores energías para combatirse, rehuyendo todo encuentro y búsqueda de soluciones comunes. En fin, como telón de fondo, mientras en el Gobierno cabe apreciar una deriva autoritaria y carente de ideas, frente al Parlamento y en la comunicación, la derecha toma una senda aún más peligrosa, secundado Vox por Casado y Ayuso, de movilizaciones ilegales para promover la dimisión de Sánchez. Una bola de nieve cada vez más peligrosa para la convivencia pública, por llevar dentro, no solo oposición, sino antidemocracia. Estamos en el laberinto.
La opinión pública prefería, en cambio, un entendimiento entre unos y otros para abordar la crisis económica, algo que se está desmoronando por el creciente dualismo de bandos. En esta línea, la evocación por Sánchez de los pactos de la Moncloa suscitó la esperanza de un nuevo rumbo, pero los términos en que dirigió la oferta tuvieron poco de amistosos. Lo de “arrimar el hombro” carecía de contenido si Sánchez insistía en el monopolio gubernamental de las decisiones, sin buscar consenso alguno. Solo el clima de entendimiento registrado en la primera reunión en el Congreso para la reconstrucción nacional, subrayado en este diario, permitió por un momento augurar un cambio de rumbo. Aunque será difícil con Casado, que se olvida de todo con tal de impulsar la caída del Gobierno y Sánchez subordina todo a la propia permanencia, con disparates como el pacto con Bildu.
En tal estado de cosas, resultó inoportuno pero significativo que Iglesias acentuara su habitual agresividad, con ocasión de anunciar el impuesto sobre las “grandes fortunas”. Fue fiel a un criterio que me explicara personalmente su admirado Chavez: el efecto general de las medidas no se calcula, valen por si mismas. Y para Pablo, ese valor reside en el avance para llegar al desmantelamiento del sistema capitalista. Ejemplo: la supresión inmediata de la reforma laboral. Un homenaje al maestro Anguita. En definitiva, producto de un deseo de eliminación que nada tiene que ver con una política democrática, ni con la ejecutoria comunista en la transición. Iglesias la menciona, eludiendo conscientemente su contenido y lo peor es que encuentra su contrapunto en la violencia a la que se encamina la extrema derecha. El hoy vicepresidente inició su carrera en la Universidad promoviendo escraches de suma violencia, a los que llamaba “gestos de Antígona”. Pero ni una ni otra violencia nos hacen falta en estos momentos. No solo hay que frenar a la pandemia, sino también a Iglesias, y por supuesto a Vox: la responsabilidad del PP en este punto es enorme. Como la de Sánchez
Claro que resultan necesarias una fiscalidad de redistribución y la reforma de la ley laboral, pero no como instrumento de una lucha de clases lanzada a favor de la pandemia. Es, pues, un momento crucial, en plena cuesta abajo. De persistir las tensiones insuperables con la oposición y una política económica unilateral, con palos de ciego como el de la reforma laboral, ello marcaría la ruptura con toda posible “reconciliación nacional”, de nuevo necesaria tras la pandemia. Aun sin esa expresión, Sánchez tiene el deber de intentarla. No da signo alguno de caminar en esa dirección.
Supuesto que la pandemia pase. El Gobierno sigue actuando como si su ejecutoria estuviese plagada de aciertos, cuando España lidera con Bélgica las estadísticas mundiales de contagios y muertes, teniendo en cuenta la población. El confinamiento fue bien llevado, a pesar de insuficiencias y errores, tardíamente reconocidos. Pero no es seguro que la desescalada termine bien. Aquí como en Francia o en Italia. Y sin esa premisa, no hay escape del laberinto.
Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.
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