J. D. Vance, la apuesta de Trump para asegurar el futuro del movimiento MAGA
Pese a una infancia difícil en el seno de una familia desestructurada de los Apalaches, estudió en Yale. Su amistad con uno de los hijos del magnate facilitó su elección como ‘número dos’
Alguien capaz de decir que los adolescentes se hacen trans para burlar las cuotas DEI (diversidad, equidad e inclusión, en sus siglas inglesas) de las universidades de la prestigiosa Ivy League será el próximo vicepresidente de EE UU. J. D. Vance, un viejoven de 40 años, también ha asegurado que muchas mujeres que abortan lo celebran con fiestas e incluso con tartas, y que Donald Trump y él tendrían el apoyo en las urnas de los gais normales (sic). Claro, que también dijo antes de ser elegido como delfín republicano, que Trump era “el Hitler de EE UU”, y eso, pese a la insistencia de las hemerotecas y la buena memoria de las redes, no le supuso ningún obstáculo para ser ungido como número dos y quién sabe si sucesor si el número uno, el presidente electo, no aguanta todo el mandato dada su edad (78 años).
J. D. Vance, crecido sin padre y a la larga sombra de una madre consumida por las drogas, a la que ha rehabilitado, una vez limpia, públicamente; criado por Mamaw, su abuela, una mujer de armas tomar —al morir descubrieron un arsenal en su casa—, no reniega de sus orígenes, jamás lo ha hecho, pero no dejará de ser un desclasado de lujo: de los Apalaches de su infancia, a estudiar Derecho en Yale —una de esas universidades que ahora supone llenas de trans voluntarios—, servir en los marines, o ser inversor de capital riesgo en Silicon Valley, hay una distancia sideral que ni siquiera un triunfador como él puede metabolizar sin que le asalten fantasmas del pasado.
Si a ese desenfoque vital se le añade el hecho de que un racista confeso —ha dado pábulo repetidamente a la desquiciada historia de que los refugiados haitianos se comían a los perros y los gatos en Springfield (Ohio)— esté casado con Usha, de origen indio, las piezas del puzle de la identidad tienen aún más difícil encaje. Sobre cómo aterrizar en la familia de su esposa, exponente de la cada vez más pujante comunidad indo-estadounidense, habla a menudo con esas anécdotas cotidianas a las que es tan aficionado en sus mítines, contando cómo intentó, sin éxito, aprender a cocinar los platos estrictamente vegetarianos de su dieta. Otra paradoja identitaria, cuando no contradicción flagrante: que Trump y él, conocidos por sus alardes xenófobos, estén casados con dos mujeres de origen extranjero —Trump, además, por partida doble: dos de sus tres esposas— dice más de la mala memoria de sus votantes que de su grandeza personal.
A propósito del bulo de los haitianos de Springfield, una de las dos moderadoras del debate televisado, el único, que le enfrentó a su rival demócrata Tim Walz, tuvo que recordarle en antena que tenían el estatus legal de refugiados, no de infrahumanos como él y su patrón los pintan, pero le dio igual: como guiado por un piloto automático, siguió blanqueando sin sonrojo, inmutable el ademán, sereno el gesto, todas las mentiras que Trump ha propalado, la peor de ellas, que le robaron las elecciones de 2020. Pero que la amabilidad, incluso cordialidad, con la que blanqueó el negacionismo MAGA en ese debate no haga perder de vista que, ideológicamente, para muchos es más temible que Trump, porque a este, a diferencia de Vance, se le va la fuerza por la boca. De hecho, su elección como número dos, gracias a su amistad con uno de los hijos de Trump, fue vista como un contrafuerte ideológico al volatinero discurso del presidente electo.
Alguien capaz de decir que Kamala Harris no estaba capacitada para la presidencia de EE UU por ser una mujer nulípara —eso afirmó en 2021, que las mujeres sin hijos remediaban su soledad con gatos, y los algoritmos, siempre golosos, lo recuperaron en campaña— demuestra su desdén por el que es distinto, y ahí entran mujeres, LGTBI, aliens (inmigrantes). Porque Vance proyecta ahora sobre EE UU el futuro de la derecha más extrema, aquella alt right que sucedió al Tea Party y que hizo metástasis en el viejo y honorable GOP, las siglas en inglés del Partido Republicano.
Vance saltó a la fama en 2020, al conseguir ser elegido senador por su Ohio natal gracias al éxito cosechado previamente por sus memorias —Hillbilly, una elegía rural—, una historia de superación personal y de sueño americano que parecería una perfecta obra de ficción de no tratarse de su peripecia vital: el pobre chico de los Apalaches, que podría haber caído en las redes del fentanilo —su obsesión por la crisis de adicciones que recorre EE UU es una constante en sus discursos—, logró a base de tesón y esfuerzo escalar hasta las más altas cimas de la sociedad. Y ahora de la política, y del poder con mayúsculas: el nuevo vicepresidente de EE UU.
“No soy senador o gobernador, ni fui secretario de ningún Gobierno. (...) Tengo un buen trabajo, estoy felizmente casado, tengo una casa cómoda y dos perros alegres”, escribe Vance al principio del libro, publicado en EE UU en 2016, el mismo año que Trump llegó a la Casa Blanca. Un guiño a la confluencia personal de dos extraños compañeros de terna: el parvenu, el arribista de guante blanco, y quien describiera, en privado, como “el Hitler de América” y en público como “heroína para las masas” (un lejano eco marxista, el del opio del pueblo, del que tal vez ni siquiera sea consciente). Un comentario igual de despectivo que el de la falta de hijos de Harris, pero encima, para colmo —en alguien como él, que en vez de ascensor social ha tenido un cohete—, clasista.
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