¡Venga ya!
Decir que los escritores estamos acostumbrados al confinamiento del oficio es una coquetería exasperante
Cuando escucho a los escritores explicar que nosotros los escritores no acusamos el confinamiento porque nosotros los escritores por pura vocación y entrega nos pasamos el día encerrados en nuestro estudio, pienso en aquello que contaba Balzac de verse desesperado por tener que escribir para pagar sus insuperables deudas y no ver otra salida que atarse la pierna a la mesa para evitar sus tentaciones de hombre de mundo. Pienso en el Galdós de los cafés, en Galdós el andarín, en Baroja, que tenía la puerta de casa abierta para que cualquiera se uniera a su tertulia, recuerdo a Nabokov cazando mariposas, entreveo a Cheever yendo a bares oscuros, a Lucia Berlin huyendo de una ciudad a otra cargada de niños. A Sam Shepard lo imagino a lomos de un caballo. Pienso en John Dos Passos y su necesidad de venir a la guerra de España, en Arturo Barea tomando chatos bajo las bombas, en Concha Méndez huyendo de su familia para poder ser ella y luego huyendo de la guerra y siempre de la precariedad. A Chéjov lo imagino siempre de mudanza, a ese doctor Chéjov que visitaba enfermos de noche y escribía a ratos. Cuando leo a Bashevis Singer lo veo a él zascandileando de un lado a otro en el metro de Nueva York para ver a una amante, y a Grace Paley, abandonando la escritura para manifestarse ante la Casa Blanca contra la guerra de Vietnam. Pienso en Raymond Carver paseando por el campo y recitando de memoria a Machado, en Dorothy Parker tomando notas y alcohol en un speakeasy o compartiendo bromas en la mesa del Algonquin, también me viene a la memoria Rafael Azcona escribiendo en la cafetería de El Corte Inglés con Berlanga. Proust está, para mí, en el Ritz, a última hora de la noche, disfrutando de una cerveza helada y prestando oídos a esas conversaciones que habrían de alimentar su novela del tiempo. Se me viene a la cabeza Lorca, claro, Lorca, consolándose de amores sombríos en Nueva York e impregnando su mente de imágenes que a su vuelta serían escritas, y me acuerdo también de la mundana Edna O’Brien, de aventura en aventura en la noche londinense de los años sesenta. Siempre imagino a Josefina Carabias corriendo de un lado a otro, con una libreta, brillante cronista de acción, y a Machado con su hermano Manuel en París, o en las tertulias de Madrid, o rodeado de familia en casa. A Camba lo veo mirando hacia arriba por la Quinta Avenida o mirando hacia abajo desde el recién inaugurado Empire State, a Eça de Queirós, volviendo a Lisboa de cualquiera de sus destinos como diplomático, adoptando la pose del portugués cosmopolita. A Simenon no se le puede imaginar más que llamando a las puertas de las mil mujeres con las que dicen que se acostó, porque siendo tan prolífico en su obra no le daba tiempo más que a salir para satisfacer su vicio. Walt Whitman parece que escribía poemas caminados. Henry James pensaba pedaleando y aseguran que se cayó de la bici por no pillar a una Agatha Christie niña con la que se cruzó. Contaba Baroja que una tarde, de paseo con Galdós, fueron demasiado lejos de los límites de Madrid, y don Benito le dijo: “Vamos a volvernos, Baroja, que esto ya es campo”.
Hay tantos tipos de escritores como escritores y escritoras hay. Pero lo que está claro que es que la mayoría de los creadores pasean su obra antes de enfrentarse a ella, escuchan, miran y se mueven entre la multitud. Decir que estamos acostumbrados al confinamiento del oficio es una coquetería exasperante. ¿Quién coño se acostumbra a esto cuando la vida literaria está llena de ferias, encuentros y mesas redondas? Lo que ocurre es que algunos se van haciendo mayores y van saliendo menos, como cualquiera. Aunque estos ojos míos han visto a escritores al borde la muerte promocionando su obra por el mundo. Acostumbrados al confinamiento, ¡venga ya!
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