El Ecce Homo mexicano: una tatuadora ‘restaura’ la capilla barroca de Arroyo Zarco
Una mujer sin la formación adecuada ha intervenido las pinturas murales de una iglesia en Aculco
Amanda Quintana, artista visual y tatuadora, tal es su carta de presentación, ha manipulado con sus brochas y pinceles la capilla barroca de Arroyo Zarco, situada en el pueblo mágico de Aculco, en el Estado de México. Con tan mala fortuna que los expertos han puesto el grito en el cielo, donde suele quedarse el clamor, porque casos así o peores ocurren más a menudo de lo que fuera deseable para la mejor conservación del patrimonio cultural. En todas partes. La incalificable actuación de Quintana ha recordado de inmediato el caso de un pueblo español, Borja, que en 2012 dejó en manos de una lugareña la restauración de un Ecce Homo de una Iglesia local. Resultó un monstruo que dio la vuelta al mundo. Hasta una ópera cómica se interpretó en Denver (EE UU) inspirada en aquel esperpento. Pero no siempre es de risa lo que ocurre.
Los caminos virreinales dejaron en México una invaluable estela de cultura y patrimonio artístico. Es el caso del Real de Tierra Adentro, la ruta que comunicaba la antigua Tenochtitlán, ahora Ciudad de México, con la frontera norte, pasando por ciudades como Querétaro, Zacatecas, Durango, Chihuahua. Aculco, de 44.000 habitantes, está enclavado en esa ruta, declarada en 2010 Patrimonio Mundial por la Unesco. Hasta 60 destinos por los que circulaba gozan también de esa clasificación internacional. La capilla de Arroyo Zarco (o Arroyozarco) y otros edificios colindantes están a la espera de sumarse a esa lista. Todo depende de su conservación. Los pinceles de Quintana no ha hecho un gran favor para ello. Alertado el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), que vigila por el buen mantenimiento del patrimonio, ha suspendido de inmediato tamaño despropósito, que abarca unos dos metros cuadrados.
La capilla, en dos muros enfrentados, luce sendas cenefas en forma de concha que se descubrieron en una restauración de la cubierta en los noventa. “Estaban entonces quitando el color azul del artesonado de madera y dejándolo al natural y salieron estas cenefas bajo el techo, una especie de retablos fingidos o nichos pintados. Debe haber más, pero no se intervino el muro hacia abajo”, describe el historiador Javier Lara Bayón, que fue quien alertó del destrozo en redes sociales. “Han estado así 20 años, ahora no sabemos si podrán devolverse a su estado, dependerá de las pinturas que se hayan usado”, lamenta.
Amanda Quintana no es desconocida en Aculco. “Ella ha restaurado un mural en el Palacio Municipal, que no tienen gran valor. Yo no dije nada entonces. Hace apenas unos meses ha pintado también esas letras que señalan en México el nombre de cada pueblo, les ha puesto unos motivos alusivos a la ciudad, quedó feíto, pero tampoco dije nada. Pero cuando vi que ella misma mostraba en las redes sociales su trabajo en la capilla puse el grito en el cielo”, dice Lara Bayón. Y su reclamo surtió efecto, al menos para frenar el desaguisado. Quintana se ha volatilizado, ha cerrado sus cuentas sociales. La fama ha resultado excesiva.
Como se decía, el conjunto de edificios de la antigua Hacienda de Arroyo Zarco, que incluía la capilla, el mesón de diligencias y el llamado despacho, eran en el siglo XVIII, parada obligada en el trasiego de mercancías y ganado por la ruta interior mexicana. Por allí pasaba en mulas de carga el azogue que llegaba de Europa para tratar la plata, que también dio nombre a este camino. Los arrieros reposaban en la hacienda con las reatas de ganado en los largos trayectos hacia otros destinos. Los jesuitas gestionaron este lugar desde 1715 hasta 1767, cuando fueron expulsados. La casa en la que vivían está en ruinas ahora, consolidadas, pero ruinas. Todo lo cuenta Lara Bayón, gran conocedor del sitio, donde su familia mantiene arraigo hoy día. Y autor del libro Arroyozarco. Puerta de Tierra Adentro.
La capilla en cuestión, a la que el párroco franqueó el acceso a la restauradora, es una nave de fachada principal encalada, con una espadaña de dos campanas, remates en rojo y pórtico de piedra, muy coqueta bajo el sol. “Se ignora la fecha exacta de su construcción, pero un año después de la expulsión de los jesuitas, en 1768, se levantaron planos con motivo de su entrega a los administradores del Rey que corresponden a esas épocas. Su interior se identifica con ese tiempo. Los terrenos que conformaron la hacienda tuvieron entre sus dueños, en el siglo XVI, a Francisco de Velasco, hermano del virrey Luis de Velasco, y Juan Xaramillo, encomendero de Jilotepec, que se casó con Malintzin. Siempre tuvo uso eclesiástico, incluso cuando Benito Juárez nacionalizó las iglesias en el XIX”, sigue Lara Bayón. “No sé de quién ha partido la iniciativa de restaurarla ahora y de permitir que lo haga esta mujer”, afirma.
Un restaurador del INAH que prefiere permanecer en el anonimato asegura que estas cosas ocurren porque en ocasiones “se contrata a personal barato que a su vez subcontratan aún por menor precio a gente sin experiencia para no gastar el dinero que requiere un profesional”. “También ocurre que a veces ni los propios organanismos encargados de esto tienen claro quién es el especialista adecuado para la labor que hay que realizar”, afirma. Consultado el INAH sobre quién contrató esta restauración asegura que no fue el Instituto y que están a la espera de un informe. Las llamadas a Aculco, contestadas por el personal del Ayuntamiento, para recabar la versión tanto del responsable de Educación y Cultura como del particular del presidente, han sido infructuosas.
Pura historia mancillada en el siglo XXI. Aquellos jesuitas eran además los encargados de gestionar el Fondo Piadoso de las Californias, en manos de nobles, que trasladaban a esa zona del noroeste numerosas mercancías. Retablos barrocos enteros empacados en cajas se almacenaban en la Hacienda de Arroyo Zarco antes de partir para las misiones californianas. Ahora la capilla, el edificio mejor conservado del conjunto, luce un borrón en uno de sus murales y una intervención frenada en su gemelo del otro muro.
La legislación mexicana es muy laxa sobre quiénes han de restaurar el patrimonio, dice Saúl Alcántara Onofre, presidente en México de ICOMOS, la organización internacional de Monumentos y Sitios asociada a la Unesco, que se encarga de la metodología y tecnología para la conservación y protección del patrimonio cultural. La ley de Monumentos de 1972 “no determina la capacitación del experto que ha de encargarse de estas restauraciones. Hubo otras en 1932 y en 1961, esta última muy avanzada, pero que inquietó a los coleccionistas”, dice Acántara Onofre, también coordinador de posgrado en Diseño y Planificación de Jardines de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Pero la de 1972, “muy anticuada pero aún vigente”, y seguramente más al gusto de los coleccionistas, “es demasiado general”. “En Icomos defendemos que de las restauraciones solo deben hacerse cargo personas certificadas, expertos en cada materia. El INAH es quien debe vigilar esto, pero son muy pocos los supervisores para tanto patrimonio”, excusa Alcántara Onofre.
El organismo internacional de conservación dicta también que las intervenciones dejen su huella, el paso de la restauración, de fácil percepción para los especialistas, pero no para el común de los visitantes. “Lo de esta tatuadora es surrealista”, critica el presidente de Icomos. Pero no podrá negar que ha dejado su huella. Quizá para siempre.
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