El fin de la era de los consensos
Si la reforma judicial cimbra los equilibrios del sistema político, y supone el riesgo de que un partido capture los tres poderes, los cambios del INE son un paso para marginar la pluralidad
Las tres primeras semanas del nuevo Gobierno permiten adelantar que México avanza hacia la consolidación del fin de la política asumida como vocación explícita de intentar consensos.
Hechos y decisiones de la presidenta Claudia Sheinbaum dan cuenta de que, antes que moderar tono o revisar el rumbo, el nuevo Gobierno tiene prisa por sacar las reformas legales heredadas; hasta eventual nuevo aviso, adiós a eso de que la mandataria se correría al centro.
Sobran ejemplos para constatar la tendencia del naciente Poder Ejecutivo. El curso de la reforma judicial, por supuesto, aporta un rosario de estampas para concluir que el nuevo estilo personal de gobernar es tan refractario a la disidencia como el anterior. O más.
“¿Qué es la Jufed?”, contestó la presidenta cuando esta semana le preguntaron en la mañanera por las críticas de esa agrupación de juezas y jueces federales por la tómbola donde se rifaron la mitad de las plazas que serán votadas en 2025.
Si alguien llegó a pensar que se trató de un despiste de Sheinbaum, acaso debido a que aún se está instalando en el Gobierno y en las ruedas de prensa, la presidenta procedió de inmediato a aplaudir, literalmente, que los impartidores de justicia volverán a su trabajo.
El desdén al Poder Judicial no puede ser más evidente. En lo político y hasta en lo jurídico la nueva presidenta desdeña, tanto solicitudes de diálogo de quienes van a ser avasallados, como resoluciones de jueces, que son enviadas al bote como se tira un pañuelo desechable.
Corrijo. El nuevo Gobierno no solo usa un amparo como si fuera un kleenex, sino que la presidenta misma anuncia que procederán a perseguir a la jueza que osó resolver que ha de cancelarse la publicación de la reforma judicial en el Diario Oficial de la Federación.
Y si la reforma judicial no bastara como demostración de que Sheinbaum descarta cualquier riesgo económico o de gobernabilidad por erradicar instituciones construidas desde 1988, van dos casos más, a cuál más de pernicioso.
La presidenta Sheinbaum consintió que su secretaria de Gobernación recibiera a los comisionados del INAI. Todo un gesto, si se le ve de forma aislada y si se recuerda que en el anterior sexenio no fue el tenor. Actitud aperturista que, sin embargo, no duró ni 24 horas.
En Bucareli, Rosa Icela Rodríguez hizo honor a su fama de dialogante. Las y los comisionados salieron optimistas de la reunión donde se les aclaró que pase lo que pase ellos se tendrán que marchar. Y la puerta quedó abierta para que quienes gustan de ilusionarse se ilusionen.
Un día después en Palacio, empero, se presentaron los “otros datos”. En la mañanera, Raquel Buenrostro, zarina anticorrupción claudista, confirmó que habrá nueva ley de transparencia. En breve: el instituto de transparencia como se diseñó tras el 2000 va rumbo a la tumba.
Si el mismo camino siguen otros órganos autónomos que se pretende desaparecer, ¿quién puede extrañar al expresidente?
No por menos vistoso, el otro ejemplo desmerece: es una bomba de relojería en la panza del sistema político mexicano. Se trata de la reforma emprendida por el Senado para anular la colegialidad a la hora de hacer nombramientos importantes en el INE.
El Instituto Nacional Electoral había padecido hasta ahora una colonización más o menos silenciosa. A contrario sensu de lo que ocurre con el Poder Judicial, que se refundará desde la raíz, en el INE el régimen fue cooptando voluntades sin apartarse mucho de la ley.
Nadie minimiza el acoso rutinario del sexenio anterior contra varios de los integrantes del INE; ni distintas presiones, ya sea para que fueran laxos con Morena, ya sea para alimentar la idea de que ese partido era víctima de un árbitro que servía a la oposición pasado.
Como sea, no fue sino hasta el más reciente cambio de cuatro consejeras y consejeros, en abril de 2023, cuando los guindas lograron imponer presidenta y tener más votos en resoluciones trascendentes, lo mismo en comisiones que en el pleno.
A pesar de ello, por diseño, el INE resistía tan obvio manoseo del Gobierno mediante sus consejeros afines. Por eso, en las recientes reformas para elegir jueces, el Senado aprovechó para cambiar la forma de gobierno del instituto, dando a su presidenta mayor poder.
