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COLUMNA
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Otra vuelta a la otra vuelta de tuerca

Las ideas no deben servir a las circunstancias; nuestra razón debe enfrentar siempre a la verdad. Así de importante es este asunto y así de necesario es reinventar el tiempo

Emiliano Monge
Una mujer en su hogar en Ciudad de México.
Una mujer en su hogar en Ciudad de México.EDGARD GARRIDO (REUTERS)

“La gente no habla más que del tiempo. El tiempo: a pesar de todas las protestas, quiere que se hable de él”, escribió Alfonso Reyes en una de las mejores divagaciones que podemos encontrar en El cazador, ese libro misceláneo que nos lleva de los huesos de Quevedo a la importancia de las citas.

"Las conversaciones de los hombres están tramadas sobre esa substancia fundamental: el tiempo. El tiempo ha sido y será siempre un rasgo irreductible del hombre. ¿Qué es el hombre? El hombre es un ser que habla del tiempo con sus semejantes", asevera Reyes momentos después, errando hasta extraviarse, con un campesino, el viento, el mar, Ulises y las grullas.

Antes de errar, sin embargo, Reyes demuestra, utilizando apenas un par de centenas de palabras, cómo es que los seres humanos, en aras de sostener nuestra interacción con los demás, hemos reconvertido el tiempo en moneda de cambio, olvidando su sentido original y necesario. Es así como aquello que debería ocupar el centro de nuestra conversación y nuestro razonamiento, ha quedado reducido a mero pretexto: "perdón, pero el tiempo no me alcanza para nada".

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Pero no quiero desviarme: decía que un par de párrafos después, sin soltar del todo al tiempo, Reyes divaga sobre muchos otros temas, entre los cuales se levantan varias grullas. Sus elegantes alas, sus cuellos largos y delgados y las diversas formas que los hombres hemos encontrado para cazarlas o convertirlas en metáfora de nuestros nacimientos. “De cierta manera, podemos decir que hablar del tiempo es hablar de las grullas”, aunque al tiempo nadie quiera cazarlo, aunque nos mostremos dispuestos solo a ser sus presas y aunque ellas, las grullas, no sean cigüeñas ni sean garzas.

Entre los seres humanos es común, hablemos o no del tiempo, lo utilicemos o no como moneda de cambio en la economía del diálogo y las ideas, que confundamos a las grullas con las cigüeñas y las garzas, como le sucedió al propio Reyes. La constitución física y los hábitos generales de estas aves, si uno no busca sus particularidades, es decir, si uno habla de las aves como habla del tiempo, si las utiliza para el mero trueque, pero no para la gestación o el intercambio de ideas, las convierten en seres similares que muy pronto son la misma cosa. Esto no sucede solo de forma accidental, como tampoco es accidental hablar del tiempo nada más cuándo necesitamos saber la hora.

Hay veces que uno, incluso conociendo las características que diferencian a la grulla de la garza y de la cigüeña, elige —como elige hablar del tiempo de manera nada más superficial, es decir, evadiendo cualquier forma de gasto con respecto al trato humano o al diálogo interior—, obviar esas distinciones, permitiéndose sacar provecho de esa confusión voluntaria, igual que sacamos provecho a la evasión. Esto, por ejemplo, me sucedió a mí hace un instante, mientras leía el texto de Reyes sobre el tiempo, pues leyendo lo que escribió sobre las grullas, me mudé a las cigüeñas y de ahí brinqué hacia las garzas, pues esa palabra, esa otra ave, más bien, es el ave que había estado ayudándome a sobrevivir las últimas semanas.

No hablo, empero, de las garzas en tanto especie. Hablo de una garza particular: la de Sergio Pitol. La divina garza que tenía que ser domada, aunque nunca debía ser cazada. Una garza que siempre estará más allá del tiempo, sea este superficial, tentativo o profundo. Hablo de la garza que hizo nido en mí hace ya un montón de años y que de tanto en tanto pone un huevo. Y es que cada vez que uno se rompe, como pasó hace poco más de dos semanas, mi cabeza, mi cuerpo entero me obliga a regresar al escritor veracruzano. Esta última vez, sin embargo, no fue a Domar a la divina garza a donde volví. Vaya, ni siquiera fue al Pitol escritor a donde retorné en esta ocasión.

