Convivir con la angustia a otro confinamiento más
El domingo por la tarde nos tocó a nosotros. En nuestra bandeja de entrada un correo con el asunto: «Cuarentena ante situación de brote»
Circula por ahí un vídeo en el que una mujer recibe una llamada del colegio. La profesora le informa de que su hijo ha suspendido cinco y ella se muestra profundamente aliviada porque pensaba que la llamada era para decirle que habían confinado el aula. El vídeo, que obviamente trata de poner una pizca de humor sobre el asunto, en realidad refleja a la perfección cómo nos sentimos muchísimas familias, que desde que comenzaron las clases tras las vacaciones navideñas esperamos aterrorizados ese correo o esa llamada que nos informe de un confinamiento.
El domingo por la tarde nos tocó a nosotros. En nuestra bandeja de entrada un correo con el asunto: «Cuarentena ante situación de brote». En la Comunidad de Madrid a partir de tres casos positivos de un mismo grupo, notificados en un período de menos de siete días, se considera brote y es entonces cuando se pone en marcha la maquinaria: el coordinador COVID-19 del centro educativo debe informar de la situación a la Subdirección General de Epidemiología de la DGSP, desde donde deciden las medidas a tomar. En nuestro caso, ante la falta de respuesta institucional, desde el colegio se decidió confinar el aula preventivamente durante una semana. Nos había tocado. Ya teníamos en casa a ese otro monstruo que es la angustia por no poder encajar un confinamiento (más) en nuestra endeble situación laboral después de tres semanas de vacaciones escolares.
Las familias con niños pequeños nos hemos quedado a vivir dentro de un estado de desamparo perpetuo. Nadie se ha atrevido a preguntar cómo lo estamos haciendo. Qué clase de malabares tenemos que hacer cada vez que llega esa temida llamada. Qué consecuencias está teniendo toda esta excepcionalidad sostenida en el tiempo, todo este estrés en el interior de las casas. Qué se puede hacer para aliviarlo. Medimos la vida por lo económico. Nos importan los bares, el turismo, las bajas médicas, la productividad, pero muy poco el funcionamiento de la vida. Las personas. Los cuidados. Todas las cosas pequeñas que ponen en marcha todo lo demás. Esto no es nuevo. Hemos normalizado que tener hijos implica asumir el sufrimiento que produce verte incapaz de compaginar sus cuidados con tu labor productiva. Nos hablan de conciliación con cantos de sirena que engatusan el ánimo. Medias jornadas, excedencias no remuneradas, reducciones de jornada. Migajas.
¿Qué se hace con los niños cuando ellos están confinados, pero tú tienes que trabajar? La pregunta zumba en el oído de las familias desde hace dos años como ese mosquito que se cuela en tu habitación una noche de verano. Cuidado, hay más: ¿cómo lo hago para cuidar de mi hijo si es positivo, pero yo tengo que trabajar? ¿Tengo que aislar al niño? ¿Cómo no contagiarnos en nuestros pisos diminutos? ¿Puedo dejar a los niños con los abuelos? ¿Cómo voy a dejar al niño solo en casa? ¿Y si mi empresa o mi tipo de trabajo no me permite teletrabajar? Pienso en todos aquellos que no tienen abuelos o que tienen empleos presenciales. No solamente profesionales sanitarios, del transporte o de la seguridad, sino personal de limpieza, de fábricas, todas esas mujeres que limpian en casas ajenas sin contrato. Pienso también en los autónomos, los grandes olvidados. Para colmo nos han hecho creer que teletrabajar es una especie de suerte porque puedes organizarte con tu criatura. Es cierto. Lo es en parte, pero en una muy pequeña, porque en realidad es muy difícil trabajar en casa con niños pequeños. Puedo dar fe después de ocho años de vida kamikaze.
Hay quien se pregunta si deben mantenerse confinamientos en las aulas con las altas tasas de vacunación que tenemos en España, cuánto tiempo podrá sostenerse esa situación, cuánto peso más podrán cargar los ya agotados hombros de las familias. Quizás habría que pensar más en que cualquier medida que se tome en un centro educativo solo tendría sentido si va acompañada de otras medidas, empezando por el refuerzo de los servicios públicos de salud, la simplificación de los trámites burocráticos o la creación de permisos por cuidados retribuidos para las familias. Tal vez también deberíamos empezar a caminar hacia el fin de la excepcionalidad, como sostenía en un artículo la Sociedad Española de Familia y Comunitaria. «Sabemos que los niños y niñas no sufren las formas graves de la enfermedad ni son transmisores particularmente efectivos, pero a pesar de ello tuvimos las escuelas cerradas durante meses, y luego les hemos impuesto las medidas más severas: uso de mascarilla durante toda la jornada, prohibición de mezcla entre grupos y pruebas y cuarentenas cada vez que se detecta un positivo. Estas medidas provocan dificultades en el aprendizaje y la socialización, además de dificultar la conciliación familiar al no existir ninguna ayuda para mantener las cuarentenas infantiles. El balance beneficio-riesgo es desfavorable y en estos casos la prudencia no es hacer muchas cosas, sino que, como sabemos en Atención Primaria, a menudo lo prudente es no hacer nada», manifestaban.
El coronavirus nos ha dejado ver las costuras de un sistema perverso y hubiera sido una oportunidad excepcional para remendarlo. Al final, lo mismo de siempre: que cada uno tire como pueda.
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