De libros y paraguas
Esta columna pretende sugerir opciones que garantizan lo que debe ofrecer la buena literatura: historias bien contadas, prosa de calidad, temas que no nos dejarán indiferentes
Contemplar en retrospectiva las lecturas que uno ha realizado a lo largo del año es una manera de revisitar esos mundos paralelos a los que acudimos para no quedarnos indefensos frente a una realidad incompleta, a veces anodina, a veces feroz. Al revisar los títulos me doy cuenta de que en los últimos años y sin proponérmelo han dominado los autores franceses. Luego me percato que en el pasado el énfasis ha estado en otro lado. Ciclos involuntarios que las circunstancias o algún otro designio nos llevan a atravesar: como muchos otros, la época del boom latinoamericano para luego aterrizar en los rusos clásicos; he pasado por la etapa “norteamericana” (Paul Auster, Raymond Carver y Philip Roth son los que mejor sabor dejaron); la de los ingleses (Ian McEwan, Julian Barnes y Martin Amis los más populares por razones bien ganadas); y más recientemente los franceses (Michel Houellebecq, Emmanuel Carrere y Pierre Lemaitre). Desde luego, siempre hay incursiones de ida y vuelta para leer a algunos japoneses (la mirada de Murakami es un remanso), algún italiano y lo destacable de la literatura en español.
Por supuesto hay muchos otros autores, menos conocidos, a los que recurrimos los que nos dedicamos a escribir novelas, pero si usted es un lector ocasional que no ha abandonado el gusto por un libro sabroso, esta columna simplemente pretende sugerir opciones que garantizan lo que debe ofrecer la buena literatura: historias bien contadas, prosa de calidad, temas que no nos dejarán indiferentes. Cualquiera de los autores arriba mencionados cubre con creces tal propósito.
2021 trajo algunos títulos que bien podrían engrosar esa lista. “Descubrí” a Delphine de Vigan, una francesa de escasa obra, pero muy galardonada por razones justificadas. Las Gratitudes (Anagrama) es una novela sobre la vejez y las pérdidas, dos temas que podrían deprimir a cualquiera y, no obstante, la autora se las arregla para escribir líneas bellísimas que permiten dignificar y ver con otros ojos tan duro tránsito. Más entrañable aún una novela anterior No y yo (también de Anagrama), historia de dos adolescentes; una de ellas homeless, la otra hija única. Ambas sabias a su manera, pero incapaces de procesar el mundo en el que viven. “Mi padre le soltó un auténtico discurso sobre la confianza, la responsabilidad, el futuro y todo, parecía el jefe de un partido político, pero sin micrófono”; “La señora Constanze lucía un moño cuya altura era sin duda fruto de magia pura”; “Me gustaría ser veinticinco centímetros más alta y saber enfadarme”; “Antes de conocer a No, creía que la violencia estaba en los gritos, en los golpes, la guerra y la sangre. Ahora sé que la violencia también está en el silencio, que a veces es invisible a simple vista… la violencia es aquello para lo que no hay explicación, eso que permanecerá oculto para siempre”.
Estos días de diciembre la emprendí con la última novela de Jonathan Frazen, autor de gruesos volúmenes que desmontan meticulosamente los andamios por los que transcurre la vida cotidiana de las familias estadounidenses aparentemente normales. Es decir, el film American Beauty convertido en buena literatura o el Balzac anglosajón, si se prefiere. Encrucijada, su texto más reciente es para mi gusto el mejor. Una historia contada a cuatro manos: el padre, la madre y la hija e hijo adolescentes. Resulta portentosa la habilidad del autor para meternos en la piel de cada uno de ellos, muchas veces en versión opuesta a la que habíamos “comprado” un capítulo atrás. 735 páginas que en conjunto constituyen un mapa escrupuloso e implacable de los abismos que caben en las pequeñas fracturas de la “normalidad”; un curso intensivo en psicología escrito en deleitante prosa.
Este año también aproveché el distanciamiento social para ponerme al día con algunas de las obras de otro Roth, Joseph, que en su momento había dejado atrás. El novelista y periodista austriaco (1984-1939) dejó obras de ficción memorables (Fuga sin fin y La leyenda del santo bebedor mis preferidas), pero también algunas de las mejores crónicas de viaje que se hayan escrito. Aquí una muestra extraída del volumen Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras (Acantilado): “Anteayer por la noche llovió. El asfalto de la Kurfurstendamm estaba resbaladizo y una mujer cruzó corriendo la calle con el paraguas abierto, se tropezó, pasó un coche y la atropelló. Su paraguas quedó abandonado en el pavimento; la gente corrió hacia el lugar del accidente para socorrerla. Que no le había pasado nada solo se supo una vez pudieron llevarla al café. Pero, antes de saberlo, mientras aún yacía en el suelo, ensangrentada en la imaginación de todos los transeúntes que habían presenciado el accidente, y quizá amputada, un hombre tuvo presencia de ánimo suficiente para recoger el paraguas de la mujer accidentada y robárselo. Nunca había creído que la bondad de la gente pudiera superar su egoísmo. Pero el incidente del paraguas me convenció de que la bajeza es más grande aún que la curiosidad, y de que no es difícil quitar a un moribundo la almohada y vender las plumas en la primera esquina. En cualquier caso la mujer, que había salido ilesa, lloró la pérdida del paraguas sin alegrarse de haber tenido la suerte de conservar los miembros. Como puede verse, hay dos tipos de personas: malvadas o estúpidas”.
Podrán decirme que hago mal no mencionando alguna obra escrita en castellano. Me parece que me vacuno con creces frente a este reclamo recomendando de nuevo a Fernanda Melchor, autora de Temporada de Huracanes y, más recientemente, de Páradais, de la cual ya había hecho una reseña en estas páginas. Para mi gusto lo mejor de las letras mexicanas en los últimos años. Con el deseo de que el arribo del 2022 les tome con un buen libro en la mano. Lo necesitaremos.
@jorgezepedap
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