Y es que en mitad del extravío de ideas en el que me sumió el confinamiento, dejándome listo, preparado solo para hablar del tiempo como lo glosamos casi siempre, es decir, para salir del paso sin tener que mostrar a nadie, ni siquiera a mí mismo, mis pensamientos más profundos; en mitad del extravío de ideas, decía, que también era extravío de lecturas, decidí renunciar a esa decisión tan personal que es elegir un libro, permitiendo que Pitol, más como una cigüeña que como una garza o una grulla, es decir, más como un ave que trae consigo vidas nuevas, decidiera mis lecturas.

Así fue cómo me entregué, durante dos semanas y unos cuantos días más, a la lectura de las traducciones que Pitol hizo de Henry James, Wiltod Gombrowicz, Jerzy Andrezjewzki, Antón Chejov y Lu Hsun. Dejándome llevar por la mano de ese otro ser humano, me volví mucho otros hombres y mujeres. Y durante unos cuantos días fui una pequeña multitud, en la que mis voces se diluyeron poco a poco, hasta estar listas para hablar de temas realmente importantes. Tan importantes como el tiempo.

Por eso ahora, cuando escucho que alguien asevera: ojalá podamos volver pronto a la normalidad de antes de la crisis, en vez de preguntarle cuánto falta para eso, qué hora es, qué piensa del calor o qué ha estado cocinando —en mitad de esta última crisis, el arte culinario se ha vuelto una de las monedas mejor valoradas en bolsa—, me pregunto quién carajos podría querer volver a esa normalidad.

Y al instante me digo: esa normalidad no era normal, estaba cimentada en excepciones que se volvieron costumbres, sin que nos atreviéramos a oponernos a sus lógicas perversas. Y es que preferimos transmutar los temas importantes en asuntos triviales, en intercambios fatuos capaces de sustituir al pensamiento.

Por eso el tiempo, pilar de nuestra vida y del sistema que nos rige, se convirtió en la pantalla de un teléfono, en lugar de ser el centro de la vida. La crisis sanitaria, no obstante, trajo consigo la posibilidad de encarar este asunto de otro modo, como sugiere Andrezjewski, con la lengua de Pitol: “La historia no resiste al vacío. Solo un nuevo orden puede abatir al anterior. Se necesita una idea para abatir una idea”.

Una idea de tiempo que, por ejemplo, logre abatir esa otra idea que nos ha sido, no, que nos hemos impuesto: ni la prisa de antes de esta crisis ni la lentitud del confinamiento podrán llevarnos a esa idea nueva, que deberá ser el objetivo de una conversación en la que no tenemos más opción que adentrarnos.

Una conversación que no debemos encarar con prisa ni anhelos de evasión ni requerimientos de aplazamientos, pues nos jugamos el valor último de las palabras, del propio pensamiento y del ser de cada uno.

Para iniciar esta conversación, propongo partir de la idea de tiempo que Henry James, también por medio de las palabras de Pitol, despliega en La vuelta de tuerca: un tiempo que mezcle la velocidad del mundo físico con la lentitud del mundo espiritual. Un tiempo, pues, en el que los sentimientos y las cosas ocupen el mismo pedestal.

Quizá parezca poco, pero a mí esto me parece fundamental, determinante y enorme. Las ideas no deben servir a las circunstancias; nuestra razón debe enfrentar siempre a la verdad. Así de importante es este asunto y así de necesario es reinventar el tiempo.

Tal vez incluso encontremos un tiempo en el que las cigüeñas, las garzas y las grullas no deban ser cazadas ni reconvertidas en metáforas.

Un tiempo entre la prisa de antes y esta lentitud que devora el otro extremo de la soga.

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