¿Estamos todos juntos en esto?
Es preciso preguntarse si reabrir la economía significa retornar a un sistema que ha dividido a la sociedad desde hace 40 años o dotarnos de un discurso que permita una renovación cívica y moral
La pandemia está sirviendo para cambiar nuestra percepción de la misión económica y social de todos. Para afrontar la pandemia y —cuando la superemos— reconstruir una economía en añicos, vamos a necesitar, además de pericia médica y económica, una renovación moral y política. Debemos hacernos una pregunta fundamental que llevamos mucho tiempo eludiendo: ¿qué obligaciones tenemos unos con otros como ciudadanos?
En plena pandemia, esa pregunta es más urgente y se refiere a la sanidad: ¿deben tener todos acceso a la atención médica, puedan o no pagarla? Trump ha decidido que el Gobierno federal pague el tratamiento del coronavirus a las personas sin seguro. No está claro que sea posible conciliar la lógica moral de esta política con la idea habitual de dejar la atención sanitaria en manos del mercado.
Pero, además de la sanidad, debemos debatir nuestra forma de lidiar con las desigualdades en general. Debemos premiar más las aportaciones sociales y económicas que hace la mayoría de los estadounidenses, sin ningún título universitario. Y debemos abordar los aspectos de la meritocracia que suponen una degradación moral.
Frente al aumento de las desigualdades, los principales políticos de los dos partidos estadounidenses exigen desde hace tiempo más igualdad de oportunidades al acceder a la educación superior, para que todos puedan ascender todo lo que les permitan sus esfuerzos y su talento. Un principio encomiable.
Ahora bien, la retórica del ascenso —la promesa de que el talento basta para alcanzar el éxito— tiene un lado negativo. En parte, porque no estamos a la altura de los principios meritocráticos que proclamamos. Por ejemplo, la mayoría de los alumnos de las universidades más selectas procede de familias acomodadas. En muchas universidades de élite, como Yale y Princeton, hay más estudiantes de familias del 1% más rico que de todo el 60% más pobre del país.
Y hay un problema más de fondo: incluso una meritocracia perfecta, en la que hubiera verdadera igualdad de oportunidades, debilitaría la solidaridad. Si solo nos importa ayudar a los más capaces a ascender hacia el éxito, podemos no darnos cuenta de que los peldaños de la escalera están cada vez más separados.
Además, las meritocracias generan unas actitudes morales reprobables entre los que llegan a la cima. Cuando estamos convencidos de que hemos triunfado solo gracias a nuestro esfuerzo, es poco probable que nos sintamos en deuda con nuestros conciudadanos. El énfasis implacable en que hay que ascender y prosperar empuja a los triunfadores a emborracharse con su éxito y despreciar a quienes no tienen esas credenciales meritocráticas.
Esta actitud ha acompañado a la globalización mercantilista de los últimos 40 años. Los que han cosechado los frutos de la deslocalización, los acuerdos de libre comercio, las nuevas tecnologías y la desregulación financiera se han creído que lo habían logrado sin ayuda de nadie y que, por tanto, se merecían todo lo que habían ganado.
La soberbia meritocrática y el resentimiento que suscita están en el origen de la reacción populista contra las élites y son una fuente poderosa de polarización social y política. Una de las divisiones actuales más profundas en la política estadounidense es la que existe entre los que tienen título universitario y los que no.
En los últimos decenios, las clases gobernantes se han ocupado poco de mejorar la vida de los casi dos tercios de estadounidenses que no tienen un título universitario y no han abordado una pregunta crucial: ¿cómo garantizar que quienes no pertenecen a las privilegiadas clases profesionales puedan encontrar un trabajo digno, mantener a su familia, contribuir a la comunidad y granjearse la estima social?
A medida que la actividad económica ha pasado de fabricar objetos a administrar dinero y la sociedad ha recompensado generosamente a los gestores de fondos de riesgo y los banqueros de Wall Street, el prestigio del trabajo tradicional se ha vuelto frágil e incierto. Mientras las finanzas se adjudicaban una parte cada vez mayor de los beneficios empresariales, muchos trabajadores de la economía real, que producen bienes y servicios útiles, no solo han sufrido el estancamiento de los salarios y la incertidumbre laboral, sino la sensación de que la sociedad respeta cada vez menos su trabajo.
De pronto, la pandemia de la covid-19 nos ha obligado a revisar cuáles son las funciones sociales y económicas más importantes.
Muchos trabajadores considerados esenciales en esta crisis no necesitan poseer título universitario: camioneros, empleados de almacén, repartidores, policías, bomberos, operarios de servicios públicos, basureros, cajeros y reponedores de supermercado, auxiliares de enfermería, celadores, cuidadores a domicilio. Ellos no tienen el lujo de poder trabajar desde casa y reunirse a través de Zoom. Ellos son, junto con los médicos y enfermeros que atienden a los enfermos en los hospitales abarrotados, quienes están poniendo en peligro su salud para que los demás podamos resguardarnos del contagio. Además de agradecerles su labor, deberíamos transformar nuestra economía y nuestra sociedad para otorgarles una remuneración y un reconocimiento que reflejen el auténtico valor de sus aportaciones, no solo durante una emergencia, sino en el día a día.
Para ello, no debemos limitarnos a los debates habituales sobre cómo de generoso o austero tiene que ser el Estado del bienestar, sino que debemos reflexionar, como demócratas, sobre qué actividades contribuyen al bien común y cómo hay que recompensarlas, sin dar por supuesto que los mercados lo van a resolver.
Por ejemplo, ¿deberíamos pensar en un subsidio federal que permita a los trabajadores tener unas familias, unos barrios y unas comunidades florecientes? ¿Deberíamos reforzar la dignidad del trabajo trasladando la carga impositiva de las rentas salariales a las transacciones financieras, el patrimonio y el carbono? ¿Deberíamos revisar nuestra política actual de tipos fiscales más elevados para las rentas del trabajo que para las del capital? ¿Deberíamos fomentar la fabricación nacional de ciertos productos —empezando por las mascarillas, el material médico y los medicamentos—, en lugar de trasladarla a países con salarios más bajos?
Cuando se superan las pandemias y otras grandes crisis, las condiciones sociales y económicas no suelen volver a ser las de antes. Nosotros debemos decidir cuál será el legado de este periodo desgarrador. Confiemos en aprovechar los atisbos de solidaridad visibles ahora para reformular los términos del discurso público y encontrar el camino hacia un debate político con más solidez moral y sin el resentimiento que tiene el de ahora.
La renovación cívica y moral necesaria exige que nos resistamos a la incipiente polémica, angustiada pero equivocada, sobre cuántas vidas debemos arriesgar para revivir la economía, como si la economía fuera una tienda que, después de un largo fin de semana, vuelve a abrir como antes.
Más que el cuándo, importa el qué: ¿qué tipo de economía tendremos después de la crisis? ¿Seguirá siendo una economía generadora de desigualdades que envenenan nuestra política y erosionan todo sentimiento de unidad nacional? ¿O valorará la dignidad del trabajo, recompensará las aportaciones a la economía real, dará voz a los trabajadores y repartirá los riesgos de las enfermedades y los periodos difíciles?
Debemos preguntarnos si reabrir la economía significa volver a un sistema que nos ha dividido desde hace 40 años o dotarnos de un sistema que nos permita decir con convicción que estamos todos juntos en esto.
Michael J. Sandel es filósofo. Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018 .
© The New York Times Company, 2020.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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