Los padres del niño Tadeo
A ese padre y esa madre les fue arrebatado incluso más que la paz del sepulcro: la paz de la supervivencia. Cómo respirar tranquilos en un país donde se roban a tus muertos
Dicen que San Judas Tadeo es el patrono de las causas difíciles.
También dicen que, en los evangelios, cuando se le nombra, se hace énfasis en que era “el hermano de Jesús”, para diferenciarlo del otro Judas.
El otro Judas, Judas Iscariote, ya lo sabemos, es el Judas que traicionó al hijo de Dios, el apóstol que vendió a Jesús ante el Senedrín por un puñado de treinta monedas de plata, ni siquiera de oro.
Pero decía que San Judas Tadeo —cuyo segundo nombre, que proviene del arameo, significa hombre de torso robusto o, según se escriba, hombre de corazón tierno— es el santo al que los mexicanos, sobre todo en la región del altiplano, se encomiendan cuando se les presentan una situación desesperada.
En la Ciudad de México, el día 28 de cada mes —aunque el 28 de octubre es el día en que se le celebra de forma específica— cientos de sanjuderos o de creyentes comunes acuden al templo de San Hipólito, que en algún momento se reconvirtió en casa de San Judas Tadeo, a pedir por sus enfermos o por enfermedades propias, pues son estas las causas difíciles en las que el santo se ha especializado.
Los sanjuderos o los creyentes comunes llegan al templo del santo del torso robusto desde Milpa Alta, desde Tláhuac, desde Azcapotzalco, desde Cuajimalpa, desde Iztapalapa, pidiendo, a cambio de una ofrenda o de una promesa, por la abuela que ha sufrido un ictus, por el hermano cuyo pie gangrena la diabetes, por la pareja cuyo hígado o cuyos riñones han dejado de cumplir con sus funciones, por el hijo, recién nacido, que ha llegado al mundo con un grave problema.
A veces, la gravedad de la enfermedad hace que, para los fieles, la peregrinación que los lleva desde Tlalpan o desde la Magdalena Contreras o desde Iztacalco hasta la esquina de Hidalgo y Paseo de la Reforma, en el centro de la capital, no sea suficiente. Los sanjuderos o los creyentes comunes —que para entonces están a punto de convertirse en sanjuderos— aceptan que su peregrinación debe ser mucho más larga: junto a otros miles de fieles, se suman, el 28 de octubre, a la peregrinación a Puebla, en donde se exhiben, durante una semana, las reliquias del santo del corazón tierno.
De la Ciudad de México a Puebla, para pedirle a las reliquias de San Judas Tadeo: el mismo camino, exactamente: de la Ciudad de México a Puebla, que siguió el cuerpo del niño Tadeo, el cadáver del bebé, del recién nacido, en realidad, que fue desenterrado —aún no se sabe por quién y ya sabemos que muy probablemente no vaya nunca a saberse— en un panteón de Iztapalapa, poco después de que sus padres, quienes seguramente pidieron y rogaron por su salud una y otra vez, mientras Tadeo, el del corazón tierno, era operado hasta seis veces, tras nacer con un problema intestinal que, a la postre, hizo imposible su vida, le dieran sepultura.
A diferencia de los fieles que van a rogarle a San Judas Tadeo a la Parroquia que tiene como patrón al santo del torso robusto —ubicada sobre la calle 16 de Septiembre—, el cadáver indefenso y marcado en el vientre por los bisturíes de los médicos que hicieron de su corta vida un verdadero martirio, con el afán de permitir que la vida del niño Tadeo fuera eso, precisamente, una vida, terminó, sin embargo, sobre Camino al Batán, al interior del Penal de San Miguel —San Miguel, ya lo sabemos, es el jefe de las milicias celestiales—, entre los desechos, entre la basura, pues, que genera dicha prisión, entre la suciedad y los restos: fue ahí donde un preso se lo encontró y, sorprendido, dio aviso a las autoridades carcelarias.
Contra todo pronóstico —en nuestro país, donde la autoridad y la criminalidad comparten un mismo sino: actúan como milicias que no protegen más que a sus estamentos, que no resguardan sino sus espaldas, que no veneran sino el ocultamiento, que no sirven sino a la impunidad, el pronóstico es, en un 99% de las veces, el silencio—, el cadáver de tres meses de Tadeo, que el horror que campea a sus anchas por nuestro país había convertido en basura, llegó a la prensa y fue entonces —es por esto que ese horror que campea a sus anchas aniquila periodistas— que se convirtió en noticia.
Que se convirtió en noticia y que volvió, de golpe, a ser un cadáver, el muerto de alguien: cuando los padres de Tadeo —quienes habían pedido por su salud, quienes habían sufrido sus enfermedades, operaciones y fallecimiento, quienes lo habían enterrado y encontrado, entonces, cierta resignación— conocieron la noticia, cuando supieron qué edad tenía aquel niño muerto, cuando entendieron, además, que la descripción de las heridas del vientre de aquel cuerpo coincidía con las de su hijo, cobraron conciencia de aquello de lo que nadie debería cobrar conciencia.
Y es que decirse a uno mismo: ese niño, ese cuerpo del que hablan, ese cadáver que apareció entre la basura de una cárcel es mi hijo, el niño que enterré hace apenas unos cuantos días, el cadáver que dejé descansando tras tres meses de sufrimientos, es algo que no debería decirse ningún padre, ninguna madre, algo que no debería ni siquiera sospechar ningún padre, ninguna madre. Por desgracia, los padres de Tadeo viven en el país en el que el horror campea a sus anchas.
No es, sin embargo, sobre ese horror, como tampoco sobre la corrupción de las autoridades del penal de San Miguel ni sobre las posibles explicaciones —escribir la palabra explicaciones entraña, de hecho, un sinsentido— que podría tener el que un cadáver aparezca en un penal ni sobre los presos que podrían estar relacionados con este suceso, sobre lo que estoy escribiendo.
Tampoco escribo este texto para hablar de San Judas Tadeo, de sus templos, de los sanjuderos o de las peticiones de estos. Escribo para hablar del niño Tadeo, a quien le fue despojado algo que parecía imposible de ser despojado: la paz del sepulcro, cuando ya se ha llegado al sepulcro, así como para hablar de sus padres.
Escribo este texto, sobre todo, para hablar de esos padres. De ese padre y de esa madre a las que les fue arrebatado incluso más que la paz del sepulcro: la paz de la supervivencia: cómo respirar tranquilos en un país donde se roban tus muertos.
Pongámonos, un instante, en el lugar de ese padre y de esa madre: preguntémonos cómo es posible, ante la noticia más espantosa, pensar: es el cadáver de mi hijo.
Pensémoslo, sintámoslo un instante y preguntémonos cómo es que hemos llegado aquí.
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