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Opinión
Columna
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La popularidad que estorba a AMLO

El candidato que movía la atención de los mexicanos hacia aquello que estaba mal, es el presidente que busca que los mexicanos no muevan su atención hacia aquello que está mal

Emiliano Monge
AMLO en un acto de campaña en Guanajuato
López Obrador, en un acto de campaña en Guanajuato.

Entre los millones de mexicanos que votamos por Andrés Manuel López Obrador, éramos mayoría quienes asumíamos que recibiría un país destrozado. No había forma de llamarse a engaño: hacia 2018, México no solo era un país en cuyo territorio sucedía una guerra, sino que había sido asolado por la corrupción, la desigualdad, la impunidad y la pobreza.

Un país, México, que el propio Andrés Manuel López Obrador —quien seguramente conoce su territorio mejor que nadie, por haberlo recorrido una y otra vez— reconocía en total desmantelamiento: al tiempo que el Estado había renunciado al monopolio de la violencia en múltiples regiones, los gobiernos habían ido achicando su dimensión. Quizá por esto, porque el actual presidente tenía claro, durante su campaña, durante todas sus campañas, en realidad, lo anterior, es que nos resulta tan extraño, a muchos de aquellos mexicanos que en 2018 y en elecciones anteriores votamos por el entonces candidato, que ahora que finalmente gobierna haya elegido negar, por ejemplo, la guerra que sigue padeciendo nuestro país: “México está en paz”, dijo hace apenas unos días.

Pero no solo se trata de la guerra —con todo lo que implica escribir: no solo se trata de la guerra— que semana tras semana se sigue cobrando víctimas de todas las edades. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, por poner un segundo ejemplo, también cambió el discurso que enarboló durante cerca de veinte años, para molestia de muchos de sus votantes, con respecto a los asesinatos de periodistas, ambientalistas y defensores del territorio (“esos conservadores de izquierda”).

Hace apenas unas semanas, en el mismo escenario en el que declarara que nuestro país está en paz, es decir, en el escenario de su conferencia mañanera, que tanto bien le ha hecho a su popularidad y tanto mal a su Gobierno, pues parecería que dicho ejercicio no sirve para informar sobre sus políticas, sino para hacer política con la información, es decir, que en vez de ser un ejercicio que transparente cómo se gobierna, busca gobernar sólo con palabras, Andrés Manuel López Obrador aseveró, tras ser cuestionado por el asesinato de Armando Linares López: “a los periodistas ya no los mata el Gobierno”.

“Insisto, no hay en ninguno de estos asesinatos elementos para señalar como responsables a servidores públicos”, se apuró a añadir el presidente de México, erigiéndose, de golpe y porrazo, sin quererlo o queriéndolo desesperadamente, en primer ministerio público y primer juez de la nación, pues lo de primer mandatario parecería, demasiadas veces, resultarle poca cosa. Y el problema de esta última declaración, declaración que también desengañó a muchos de los que votamos por él una o varias veces, mientras reconocía los conflictos del país, es que además de erigirlo en algo que no es, siempre en nombre del rating y de la popularidad, lo hizo encoger su propia idea de gobierno.

El candidato que movía la atención de los mexicanos hacia aquello que estaba mal, es el presidente que busca que los mexicanos no muevan su atención hacia aquello que está mal: ahora resulta que no importa que se mate periodistas, importa que no los mata el Gobierno, como si gobernar fuera no hacer, en vez de hacer, aunque ese hacer sea impedir que algo suceda. Qué idea más neoliberal, por inconsciente que sea su magma, parece tener Andrés Manuel López Obrador, qué idea más puramente tatcheriana: ni la seguridad es cosa del Estado —a menos que se trate de los militares que desaparecen estudiantes—.

Pero dejemos el inconsciente y hablemos del achicamiento del Gobierno —acompañado de la multiplicación de la verborrea—, que es la forma por antonomasia del neoliberalismo y que también ha hecho que muchos de los votantes de Andrés Manuel López Obrador nos llamemos a extrañeza, pues nunca escuchamos al candidato decir que la columna de su Gobierno sería la reducción del gasto, la aniquilación de entidades que servían a grupos vulnerables o la batalla contra las instituciones culturales y de enseñanza.

Hago hincapié en estas últimas, porque además de haberse convertido en las mayores incongruencias del régimen de Andrés Manuel López Obrador, son también tres de sus mayores fallas, si aceptamos, como ya dije, que su modelo de gobierno está basado en la mañanera: pocos temas como aquellos —ahora tendríamos que sumar a Gertz Manero— han puesto en mayores aprietos al presidente, obligándolo al malabar retórico.

El candidato que acertaba con las palabras, cuando denunciaba, ha resultado un presidente que falla con las palabras (lector, cierre los ojos y pronuncie corrupción), porque se ve obligado, todos los días, a revestir asuntos que antes desnudaba: las palabras que nacen de la carencia se reiteran una y otra vez porque no alcanzan sentido.

Pero, al final, no sólo es verdad que una mentira, repetida una y otra vez, se convierte en verdad, también es cierto que una verdad, por más mentiras que la vistan, vuelve siempre a mostrarse ante a todos.

Así como es verdad que los electores volverán a ser electores, además de gobernados: aparecerá, entonces, otro candidato que señalará cómo fue asolado México.

Y ese candidato, cuando gobierne, recibirá un país destrozado.

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