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Columna
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México: desparecer a la vista de todos

El horror en que vivimos atrapados hace tanto nos ha acostumbrado a la desconexión, a las rupturas entre el espacio público y el privado

Varias fosas clandestinas en las montañas de Iguala, Guerrero.
Varias fosas clandestinas en las montañas de Iguala, Guerrero.Eduardo Verdugo (AP)
Emiliano Monge

Un hombre camina sobre la banqueta, rumbo a su trabajo.

El hombre vive en Guadalajara y todos los días lleva a cabo el mismo recorrido, por lo que este se le ha vuelto monótono.

El 22 de enero de este año, sin embargo, dicha monotonía estalló por los aires, cuando el hombre escuchó una voz que le pedía auxilio, una voz desesperada, agotada, al borde del desfallecimiento.

Sobresaltado, el hombre giró sobre su eje una, dos, tres veces; retrocedió luego algunos metros y los volvió a andar otra vez: nada, el dueño de aquella voz que le seguía pidiendo ayuda, no aparecía por ningún sitio. Era como si ahí solo quedara esa voz, el eco de su apremio, el ruego.

Cada vez más consternado, el hombre dirigió su atención hacia los negocios y las casas que lo rodeaban, ya no solo en busca de aquel que pedía ayuda sino esperando que alguien más, alguien como él, hubiera escuchado aquella súplica y estuviera, también, desesperado. No encontró, sobra decir, lo que buscaba: el mundo que veía y el que escuchaba parecían desconectados.

El horror en que vivimos atrapados hace tanto nos ha acostumbrado a la desconexión, a las rupturas entre el espacio público y el privado: como si la existencia fuera cosa de uno, como si no formáramos parte de algo mucho más grande; cuando la vida, a consecuencia del miedo y la violencia, se reduce a supervivencia, no hay lugar al reconocimiento del otro y los espacios comunes se vuelven lugares de peligro, al tiempo que los íntimos derivan en reductos a proteger con el cuchillo entre los dientes.

Pero volvamos al hombre que sigue dando vueltas por la calle: nadie, ni en los locales que separaban a los despachadores de los clientes mediante rejas de metal ni en las casas amuralladas sobre sí mismas como castillos medievales, parecía escuchar la llamada de auxilio que él seguía escuchando y que, de pronto, sonaba acompasada por el ruido de unos golpes, unos golpes insistentes y tercos que estallaban tras cada palabra desesperada y que, al final, terminaron por atraer la atención del hombre hacia el asfalto —¿cómo podía ser que aquella súplica saliera de ahí?—.

Sorprendido, en el sentido literal de la palabra, es decir, estupefacto, el hombre vio, en la pequeña, en la minúscula boca de una coladera que tenía a unos metros —coladera marcada con el número 84 y la leyenda BPIGAM—, la punta de un hueso que buscaba el exterior, como periscopio del Mictlán. Era aquel hueso, un hueso que a la postre sería reconocido como humano, como la tibia de un hombre, el que, golpeando contra el metal, producía el sonido que había empezado a acompasar la súplica de quien yacía dentro de aquella coladera reconvertida en mazmorra —vivimos, por cierto, en un país en el que un cadáver, en el mercado negro, cuesta 3.000 pesos—.

Incrédulo, incapaz de comprender lo que pasaba, el hombre se lanzó sobre aquella coladera, con la intención de abrirla y de ayudar a quien yacía confinado ahí adentro, pero entonces descubrió algo que no había notado antes, durante los segundos que transcurrieron entre su entendimiento y la aceptación de que aquello que creía que pasaba era real: a la coladera le había sido añadido un seguro, una barra de metal que la cruzaba de un lado al otro. Y a ese seguro le habían puesto un candado que se sujetaba a una varilla, también empotrada en el suelo.

Admitiendo su incapacidad para abrir aquel encierro —al parecer, esto queda tras la ruptura del espacio público y el privado: zulos bajo las calles que todos caminamos— y de poner fin así al sufrimiento de quien estaba a punto de desaparecer —o de volver a desaparecer, porque su primera desaparición había ocurrido cinco días antes, tras ser asaltado, golpeado brutalmente y encerrado en aquella coladera en la que, por suerte para él, había otros restos humanos—, el hombre llamó a la policía.

Sucedió, entonces, lo que sucede tantas veces en nuestro país: cuando llegaron los servicios de emergencia —primero, la policía, luego, los bomberos, y, finalmente, elementos de la Guardia Nacional—, el hombre que había sido condenado a desaparecer en plena vía pública fue felizmente rescatado, aunque, con su rescate, se condenó a la desaparición otra cosa: su historia.

Y es que si antes de su rescate, aquel hombre había desaparecido para sus familiares y seguía desapareciendo de manera continua para todos aquellos que pasaban sobre su coladera, obviando sus llamadas de auxilio, tras ser liberado fue el sistema, el mismo que ha dado lugar al presente en que vivimos, el que volvió a desaparecerlo.

A desaparecerlo como desaparecen tantos hombres y mujeres a pesar de haber aparecido: negándole el derecho al testimonio. La autoridad, claro, se apresuró a decir que él había sido rescatado y que eso era lo importante.

El caso, aseguraron, pasaría a la Fiscalía y ya se informaría más adelante, añadieron, asegurando o queriendo asegurar el manto de silencio.

Un silencio que la sociedad, en general, hace posible, porque lo acepta obediente, indiferente o, más bien, resignada.

Si no escuchamos las llamadas de auxilio, por qué querríamos escuchar los testimonios.

Parecería que no entendemos que el silencio es la última forma de la desaparición.

Y que luchar contra él, es luchar contra la desconexión en que vivimos.

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