Expresidentes del INE como José Woldenberg y Lorenzo Córdova publicaron sendos artículos exponiendo, y lamentando, la maniobra de Morena, que destripa la armazón colegiada con que tras sucesivas y arduas reformas se edificó al árbitro y organizador de las elecciones.
Ahora, quien presida ese organismo no está obligado a negociar para nombrar a buena parte de los más importantes funcionarios del instituto. Amén del riesgo de que se imponga a gente sin capacidad o sin vocación de autonomía, la reforma es animada por algo funesto.
Lo que hizo el Senado de mayoría morenista fue cancelar el espíritu democrático que desde las elecciones de 1988 motivó cada reforma política, y en particular las electorales. Desde ese año, por el trauma de la caída del sistema, el gobierno se tuvo que abrir a la oposición.
El de esas negociaciones no siempre fue un camino terso o virtuoso. Pero hasta ahora, en cada reforma el sistema se asumía con la obligación de que los demás estuvieran representados: que no solo fueran escuchados, y menos aún que solo se les permitiera hablar.
Pasamos del PRI-Gobierno reacio a ceder a uno al que se le arrebataban compromisos; y de este a gobiernos de la alternancia que, por más que lo hubieran deseado ocultamente, nunca habrían intentado reinstalar el modelo que marginaba a los otros. Hasta ahora.
La forma de gobierno del INE era quizá el modelo más acabado de esa vocación negociadora. ¿Estructura robusta y caros procedimientos nacidos de la desconfianza por una era de fraudes y abusos? Sin duda.
Pero al final de cuentas, una mesa electoral donde todos los partidos estaban representados, pero las decisiones eran de funcionarios surgidos de distintos orígenes que por ley eran obligados a negociar.
Si la reforma judicial cimbra los equilibrios del sistema político, y supone el riesgo de que un partido capture los tres poderes, los cambios del INE son un paso para marginar la pluralidad, reduciendo a la oposición a una función cuando mucho testimonial.
Por más que digan que se trata de hacer más funcional a la presidencia del INE, la realidad es que el régimen hizo tales reformas en un intento por reinstalar ventajas para el partido en el gobierno que no se ven en México desde los tempranos años noventa.
El método colegiado protegía al INE. Los intentos de captura que datan de tiempo atrás, eso también hay que decirlo, chocaban con la renovación escalonada del consejo y la obligación de sus integrantes de lograr acuerdos, solo firmes si eran aprobados por amplia mayoría.
Y al quedar protegido el árbitro se salvaguardaba la cancha en donde se disputan las elecciones. Eso es lo que hoy está en riesgo, ni más ni menos. Si Morena tiene éxito, el fin de la fachada plural de la política mexicana se traducirá en una nueva concentración de poder.
No solo por lo obvio (estarán en posición de ganar la mayor parte de las posiciones), sino porque luego pocos resistirán quedarse fuera de la “nueva familia”.
Quizá la visita del comisionado presidente del INAI, Adrián Alcalá, a Ricardo Monreal, solo y sin avisar previamente a sus compañeras y compañeros que sí estuvieron con él en la cita de Bucareli, sea un síntoma de próximos reacomodos al grito de “sálvese quien pueda”.
Las defecciones en la Cámara de Senadores en el primer mes de trabajos de la legislatura fueron por supuesto el antecedente inicial de algo que podría, a final de cuentas, dar a Morena mucho más poder del que ya de por sí obtuvo en las urnas.
Sin la carga de la ardua tarea de buscar una repartición colegiada de tareas y posiciones, esa fuerza se asumiría desde la verticalidad que hemos visto en las mañaneras desde el 1 de octubre. Mas supone un reto en cuanto a administrar tamaña concentración.
Sheinbaum podría verse pronto en la circunstancia de acumular más poder que su propio antecesor. ¿Está lista la presidenta para administrar ese volumen de fuerza? ¿Su partido tiene las condiciones de institucionalidad para lidiar con tanto sin despedazarse?
Por diferentes crisis, el sistema anterior aprendió que la oposición real —no el PPS ni el PARM— le era funcional, no solo para dar la imagen de régimen con aspiraciones democráticas, sino para administrar los problemas y contener las ambiciones de los suyos.
El fin de la era de los consensos regresa a México a un tiempo en donde la sociedad sabe que, sin tapujos, los del sistema solo verán por sí mismos. Ese modelo dará a la presidenta todo el poder, pero también muchos, y nada menores, dolores de cabeza.
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