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Estar sin Estar
Columna
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Camino Amarillo

Peter Hamill vivió en el carril de alta velocidad del periodismo transformador, de la tinta quemante que rompió con la monotonía del tabloide insípido

JORGE F. HERNÁNDEZ

De niño, Pete Hamill grabó para siempre el milagroso momento en que miró Manhattan por primera vez. Iba de la mano de su madre, con su hermanito Tommy, y se quedó petrificado… atónito y sin habla hasta que su mamá le recordó que él ya sabía lo que veía. “Esto ya lo habías visto antes”, dijo la irlandesa que lo sabía todo y el niño Pete recordó las inmensas torres de esmeralda, la ternura de un león que cantaba, una niña de zapatillas rojas y el camino amarillo que se alarga sobre el inmenso vacío que cubre el puente de Brooklyn.

Hijo de inmigrantes irlandeses, Pete Hamill sería el mayor de siete hermanos (todos magos: uno de ellos, fotógrafo en el equipo de Woody Allen y otro, escritor como Pete). Pete crecería honrando la noción innata de que nadie es de donde nace sino de donde hace lo que hace y escribiría Nosotros somos Ellos como bandera blanca ante el reciente resurgimiento del supremacismo siniestro, tan suástica como los nazis que él soñaba con abatir en su infancia… cuando apagaban las luces de Manhattan para evitar bombardeos. Sería un entrañable hijo de su madre ejemplar y, al mismo tiempo, tendría que lidiar en pesadillas de madrugada eterna la negra sombra del alcoholismo de su padre y de su propia lucha contra esa enfermedad que registró en párrafos invaluables como Una vida bebiendo.

Fue niño de baseball en la calle, cine en series de matiné y muchísimos cómics que lo llevaban a volar por las selvas del Amazonas y conquistar islas en el Pacífico lejano. Poco después, abandonó sus estudios sin asistir a la universidad y se forjaría en las calles de Nueva York. Por un afortunado azar, Pete Hamill entró a un periódico quizá sin saber que transformaría su vida entera como corrector, asistente de linotipista, reportero, cronista, articulista, columnista e incluso, cuentista y novelista ejemplar en cada uno de esos géneros porque aprendió a mirar la realidad en la propia escena del crimen, en la barda más lejana de los estadios y en las guerras de Vietnam o Nicaragua.

Desde su primera visita como estudiante en la era del rock and roll naciente, Hamill se enamoró de México y dedicaría la mitad de casi todos sus años de vida a nutrir y aprender de esta tierra: de Diego Rivera al asesinato de Colosio, de los párrafos mágicos de Gabriel García Márquez al misterio de las soldaderas en los trenes de la Revolución y lo hizo con una combinación de afecto y lucidez que se vertía en su trato con los demás, en su afán por contagiar literatura constante y en la maravillosa velocidad con la que ponía en palabras las noticias de lo visto.

Ha muerto Pete Hamill el íntimo amigo de Bobby Kennedy, cuyo asesino él mismo tacleó sin poder anular las balas que ya habían matado al tiempo, a la década que Pete entrevistó en voz del Dr. Martin Luther King en medio de un rayo de sol quemante y en los murmullos que le sacó del alma al inmenso Mohamed Alí o un guiño ya inmortal al mismísimo John Lennon la misma noche del Dakota. Hamill vivió en el carril de alta velocidad del periodismo transformador, de la tinta quemante que rompió con la monotonía del tabloide insípido y que se convirtió en el termómetro insoslayable de la cotidianidad, midiendo la temperatura de las grandes urbes, sobre todo Nueva York en esas décadas en que todo el mundo leía a Jimmy Breslin por las mañanas y volvía por las tardes en los mismos vagones del Metro, leyendo a Hamill en sabanas santas de prosa pura cargadas del arte del hecho, tan cercanas a la novela diaria, tan cuento de todos los días, verídicas naos de historias que de alguna u otra manera nos ayudan a vivir.

Abrazo desde aquí a Fukiko su esposa japonesa y a cada uno de sus miles de lectores, a todos sus libros y miles de artículos, sus apariciones en cine y entrevistas y todo lo que narraba de sobremesa. Atesoro la imagen de una lluviosa madrugada en Manhattan que se cristalizaba en la ventana cada vez que Hamill narraba el momento en que lo alcanzaba en la barra de un bar oscurecido, La Voz. Con el sombrero de lado, la corbata desanudada, como quien viene de un escritorio, Frank Sinatra lo invitó a navegar en vaso bajo con pocos hielos hasta que amaneciera tan solo para festejar que venía de haber grabado Fly Me To the Moon. Esa noche le pidió que fuera su biógrafo, pero Pete se negó sin tener que dar muchas explicaciones y no intentó retratar a su monumental amigo hasta el día en que vio por la televisión que Frank acababa de morir y que el mundo seguía su marcha como si nada. Estaba en la sala de espera de un aeropuerto y sacó entonces su libreta y empezó a cuajar un credo que se titula Por qué importa Sinatra.

Lo conocí gracias a un arcángel llamado Juan García de Oteyza, hombre de hojalata de inmenso corazón y el editor Diego García Elío, mago de libros que me invitó a traducir el tratado sobre Sinatra, intentar un prólogo y conocer a Pete Hamill en Cuernavaca sin imaginar que se convertiría en Maestro con mayúscula, Amigo en letras de neón y en entrañable ejemplo tan especial que ahora me parece que lo miro alejarse por en medio del puente de Brooklyn, por un sendero luminoso y amarillo, pluma en ristre goteando tinta mágica y libreta infalible, aquí donde se vuelve a quedar callado ante el espectáculo indescriptible de un inmenso reino verde con millones de luces que confirman que Pete Hamill ha vuelto a Oz.

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