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Columna
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La pandemia no está domada

La distancia entre “lo que deberían ser las cosas” y “lo que son las cosas”, como siempre, sigue siendo inmensa. Sobre todo, si nos enfocamos en el plural o si lo hacemos en el singular

Emiliano Monge
Personal sanitario lleva el cuerpo de una persona fallecida por covid-19 este viernes en Ciudad Juárez.
Personal sanitario lleva el cuerpo de una persona fallecida por covid-19 este viernes en Ciudad Juárez.LUIS TORRES (EFE)

En su extraordinario ensayo La carrera por el segundo lugar, el autor norteamericano William Gaddis radiografía el fracaso moral de su país.

La máquina que utiliza para llevar a cabo dicha radiografía —los Rayos X, pues, con los que capta las esencias de la nación, el sistema, la clase política y la sociedad en la que le tocó vivir— no es otra que una lucidez apabullante y una mirada particularmente atenta a la famosa “cultura del éxito” estadounidense.

Dicha cultura, asevera Gaddis —con esa maestría en el uso del lenguaje que hace de Jota erre y Los reconocimientos dos de las cumbres de la literatura en inglés, sin las cuales, además, no se podría explicar a Thomas Pynchon o a Don DeLillo—, es resultado de la más perversa copulación entre el protestantismo y el capitalismo, cuyo bastardo es esa nociva idea de que los pobres son pobres porque lo merecen, mientras que los dominantes lo son porque son los más virtuosos.

Se ha escrito mucho, sin duda, sobre este ensayo que Gaddis publicara originalmente en Harpers Magazine, pues The Wall Street Journal, publicación para la que había sido escrito originalmente, se negó terminantemente a publicarlo. Casi siempre, sin embargo, la crítica se ha limitado a los temas que he mencionado antes, además de subrayar la manera en la que el autor de Su pasatiempo favorito, Gótico carpintero y Ágape se paga entreteje la historia del siglo XX norteamericano con la historia de su literatura, pues los escritores —así como sus personajes— son, para Gaddis, ejemplo de eso que los Estados Unidos designa como “los perdedores”.

“Sin una historia larga ni un sistema de clases, con la idea de que disponemos de una libertad absoluta para hacer lo que queramos y ser lo que deseemos, enfrentamos el problema de qué es lo que vale la pena hacer de verdad. Y en el campo de la ficción, este desafío adopta la forma de ‘lo que deberían ser las cosas’ en oposición a ‘lo que son las cosas’. Estamos ocupados desenredando lo que asumimos como una historia sin pasado, una derivación de la ética protestante según la cual una obra que aspire a ser honesta debe producir buenos ingresos; los ingresos se convierten en el objetivo; y el objetivo produce ingresos. Esto ha producido la filosofía pragmática estadounidense, en la que el propio interás se convierte en el objetivo desde el punto de vista, con demasiada frecuencia, de ‘lo que son las cosas’ y no del de ‘lo que deberían ser’”.

Menos se ha discutido, sin embargo, un asunto que, me parece, Gaddis deja entrever cuando sobrevuela el periodo histórico que va de la guerra de Vietnam y sus mentiras hasta el triunfo de la literatura de autoayuda —”esa aplicación vulgarizada del peor pragmatismo”—, pasando por las neoreligiosidades, neodarwinismos y neoalienaciones que acabarían conformando el ser del norteamericano hacia las últimas décadas del Siglo XX. Me refiero al tema de cómo, mientras se pluraliza la derrota, se singulariza la victoria. O, lo que es lo mismo, cómo se asfixian, se ocultan y se diluyen las derrotas singulares —las de cada uno de los individuos de una sociedad— bajo el pesado manto de la victoria en plural—la de la nación, la del sistema, la de la sociedad en sí misma—. Los ejemplos de Gaddis son muchos y van más allá del recuento de los hombres que, aún habiendo condenado a cientos de ciudadanos, acabarían siendo reciclados por el sistema con altos puestos en la empresa privada o en organismos internacionales.

“Cualquier nación que decida que la manera de alcanzar la paz es a través de métodos pacíficos, pronto será parte de otra nación”, declaró Richard Nixon para justificar la guerra de Vietnam, para hacer pasar, pues, como una necesidad natural —en plural— de los Estados Unidos, lo que era una tragedia no natural —en singular— de cada uno de los combatientes y sus familiares. “Los imperios se mantienen sólo cuando consiguen convertir la represión en consenso”, declaró Henry Kissinger, para justificar tanto las guerras foráneas como la represión a las movilizaciones por los derechos civiles en Estados Unidos, haciendo pasar, pues, como una necesidad natural —en plural— lo que era una tragedia no natural —en singular— de los oprimidos del tercer mundo y de los oprimidos de su propio país. La frase de Kissinger es particularmente clara: se trata de hacer sentir, a cualquiera que no entregue su vida a la supuesta necesidad natural de ese rotundo plural con el que hablan los políticos, en un perdedor. En otras palabras, se trata de extender el culto del fracaso, entre quienes podrían reclamar sus derechos en singular.

