Futuros del agua
Vicente Leñero no imaginó cuando publicó ‘La gota de agua’ hace dos décadas que nuestra terca y obstinada idea de desarrollo haría que todo fuera a estar peor después
A principios de la década de 1980, una mañana no muy distinta de las demás, Vicente Leñero se levantó preparado para empezar su jornada. Al entrar en el cuarto de baño, colocarse debajo de la regadera y abrir las llaves, sin embargo, la boca de metal que debía empaparlo guardó silencio. Ni una sola gota cayó sobre su cuerpo.
Enfurecido, el escritor, dramaturgo y periodista se dirigió hacia su techo —me lo contó hace casi tres lustros, mientras trabajábamos en la edición de Periodismo de emergencia, cuya primera edición fue publicada por Debate—. Ahí, Leñero descubrió que su tinaco estaba seco, como piedra en el desierto.
Aquella situación, que en las vísceras de la enorme mayoría de los mexicanos no detonaría más que una rabia momentánea, seguida de esa resignación sumisa con la que hacemos frente a aquello que nos resulta oprobioso y rematada por la dejadez propia de la costumbre, la indiferencia y la falta absoluta de solidaridad, para Leñero sería el detonante de la que, me parece, es una de sus mejores obras: La gota de agua.
Como todos los libros importantes, La gota de agua se trata de algo mucho más profundo que aquello que deja ver su superficie: la mala suerte y las incomodidades del clasemediero que no logra bañarse —Leñero no fue un hombre impotente ante su propia frustración ni fue un ser humano avocado a la resignación divina o al conformismo secular que promueve la irracionalidad del sistema en el que vivimos, como tampoco fue una persona a quien la indolencia o la falta de empatía pudieran enlistar entre sus huestes—. La gota de agua —que algún día será reconocida como una de las mejores obras de su época por su tensión narrativa, su humor y su genialidad al desmenuzar el absurdo nacional que se vuelve herida supurante— sirvió a Leñero, en realidad, para metaforizar la necesidad, la escasez, la fragilidad y la contingencia a las que se enfrentaban aquellos mexicanos que no vivían entre tuberías, que quedaban excluidos de todos y de cada uno de los significados que podrían darse a la palabra potable, a pesar de ser ellos quienes vivían sobre los mantos, junto a los ríos o cerca de los lagos.
Escribí estas últimas líneas en pasado, no porque la situación haya cambiado sino porque así fue como escuché a Leñero hablar del asunto, veinte años después de que La gota de agua fuera publicada quién diría que el progreso, que nuestra terca y obstinada idea de desarrollo haría que todo fuera a estar peor después—.
Mientras caminábamos por la calle de Arquímides —bien podría haberse llamado Tales de Mileto—, durante el segundo lustro de la primera década de los dos miles, Leñero culparía, además, al salinismo de acabar con el futuro del agua, reconvirtiéndola en combustible, tras el Tratado de Libre Comercio para América del Norte —nuestra ley de aguas data, precisamente, de 1992—. Combustible para la industria —por entonces, los datos de consumo y de uso del vital líquido, tanto en los hogares como en las grandes fábricas y maquiladoras, comienzan el camino que terminaría por invertirlos—. Combustible, también, para los grandes productores del campo —con las políticas del despojo neoliberal, también habrían de invertirse, de manera incluso más dramática, las cifras de consumo y uso de los pequeños productores y de los gigantes de la agroindustria—. Y combustible para la minería, las embotelladoras y la hotelería —pocas actividades tan destructivas estarían en condiciones de aumentar su consumo, hacia la segunda década de los dos miles: por cada kilo de oro, por ejemplo, se destruirían 300 mil litros de agua—.
Escribo estas últimas líneas en una extraña suerte de futuro condicional, no porque la situación, es decir, la situación de nuestro presente, no sea aquella, sino porque entonces —mientras Leñero caminaba a mi lado, hablaba de Tales de Mileto, para quien el agua era el principio de todas las cosas, el primer elemento del Universo, y bromeaba con rebautizar en honor suyo la calle Arquímides—, sino porque entonces, decía, ninguno de los dos podía adivinarlo ni podía advertir tampoco que el siguiente paso, que lo que habría de suceder, que lo que está sucediendo ahora, sería que se convertiría al agua, ese combustible, en patrimonio de unos cuantos.
De líquido vital para los hombres y mujeres a líquido vital para la industria y el capital, de combustible a propiedad privada: esto fue lo que Leñero no adivinó aquella vez que empezamos hablando de La gota de agua pero que bien podría haber terminado con él, si lo hubiera adivinado, hablando de estas otras situaciones, de estos otros escenarios cruelmente reales que habrían hecho enfurecer al escritor, dramaturgo y periodista, dando lugar a nuevas crónicas, obras o novelas. Una crónica, por ejemplo, que hablara de unos campesinos que defienden el río que atraviesa su comunidad.
No, este tema, más bien, habría inspirado una obra de teatro en la que unos campesinos ponen su sed, sus cosechas aniquiladas por las sequías y sus muertos, al tiempo que el gobierno municipal pone sus acusaciones al gobierno estatal y al federal, el estatal las suyas contra el municipal y el federal y el federal acusa al estatal y al municipal, mientras los tres niveles de gobierno, obviamente, son acusados por la prensa de abuso de autoridad, contubernio con el crimen organizado, violencia y secesión.
La crónica, pensándolo bien, trataría de uno de los asesores principales del gobierno federal, quien, a pesar de ser funcionario de una administración que se presume de izquierda, es el último de esos hombres de negocios que convirtieron al agua en bien privado, en la materia prima con la que aseguran la continuidad del despojo y la desigualdad: El señor Romo en su cenote, podría llamarse dicha crónica.
Los defensores, por su parte, podría llamarse la novela que estos tiempos le habrían inspirado a Leñero: una obra que, ciñéndose a lo mejor de lo mejor de la novela policiaca, describiría el entorno de persecuciones, criminalización y matanzas de aquellos hombres y mujeres que defienden y dan la vida por los mantos, los ríos y los lagos. Por supuesto, tanto Los defensores como El señor Romo en su cenote y La presa —así podría llamarse la obra de teatro, que no dije aún que se desarrollaría en Chihuahua—, podrían tener un mismo detonante. Uno de esos detonantes que sólo los grandes escritores son capaces de convertir en literatura absoluta: una minúscula boca de fierro que no escupe ni una gota de agua. Al final, como Leñero decía, “la realidad te hace escribir aquello que no pudiste”.
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