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Columna
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Globalización de geometría variable

Esperemos que la actual vuelta al patriotismo estatal sea solo un movimiento coyuntural y que encontremos la forma, como Ulises, de no caer ante los poderosos cantos de sirena del nuevo nacionalismo

Máriam Martínez-Bascuñán
Del Hambre.
Del Hambre.

Un efecto de los sucesos repentinos e inesperados es que nos permiten ver aquello que es nuevo o lo que ya estaba aquí sin que reparásemos en ello. Pensábamos que ya vivíamos en una sociedad global donde el mercado suministraba cuanto pudiéramos necesitar, pero llegó el virus y nos dimos cuenta de que Europa no produce un solo gramo de paracetamol mientras China produce el 80% de los antibióticos del mundo. No es casual que, en este contexto, una de las preguntas capitales sea quién controlará el suministro de la futura vacuna contra el virus cuando esta llegue, algo que ha entendido muy bien Macron, veloz al llamar al orden a la farmacéutica Sanofi, que pretendía reservar para EE UU una parte importante del futuro contingente.

¿Significa esto que ha llegado el fin de la globalización? ¿Cómo afectará la inevitable parálisis mundial a las desdibujadas fronteras entre Estado y mercado? En el mundo inmediatamente anterior a nuestra Caída pandémica, se produjeron tres grandes dislocaciones en el orden global heredado de otro derrumbe, el del muro de Berlín: el Brexit, Trump y las guerras comerciales con China. Todas ellas apuntaban a la inexorable desglobalización del mundo. Pero llegó la pandemia, y, con ella, las fronteras y el poder avasallador del Estado, y en la desnortada Europa, las respuestas divergentes de los miembros de la Unión. La necesidad de garantizar las reservas estratégicas de material sanitario y medicamentos esenciales, junto a las cadenas de suministro, quizá nos haga percatarnos de que el Estado es demasiado pequeño para poder asegurarlas, y la sociedad global un lugar demasiado inhóspito como para depender de ella.

Hoy intuimos que habitamos una globalización donde el Estado es importante, pero con las estructuras regionales de acción común alarmantemente desengrasadas. No nos queda otra que proceder a una reorganización de la sociedad mundial, pues estamos a las puertas de una nueva conciencia espacial. La interacción entre las escalas estatal, regional y global podría provocar una globalización de geometría variable en la que las producciones estratégicas se relocalizarían sin renunciar a mantener la anterior cooperación global en otras dimensiones. Estaríamos, así, ante una globalización a diferentes velocidades, no ante una desglobalización. Esa reestructuración del espacio quizá permitiría a Europa actuar por fin con una sola voz, otorgándole la posibilidad de acceder a una mayor cohesión interna e identitaria, y a una verdadera toma de conciencia del lugar que ocupa en el mundo. Esperemos, entonces, que la actual vuelta al patriotismo estatal sea solo un movimiento coyuntural y que encontremos la forma, como Ulises, de no caer ante los poderosos cantos de sirena del nuevo nacionalismo.

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