Veamos algunas declaraciones que, en nuestro país, habrían buscado esto mismo: “Estoy orgulloso del año 1968, porque me permitió salvar al país”, declaró Gustavo Díaz Ordaz, en un intento por justificar la represión contra los estudiantes y hacer pasar como una necesidad natural —en plural— de la nación mexicana, lo que era una tragedia no natural —en singular— de cada uno de los estudiantes y sus familiares. “La pobreza en México es un mito”, declaró Pedro Aspe, secretario de Hacienda durante el Gobierno de Carlos Salinas, en un intento no sólo por invisibilizar la tragedia no natural —en singular— de los pauperizados, sino buscando emborronar las fronteras que separan las ideas de pobreza de las de fracaso y las de derrota. “La pandemia está domada”, declaró el presidente Andrés Manuel López Obrador, en un intento por convertir en triunfo de todos —en plural— lo que ha sido y sigue siendo, ahora incluso más que antes, una tragedia —en singular— para todos los enfermos de covid y sus familiares.

Para hacer frente al culto del fracaso, a la idea de que, quien no está en la cima del sistema en el que vivimos, es un perdedor; pero también para impedir que las derrotas singulares de los hombres y mujeres comunes queden sepultadas bajo los triunfos plurales que los políticos suelen y gustan cantar a los cuatro vientos, Gaddis propone a la literatura como medio de lucha. Citando a Joan Diddion, entonces, asevera y defiende: “La importancia de las ficciones, por muy sórdidas que sean, para enfrentarse a la nada definitiva”, que no es otra cosa que el silencio al que se condenan las vidas singulares. Y defiende también, el autor norteamericano, la importancia de “ver a la cara al hombre corriente, con su historia corriente pero particular”. En este sentido, la literatura debe cantar a los cuatro vientos esas vidas singulares.

En lugar de poner atención a los números y la grandilocuencia de quienes buscan, en todo momento, ganar, la literatura debe saber reconocer y contar lo que les sucede a quienes les ha sido robada la posibilidad de competir, porque el primer lugar está dado de antemano. Pensemos en la pandemia, volvámosla singular: Yolanda (su familia ha preferido que no se publiquen sus apellidos) nació en Ecatepec, hace cuarenta y cinco años. Su infancia fue complicada, en gran medida por el alcoholismo de su padre, que la violentaba a ella, a su hermana y a su madre. Cuando tenía nueve años, el padre echó de la casa a su mujer y a sus hijas. Ahí, en la calle, vivieron cerca de cuatro meses.

Gracias a uno de sus tíos, Yolanda, su hermana y su madre volvieron a tener un techo. La madre, sin embargo, murió poco tiempo después, atropellada. Las hermanas se quedaron a vivir con el tío, quien empezó a abusar de ellas. Al cumplir los 12 años, Yolanda debió dejar la escuela, por un embarazo no deseado, producto de una relación no deseada. Poco antes del cuarto mes, Yolanda sufrió un aborto natural. La escuela ya no era opción, así que empezó a trabajar. Su hermana y ella se fueron a vivir juntas.

La hermana se volvió enfermera y convenció a Yolanda de retomar los estudios. Yolanda no lo consiguió, pero decidió hacer todos los cursos que pudo para volverse masajista. Ella, a quien la vida había golpeado desde el primer día, eligió dedicarse a curar, con sus manos, los golpes de los demás, las magulladuras de los cuerpos de los otros.

Hace seis meses, su padre, el que las violentaba y echó de casa, reapareció. Necesitaba de sus hijas: el alcoholismo y la indigencia lo habían acabado. Tras discutirlo mucho, Yolanda y su hermana decidieron ocuparse de él y lo llevaron a vivir con ellas.

Poco después, al padre le dio covid y contagió a sus dos hijas. Él y la hermana se recuperaron. Yolanda, en cambio, se puso grave una semana más tarde.

Tras ser rechazada en dos hospitales, fue internada en La Raza, donde falleció dos días después, porque no había tanques de oxígeno suficientes.

La enfermedad de Yolanda, como la de tantos otros, no fue domada.

La distancia entre “lo que deberían ser las cosas” y “lo que son las cosas”, como siempre, sigue siendo inmensa.

Sobre todo, si nos enfocamos en el plural o si lo hacemos en el singular.

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