Los cielos historiados de Michoacán, el tesoro artístico que guardan los indígenas purépecha
Decenas de capillas con espléndidos artesonados policromados permanecen ajenas al turismo masivo y esperan protección tras el incendio que ha devorado la iglesia de Nurio
Cinco días después, basta una brisa para que aún salga humo de las vigas calcinadas en la iglesia de Nurio. El fuego devoró por completo esta joya del siglo XVI, con un artesonado de madera ricamente ornamentado con escenas religiosas. Las llamas han iluminado uno de los muchos tesoros que guardaba la meseta de los indígenas purépecha, la tierra que cada año, por noviembre, guía con flores a sus muertos de vuelta a casa y los agasaja. El mundo entero supo de ellos en 2017 con la famosa película de animación titulada Coco. Pero muy pocos conocen la riqueza artística que se esconde en las pequeñas iglesias de esta comarca de Michoacán. De Nurio a Cocucho, de Cocucho a Zacán, de ahí a Angahuan, Aranza, Huiramanguaro y sigue la carretera, cada pueblo tiene un templo con artesones de madera policromados que dejó la evangelización franciscana en el siglo XVI, en buena comunión con los artistas locales.
Pátzcuaro, su bello epicentro, atrae al turismo masivo con sus coloridos festejos del Día de Muertos. Es la tierra del aguacate, mucho dinero que la mano del narco convierte en sangre en cientos de ocasiones. Adentrarse en la zona requiere precauciones, pero las autoridades michoacanas están decididas a guiar a los amantes del arte por esta ruta que han denominado Vasco de Quiroga, en honor al religioso más nombrado entre los que pasaron por aquellas tierras. El obispo fundó los pueblos-hospital, con sus iglesias y capillas, inspirado por la Utopía de Tomás Moro, donde cada comunidad se especializaba en un oficio: acá los sombreros, allá los que moldeaban el barro, los que labraban la madera, los agricultores y los músicos. Cinco siglos después, la vida no es muy distinta. Los purépecha han sabido guardar las esencias de antiguos quehaceres y ricas tradiciones que se mezclaron con los usos y costumbres de Castilla en un sincretismo que los historiadores descubren en las pinturas de los templos.
Las llamas de Nurio no solo han destruido el más especial de todos los templos de la zona, conocido como “la catedral Sixtina”, sino que han vuelto la mirada hacia el resto de las iglesias, todas ellas custodiadas por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) pero faltas de restauración, de mantenimiento y de protección. Los presupuestos no llegan para tanto, se quejan los responsables de Cultura del Estado. Mientras, los tesoros pictóricos plasmados en paredes y techos, los cielos de Michoacán, van perdiendo su color y sucumbiendo a la humedad.
Nadie ha explicado aún por qué ardió la iglesia de Nurio, pero ya el fuego había hecho presencia en tres ocasiones anteriores. La cubierta del edificio, de corteza de pino, que allí le llaman tejamanil, se convirtió en un infierno en apenas unos minutos. Los cohetes no son amigos de la madera reseca, pero cada entierro, cada festejo, se celebra en estas tierras lanzando fuego al cielo, hoy mismo e incluso en los meses más terribles de la pandemia. Pudo ser un cortocircuito y esa es una hipótesis bien probable, porque todas estas iglesias sufren constantes y desafortunadas intervenciones de los vecinos, que lo mismo adornan al santo patrón con estrambóticas luces de neón que colocan desvencijados enchufes en las paredes, los diablitos, o perforan con una argolla el ojo de un ángel pintado en la madera para colgar del techo cortinajes de Semana Santa. “La conservación del patrimonio es cosa de todos, del INAH, sí, pero también de los vecinos y desde luego de las autoridades eclesiásticas”, dice Marco Rodríguez, responsable del instituto en Michoacán.
