El Toro de ese otro México llamado Los Ángeles
La leyenda de Valenzuela sigue ahí para cualquier chico que sepa empuñar una pelota zurcida
Fernando Valenzuela lanzó el juego inaugural para los Dodgers en 1981 a partir del azar. El lanzador que estaba programado para tirar, Jerry Reuss, se lesionó. El managerTom Lasorda le dio la oportunidad a un chico de 20 años que había jugado unos cuantos partidos como relevista el año anterior. Lanzó contra los Astros de Houston, un juego completo, el primero de cinco seguidos, en los cuales tiró cuatro blanqueadas permitiendo una carrera. La primera vez que visitó Nueva York, la ciudad que los Dodgers habían abandonado en 1958, los derrotó 1-0, otra blanqueada más, en la que quizá sea la temporada más espectacular en la historia de las Grandes Ligas. El comentarista de aquel partido dijo “esto es irreal, esto no lo ha logrado ni Rocky Balboa”.
Los mexicanos hemos hecho épica de la tragedia. En el futbol el “ya merito” forma parte del diccionario nacional: nos sentimos más cómodos en la exégesis de la derrota que en la incierta zona del triunfo. El deporte nacional es el pretexto, y si estuvieran por escrito, las páginas que vilipendian al cosmos por nuestra nefanda suerte tendrían más volúmenes que la incinerada biblioteca de Alejandría. De vez en cuando, sin embargo, surgen algunos despistados, surgen seres inconscientes que navegan ciegos hacia el futuro y de espaldas hacia el pasado. La más de las veces, estas grietas del destino surgen desde el páramo más improbable y absurdo, y esto los hace aún más idolatrables: Valenzuela solía dormir con sus cinco hermanos en una cama y estaba destinado ser una hebra más del proletariado mexicano que pide mucha patria y ofrece poco país. Pero estaba tocado por la gracia, y su surgimiento inesperado despertó el fulgor de una comunidad que permanecía agazapada, esperando con fuego, el momento para reivindicar el silenciador que les fue aplicado a punta de macanazos a finales de los años sesenta, cuando las comunidades hispanas recurrieron a la osadía de reclamar un sitio como ciudadanos americanos.
A finales de los años sesenta, Estados Unidos era un país en llamas. La blanquitud había sido embestida por sus “subalternos” y uno de los movimientos telúricos era el de los chicanos, representados principalmente por César Chávez. Es una ironía que el estadio de los Dodgers comparta apellido con el fundador del United Farm Workers, el primer sindicato de trabajadores indocumentados, aunque Chavez Ravine ciertamente no fuera nombrado a partir de César, sino de un antiguo terrateniente que compró los terrenos en los albores del siglo XX. Es una ironía porque en la zona donde hoy acampa el estadio de los Dodgers, a finales de los cincuenta, se encontraba una de las pocas colonias mexicanas “toleradas”.
Pero cuando el empresario Walter O’Mailey vio una oportunidad para mover a los Dodgers de Brooklyn a Los Ángeles -movimiento que los veteranos de la Gran Manzana aún no perdonan- encontró en aquella comunidad el páramo perfecto, con el inconveniente, solucionable a través de desalojos policiales, de unas comunidades de mexicanos que vivían en la zona. No es de sorprender que durante las primeras décadas, el equipo de los Dodgers fuera un equipo de empresarios, y por empresarios quiero decir blancos. Los mexicanos no sólo no iban al estadio sino que procuraban boicotearlo. El lema de “remember Chavez Ravine” se veía en pancartas hasta bien entrados los años sesenta, en protesta por el violento desalojo.
Para el quinto partido de la temporada de 1981 no había nadie más popular en la ciudad de Los Ángeles que Fernando Valenzuela, un lanzador que no tenía una velocidad particularmente acendrada, un tipo regordete, que no hablaba inglés, aún con acné en las mejillas que tiraba un lanzamiento que hacía décadas no se veía en la liga: el tirabuzón. Desde la loma, la silueta de Valenzuela pronto se inmortalizó con ese alzado ancho, en el que parecía recoger toda la inercia del tiempo para despedir una bola que durante buena parte del camino iba en la zona de strike, sólo para desplomarse al llegar al plato ante la mirada atónita de los bats que recogían aire.
