Lana Bastašić, escritora: “No veo romanticismo en la infancia. Crecer es un trauma constante”
La autora croata publica ‘Dientes de Leche’, un conjunto de 12 relatos en los que da un revolcón al mito de los niños felices e inocentes: “Cualquiera puede tener a un monstruo como padre, pero nosotros tenemos que reaccionar como sociedad”
La escritora Lana Bastašić (Zagreb, Croacia, 36 años) pertenece a la generación de jóvenes que nació y creció en mitad del horror de la guerra de los Balcanes. Las cicatrices del conflicto bélico estaban muy presentes en su primera novela publicada en España, Atrapa a la liebre. De alguna forma apenas perceptible, casi como un ruido de fondo, esas cicatrices se hacen visibles también en los padres, las madres y los niños y las niñas que protagonizan los textos que componen Dientes de leche (publicado en castellano por Sexto Piso y en catalán, Dents de llet, por Periscopi), un conjunto de 12 poderosos relatos con los que Bastašić da un revolcón sin miramientos al mito de la infancia inocente y feliz
Pregunta. ¿Cómo nace la idea de escribir estos relatos tan oscuros con la infancia como protagonista?
Respuesta. Fue leyendo un libro del escritor búlgaro Georgi Gospodinov titulado La física de la tristeza. En él Gospodinov habla de su familia, pero también hace una relectura del mito del Minotauro mostrándolo como un niño abandonado por su madre en un laberinto. Esa idea de que los monstruos en algún momento fueron niños prendió dentro de mí y me hizo plantearme dónde y por qué empieza a desarrollarse la monstruosidad.
P. “El niño esponja. Un buen día algo lo apretará y todo el veneno acabará derramándose”, reflexionaba la narradora de su primera novela.
R. En Atrapa la liebre ya se observa ese interés: hay muchos momentos de la infancia de sus personajes que son cruciales para explicar lo que pasa después en la historia. De alguna forma, con Dientes de leche retomo esta obsesión por saber dónde y cuándo empieza todo. Todos tenemos esos momentos en nuestra infancia que se quedan con nosotros y a partir de los cuales construimos una parte de nuestra personalidad que luego nos puede causar problemas. Una frase o una mirada de un padre puede determinar que una persona que podría haber tenido una vida normal acabe convirtiéndose en un monstruo.
P. “Siempre me han cargado bastante esos nostálgicos imperceptibles que viven en su burbuja resistente de versiones mejores y felices de un país”, afirmaba también Sara en las páginas de Atrapa a la liebre. ¿Esa frase también es aplicable a la infancia?
R. No soy psicóloga ni pedagoga, pero he sido niña en un país bastante atormentado como Bosnia. Es muy difícil sentir nostalgia de una infancia como la que yo pasé, marcada por la guerra, por la escasez, etcétera. Pero a la vez aquella fue la única infancia que voy a tener, así que en cierto modo también es casi imposible no sentir cierta nostalgia. Igual no tanto por cosas concretas como por un estado de inocencia perdido. Ese sentimiento de pérdida es universal.
P. Los relatos de Dientes de leche son una auténtica desmitificación de la infancia como territorio feliz.
R. Es que yo no veo romanticismo en la infancia. Crecer es un trauma constante.
P. También desmonta la ingenuidad y la inocencia que solemos atribuir a la infancia. Varios de las niñas y de los niños que pueblan sus relatos no tienen reparos en matar o en hacer sufrir. ¿Tendemos a subestimar a la infancia?
R. Generalmente tendemos a subestimar a todo lo que no seamos nosotros (risas). Los niños son capaces de hacer cualquier cosa. Somos los adultos los que tendríamos que ofrecerles el ejemplo. Al final los niños son como pequeñas versiones de lo que ven en casa. He trabajado como profesora de niños y muchas veces en las dinámicas de grupo podía ver en ellos a sus padres en pequeño.
P. Los que no salen muy bien parados en sus relatos son precisamente los padres, las madres y los adultos en general.
R. Una cosa que también me interesa mucho es ese momento en que un niño se da cuenta de que igual sus padres no lo saben todo, ese momento en que los padres dejan de ser dioses y se caen del pedestal.
P. Los padres de sus relatos hace tiempo que se cayeron del pedestal. Hay violencia hacia los hijos, alcoholismo, imposición religiosa, padres ausentes, padres que avergüenzan, etc. Su libro se vende con el gancho de la violencia de los Balcanes. ¿La situación que se vive allí crea un caldo de cultivo para que se den estas paternidades e infancias o diría que las historias de sus relatos podrían adaptarse al contexto de cualquier país europeo?
R. Siempre escribo sobre Bosnia y los Balcanes porque es lo que yo conozco, pero yo creo que sí, que hay ciertos aspectos como el dogmatismo religioso o la idea tóxica y purista de nacionalidad —que suele ir asociada a la figura del padre— que hacen más fácil que se den historias como las que escribo. En Belgrado es completamente normal ver a un padre gritando e insultando a su hijo por la calle sin que nadie haga nada. Cualquiera puede tener a un monstruo como padre, pero nosotros tenemos que reaccionar como sociedad porque de lo contrario estamos fallando a ese niño.
P. Igual no es tan normal, pero tampoco tengo claro que en ciudades como Madrid reaccionemos ante este tipo de situaciones.
R. Desgraciadamente estas cosas pasan en cualquier lugar. Estoy segura de que incluso en Finlandia, que vemos como un país muy avanzado, también se cometen crímenes contra los niños. Ser niño es difícil en todas partes, pero igual podemos hacer algo los adultos para que al menos la experiencia no sea traumática.
P. Usted apenas era una niña cuando tuvieron lugar las guerras yugoslavas. No sé cuánto de su propia experiencia hay en las ficciones de Dientes de leche.
R. No creo que las cosas que me pasaron a mí sean tan importantes como para ser contadas, pero sí que hay sucesos que me marcaron y que yo luego limpio y pulo para convertir en un relato literario. Mi profesor de educación física, por ejemplo, era un auténtico monstruo, muy parecido al que muestro en Círculos, uno de los relatos.
P. Lo mata en su relato. Al menos literariamente hablando.
R. Así se lo dije a mis amigas del colegio, que había matado a nuestro profesor de gimnasia en un relato (risas). Pero la idea no era tanto vengarme de él como mostrar lo que pasaba.
P. Los padres y madres de sus relatos no tienen nombre, son muy simbólicos, a veces casi una caricatura. No sé cuánto hay en ellos también de realidad.
R. Los padres y las madres no son personajes completos, están construidos a base de detalles porque están narrados por sus hijos. Por eso tampoco tienen nombres: son mamá y papá. Podemos decir que los personajes paternos son casi una sombra, pero una sombra muy alargada. Yo creo que padres y madres así los tuvimos todos. La de nuestros padres fue una generación que sufrió muchísimo. Es la que arrastra más traumas porque fue una generación que creció en una burbuja, que lo tenía todo, y que de repente se quedó sin nada por la guerra. Todo en lo que creían desapareció. Por eso las personas de mi generación compartimos muchas historias y muchos traumas. Pero tampoco pretendo culpabilizarlos. En esas circunstancias, después de haberlo perdido todo, tampoco se puede ser el padre o la madre perfectos.
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