“A veces no somos conscientes [del deterioro que se causa]”, reconoce Ramiro, que ha abierto la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción para que los periodistas puedan ver la maravilla que espera al mundo cuando acabe la restauración. Este templo, en Santa María de Huiramangaro, es un digno sustituto para enjugar las lágrimas de los que hoy lloran la tragedia de Nurio. En apenas siete meses, Joselia Cedeño y Gabriela Contreras, con ayuda de otros técnicos, se han empleado en limpiar la pintura blanca que durante décadas, no se sabe cuántas, ha cubierto la ornamentación policromada del retablo. Han hecho calas en el artesón y en altares laterales y todo promete otra capilla sixtina en el territorio purépecha. Donde había blanco ha salido dorado, azul, rojo, verde, obispos y ángeles, vírgenes e instrumentos musicales. El presupuesto proporcionado por la Secretaría de Cultura y el municipio se ha acabado por el momento. “Si contáramos con dinero y el trabajo fuera permanente, quizá en un año se podría desencalar y en otro año más restaurar las pinturas”, calcula Cedeño, al teléfono. Las cubiertas, en este caso, son de teja de barro, que protege del fuego, pero no de la lluvia, siempre hay que vigilar que no haya grietas por donde se filtre el agua. “El mantenimiento suele fallar en estas iglesias”, señala la restauradora. ¿Por qué lo cubrieron de cal en su día? Quién sabe. Quizá para protegerlo de la codicia y de las balas durante la guerra Cristera, un conflicto armado en los años veinte entre quienes buscaban hacer de México un país laico y quienes se resistían a ello. Esa es una hipótesis de Ramiro, pero caben otras muchas.
El coche frena a las puertas de la iglesia de Cocucho, lugar de alfareros, y un Santiago apóstol asombra al visitante cuando levanta la vista al coro. Santiago está por todas partes, en cada pueblo, a lomos de su caballo blanco y con la espada en alto que no deja títere con cabeza. Aquí se representa rodeado de arcabuceros. No hace falta estar de acuerdo con el santo matamoros para apreciar la belleza de la pintura.
De camino a Zacán hay que atravesar un par de pueblos. Dos furgonetas cruzadas en la ruta impiden seguir el trayecto. “Es que están velando a dos niñitos que han muerto”, informa una vecina. El que quiera pasar tendrá que dar la vuelta por otra manzana. Furgonetas protegiendo un velorio no anuncian nada bueno en tierra de intercambio de balas. Momentos así son una pedrada contra la magia de estos pueblos.
En Zacán, el desasosiego no acaba de desvanecerse. Los aguacateros van y vienen montados en sus todoterrenos de batea al descubierto. Miran al forastero con curiosidad, algunos se acercan a investigar su procedencia y su misión. Hay que ir con prudencia entre el oro verde que se exporta por millones de toneladas a Estados Unidos. Cuando por fin abren la capilla, la espiritualidad se adueña de nuevo del visitante. Un hermoso artesón de vivos colores deja con la boca abierta a una familia de la zona que esperaba que alguien les franqueara el paso hasta el tesoro. Hoy han tenido suerte, pero el acceso a estos monumentos no está regulado, es errático y a voluntad de las autoridades locales. Las pinturas del cielo de la capilla de Huatápera ensalzan virtudes de la Virgen, en varias de cuyas imágenes se representa con una faja roja, símbolo del embarazo entre los indígenas. He aquí, de nuevo, el mestizaje de interpretaciones. Letanías dibujadas, como esta, guiaban los rezos de una comunidad recién aterrizada en el cristianismo.
Las figuras de Zacán están inspiradas en los devocionarios que los párrocos traían consigo de España, pero el artesón está enriquecido con aportaciones locales. Hay pequeños demonios con alas de murciélago y caras y colas de dragón. Todo un cuento ilustrado para aleccionar sobre las bondades del cristianismo a quienes ni el lenguaje de los curas conocían, y para que temieran los castigos del que osara apartarse de la nueva fe impuesta. Esta capilla no se abre normalmente, ni se dedica al culto, a simple vista parece en buen estado, con el tejado reparado, pero reinan las telarañas. Adyacentes, dependencias de este antiguo hospital entre aquellos que fundara el Tata Vasco, primer obispo de Michoacán, aguardan convertirse en un museo etnográfico.