El tiempo, según el adagio romano, no espera a nadie, pero hay quienes no esperan la espera, sino que marcan en sí mismos el paso del tiempo. A los 20 años, Valenzuela no sólo se convirtió en el mejor lanzador de la liga, sino en el representante de una comunidad que para entonces ya llegaba la decena de millones en el país, y ocupaba un sitio central en la ciudad de Los Ángeles. Los alaridos de fulgor por Valenzuela, eran también gritos de catarsis de una población soslayada, que había sido renegadamente aceptada en la ciudad poco a poco, a punta de trabajo. La temporada terminó con la serie mundial que más veces se ha repetido en la liga profesional de beisbol, los Dodgers contra los Yankees. En el juego 3, Valenzuela consumó la remontada de su equipo con un juego completo más. Al terminar el partido, su manager y su cátcher corrieron en júbilo a abrazarlo, mientras él sale de la lomita quizá extrañado por el júbilo: un día más en la oficina. Con la Fernandomanía de 1981, Valenzuela le regresó a la ciudad el orgullo de su población, el orgullo de su herencia mexicana, latinoamericana.
Mi madre es psicoterapeuta, y creo que nunca existió una rispidez entre nosotros como las decenas, varias decenas, de veces que subió enardecida a mi cuarto a preguntar “¡qué chingados es ese ruido!”. Ese ruido era el sonido de una pelota de beisbol impactando una pared. Los partidos de los Dodgers se escuchaban por la radio, en la voz de Jaime Jarrín (uno de los primeros traductores al inglés para el Toro en el equipo), y yo solía pasar las tardes rebotando una pelota de beisbol, escuchando en una radio vieja, al equipo del Toro, porque eso eran -y son- los Dodgers. El beisbol es un deporte letárgico, que da tiempo para la contemplación. Es todo menos vertiginoso, y escucharlo por la radio, es un ejercicio semejante al que relataba Hellen Keller al enfrentar el mundo: algo que se experimenta desde el tacto y se construye con la imaginación. Pasé tardes enteras imaginando los rostros perplejos de los bateadores a los que el Toro enfrentaba tras un nuevo ponche. Yo tenía apenas un año durante aquel año mágico de 1981, pero crecí amparado por su leyenda. Y aunque el Toro sufrió el inclemente uso que le propinó a su brazo el manager Tom Lasorda, siguió ofreciendo destellos de grandeza, fue campeón de nuevo en 1988 y en 1990 tiró un juego sin hit ni carrera. Sobre todo, significó a una generación entera en un país donde el beisbol es el segundo deporte más importante.
En el librero de mi casa hay dos congregaciones de imágenes y reliquias. En el costado derecho habitan fotos, parafernalia y cachivaches de nuestra cosmogonía afectiva. En el costado izquierdo un pequeño altar con fotos de nuestros muertos. El primer regalo que me hizo mi esposa fue una foto impresa en plata con la efigie característica del Toro a punto de embestir. Recientemente, uno de mis mejores amigos me regaló la primera tarjeta de beisbol en la que apareció el Toro de Etchohuaquila, junto a su sempiterno cátcher Mike Sciosa. Hoy ambas amanecieron del lado izquierdo del librero.
Pero Valenzuela no se fue, ni se irá nunca. Nos ha abandonado el cuerpo que lo alojaba, pero su leyenda sigue ahí para cualquier chico que sepa empuñar una pelota zurcida, sigue ahí como un relámpago que fisura la noche de nuestras nobles derrotas, como un ídolo que nunca usó pedestal, como una esfinge que nunca se miró al espejo, como un Toro sin cuadrilla, como un alma que se lanza en tirabuzón hacia el destino de la grandeza que es siempre, el envés de la tragedia. Larga y perenne vida al Toro, en cuyas arremetidas se encuentra el fulgor de ese otro país mexicano que es Los Ángeles.
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