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Columna
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Un pasaporte perdido y el secuestro de la realidad en México

Cada vez más lejos de la realidad, los políticos, empresarios, militares y jueces creen haber enterrado las problemáticas, sin darse cuenta de que estas siguen y seguirán ahí

Pasaporte de Museos 101 en el Museo Interactivo de Economía en la Ciudad de México.
Pasaporte de Museos 101 en el Museo Interactivo de Economía en la Ciudad de México.Graciela López/ Cuartoscuro
Emiliano Monge

Para conseguir la reposición de un documento oficial, resulta obligatorio levantar un acta ante la autoridad.

Me sucedió hace poco con mi pasaporte: lo perdí y me vi obligado a presentarme ante el Ministerio Público 22, que se encuentran en la calle Zompantitla, en la colonia Romero de Terreros.

Cuando me recibió el burócrata de turno, ante quien expliqué lo mejor que pude el motivo de mi presencia en su oficina, me entregó un formato y me pidió que anotara lo sucedido. “Mi pasaporte se perdió”, escribí con letra clara. El burócrata, sin embargo, me pidió que fuera elocuente.

Entonces me entregó otro formato, en el que anoté las cosas tal y como habían sucedido: “el pasado 12 de enero, al abrir el cajón de mi escritorio, en el que guardo mi pasaporte y demás documentos personales, descubrí que aquel pequeño objeto verde no estaba ahí”. Para mi sorpresa, tras leer esta segunda explicación, el burócrata se me quedó mirando fijamente, molesto.

“Según lo que ha escrito aquí, no puedo dar fe de que su pasaporte se extraviara, pues se entiende que ha sido robado, ¿o no? Mire, si su pasaporte estaba en su cajón y luego ya no estaba ahí, alguien debió sustraerlo. Y si pasó eso, el trámite que debe hacer es diferente”, aseveró levantándose de su silla, señalando otros escritorios e indicándome con quién debía ir para conseguir el documento que se me demandaba presentar para iniciar el trámite de reposición de pasaporte.

No cuento esto para hablar de aquel burócrata ni de mi pasaporte extraviado, sino porque me parece que en la situación que acabo de referir, una situación a todas luces absurda, una situación que complejiza sin necesidad lo que debería ser esencialmente sencillo, se puede ver el mecanismo —en su dimensión básica— que rige la maquinaria que nos gobierna, un mecanismo que anula toda posibilidad de claridad en aras del enrarecimiento, es decir, del barroquismo que envuelve, camufla y distorsiona lo que es, en nombre de un así ha de ser insulso pero absoluto.

Vivimos en un país en donde la realidad, desde su dimensión primaria, la cotidianidad, hasta sus manifestaciones mayúsculas, que no son sino las consecuencias de nuestra vida en comunidad, ha sido secuestrada por todas las formas imaginables del simulacro, de la representación, de la ficción: capas y más capas que buscan esconder, alejar, desterrar a los dominios del olvido lo que realmente sucede, en nombre de lo que el sistema cree necesario que suceda, en nombre de lo que el sistema, pues, cree necesario que creamos los mexicanos: donde dice pasaporte, podría decir estudiante desaparecido, igual que podría decir periodista asesinado o ambientalista amenazado.

—Entre las razones que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes expuso sobre las dificultades que enfrentaron en su afán de esclarecer lo sucedido la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, cuando fueron retenidos, agredidos y desaparecidos 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, se encontraba esta: además de representar la verdad histórica, las autoridades (como sigue haciendo la actual autoridad, con el fin de que nadie volteé a ver al ejército) envolvieron los sucesos con la simulación del así ha de ser, al tiempo que multiplicaban las capas que debían esconder, alejar y desterrar lo acontecido—.

El resultado de esta situación, una situación que nos condena a buscar siempre la siguiente ventanilla, aún a pesar de que creíamos tener claro cuál era la que necesitábamos, además de indignación, frustración y desesperanza (siempre habrá un nuevo formato que entregar para no tener que aceptar como reales los males que aquejan al país), genera en muchos de nosotros, como no podría ser de otra manera, la certeza de vivir al interior de una representación, una obra más allá de la cual, tras los bastidores, los muros e incluso la calle, se hallaría la realidad, secuestrada.

Los actores, iluminadores, tramoyistas y demás miembros de la compañía a cargo de la obra, es decir, aquellos que dedican toda su energía a envolver la realidad, alejándose tanto de esta que no pueden sino acabar hablando en el vacío —qué mayor vacío que la supuesta renta fraudulenta de una casa en Houston o la absurda consulta sobre la revocación de un presidente que impulsa el propio presidente— son, claro, los representantes de los factores reales de poder.

Déjenme insistir en el asunto del vacío: de tanto esconder la realidad, de tanto multiplicar las ventanillas, los representantes de los factores reales de poder —entre quienes debemos contar también a la mayoría de los medios de comunicación, que en vez de ser críticos con la simulación son despachadores de sus ecos— no hacen más que pelear, sin darse cuenta, por la medalla del autómata.

Cada vez más lejos de la realidad, cada vez más felices y sonrientes con su propia obra, en la que aparentan jugar roles diferentes, los políticos, empresarios, militares, jueces y demás componentes del poder, creen haber enterrado las problemáticas, sin darse cuenta de que estas siguen y seguirán ahí.

Sin darse cuenta, pues, de que los problemas esenciales —pobreza, desigualdad, impunidad, violencia, injusticia, criminalidad, discriminación— permanecen aún a pesar de sus actos de prestidigitación.

Sin darse cuenta, pues, de que, al final, todo acto de hipnotismo lleva impresa su propia fecha de caducidad.

Que su público, que la gente, de pronto, puede hartarse de la obra y liberar la realidad.

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