Entre los indígenas persiste el fervor católico llegado de ultramar. Las mujeres, con la vestimenta tradicional de naguas y rebozos adornados a punto de cruz, bordan, guisan y rezan. Es Cuaresma y los altavoces invaden todo Angahuan de punta a punta desde la emisora de radio ubicada en las dependencias de la iglesia. Cantan en su idioma original y procesionan un Cristo de falda morada. Cae la noche, pero los rezos no cesan, atronadores, por la megafonía. El cielo de la noche y el de la madrugada estará atravesado de cohetes. Y los perros ladrarán. En el templo cuelga una Purísima Concepción firmada por el indígena Francisco Antonio, de mediados del siglo XVII. “La primera pintura fechada entre todas las que se conservan de Michoacán”, recuerda la doctora en Historia del Arte Nelly Sigaut, que conoce al dedillo la ruta artística de esta meseta y su enorme valor.
La madera es la protagonista de estos templos, y de las casas de los pueblos, con sus columnas labradas, algunas policromadas al gusto mexicano. En 1985, cuando el más salvaje de los terremotos contemporáneos sacudió México, las iglesias sufrieron su parte. Gloria Álvarez visitó varias de ellas entonces y ayudó en su reconstrucción. Doctora en Arquitectura, hoy está jubilada y le llueven reconocimientos y condecoraciones. En la capital del Estado, Morelia, dedica unos minutos para hablar de la iglesia de Santiago, en Nurio, a la que tanto tiempo dedicó en su día. Invaluable era el coro, dice, hoy perdido por completo, con sus ángeles músicos y cita al obispo misógino, Francisco Aguiar y Seijas, tan detestado por sor Juana Inés, que tenía allí su recuerdo. “Ya nada será igual, para empezar, porque aunque se quisiera hacer una réplica, las maderas no serán las mismas. Entonces eran árboles de 100 años, a los que se mataba porque se les despojaba de la corteza para hacer el tejamanil. Hoy serían pinos más jóvenes”, dice. Conoce como pocos esta zona y sus tesoros más ocultos.
Los expertos no salen del luto estos días por la pérdida de Nurio. Tampoco los vecinos del lugar. Acostumbrada a su lengua materna, el purépecha, Marta se esfuerza por hacerse entender en español mientras limpia y recoloca lo poco que han conseguido rescatar del incendio. Cree que las llamas también son cosa de Dios y, como tal, hay que recibirlas con resignación. Para ella el mensaje es inequívoco: la gente se para demasiado a mirar la belleza y se olvida de la fe. Dios ha mandado las llamas purificadoras, aunque culpa a las autoridades de no haberlo protegido a tiempo.
No será fácil que estos pueblos reciban un turismo masivo que traslade al mundo la riqueza que encierran los templos de los purépecha. Tanto mejor. Pero las autoridades michoacanas se esmeran en gestionar las visitas de una forma sustentable: “El turismo no es malo, solo si está mal gestionado”, dice la secretaria de Turismo de Michoacán, Claudia Chávez López. “La violencia”, asegura, “está concentrada en algunas partes del Estado. Pero esos templos pueden visitarse”, afirma. Se muestra del todo en desacuerdo con las informaciones que cada día trasladan la imagen de Michoacán como un Estado completo bajo las balas. Su intención es inequívoca y tenaz: el mundo entero tiene que disfrutar del arte único que guardan las iglesias de la meseta y de comarcas adyacentes. Un asalto a los cielos historiados de Michoacán que nazca del consenso con las comunidades indígenas y de proyectos que conserven estas riquezas otros tantos siglos más.
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