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Joe Biden: el largo adiós del ‘pato cojo’

El demócrata renunció a la reelección, pero aún es presidente de EE UU con fecha de caducidad. El alto el fuego en Gaza y una improbable reforma del Supremo, entre los retos de sus últimos seis meses en la Casa Blanca

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, vestido con la sudadera del equipo olímpico estadounidense se dirige el viernes pasado al helicóptero presidencial que lo llevó a pasar el fin de semana en Camp David.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, vestido con la sudadera del equipo olímpico estadounidense se dirige el viernes pasado al helicóptero presidencial que lo llevó a pasar el fin de semana en Camp David.Nathan Howard (REUTERS)
Iker Seisdedos

En la fauna de Washington abundan los lobos y los buitres, los halcones y las alimañas. Y cada cierto tiempo, cuatro u ocho años, el rey de la selva se transforma en un pato cojo.

La temporada del pato cojo se adelantó este año a la semana pasada, con la renuncia del presidente, Joe Biden, a buscar la reelección y el anuncio de que cedía el testigo a su vicepresidenta, Kamala Harris. El miércoles, con un discurso desde el Despacho Oval en horario de máxima audiencia, Biden escribió el principio del nuevo, tal vez último, capítulo de su vida profesional, en la que él, que lo ha sido casi todo en Washington, seguirá durante seis meses al mando de la primera potencia mundial, mientras trata de asegurarse un buen recuerdo para su legado.

El concepto del pato cojo, referido a ese político que tiene los días contados porque ha perdido unas elecciones, no piensa presentarse de nuevo o ha llegado al límite de mandatos permitido por la Constitución, se popularizó en Estados Unidos en los años veinte en tiempos del presidente Calvin Coolidge, que tomó una decisión parecida a la de Biden. Cuatro décadas después, Lyndon B. Johnson, otro líder en apuros, hizo lo mismo. Johnson trató sin éxito de poner fin a la guerra de Vietnam en los nueve meses que le quedaron por delante tras la renuncia. Tampoco le dejaron nombrar un juez del Tribunal Supremo.

“En realidad, la condición de pato cojo de Biden es, en comparación, sorprendentemente breve”, opinó este domingo en un correo electrónico el historiador presidencial Russell Riley, en referencia a que tanto él, como Coolidge y Johnson, pertenecen a la rara especie de presidentes de un solo mandato. “Normalmente, uno conoce con cuatro años de antelación su fecha de caducidad. Por eso creo que se centrará en hacer todo lo posible desde la Casa Blanca por la campaña de Harris”.

Biden también tiene, como Johnson, una guerra por resolver encima de la mesa. Sus esfuerzos por lograr un alto el fuego en Gaza y la liberación de los rehenes en manos de Hamás (115, ocho de los cuales son estadounidenses) marcarán su último medio año como comandante en jefe, pero al menos se podrá dedicar a ellos sin la distracción de una campaña electoral, ahora que será Harris, con toda seguridad, la que se enfrentará al republicano Donald Trump el próximo 5 de noviembre.

Benjamín Netanyahu y Kamala Harris, el jueves en Washington.
Benjamín Netanyahu y Kamala Harris, el jueves en Washington. FOTO: KENNY HOLSTON (EFE)

Lo primero que hizo Biden tras ofrecer (más bien pocas) explicaciones a su renuncia fue, casualidades de un calendario cerrado hace semanas, reunirse con el primer ministro israelí, Bemjamín Netanyahu, al día siguiente de que este ofreciera un discurso en el Capitolio. En una sesión conjunta del Senado y la Cámara de Representantes con numerosas bajas en la bancada demócrata, Netanyahu pidió el apoyo incondicional de Estados Unidos a su guerra en Gaza, que presentó como un “lucha entre la barbarie y la civilización”. Su reunión con el presidente quedó opacada por la que mantuvo a continuación con Harris, que después describió en un tono tajante a la prensa una conversación en la que la vicepresidenta le urgió a un alto el fuego y le advirtió de que ”no guardará silencio” sobre el coste humanitario en Gaza.

El contraste entre ambos estilos y la manera en la que Harris se robó el jueves el espectáculo hizo preguntarse a los analistas si Netanyahu escuchará a Biden o si ya pasó también su página y hará más caso a Harris o a Trump, con quien se reunió el viernes en la residencia del expresidente en Mar-a-Lago, el Camelot del trumpismo. He ahí otra de las paradojas del pato cojo: teme menos las consecuencias electorales de sus apuestas, pero su fecha de caducidad también lo hace un animal que no inspira el mismo respeto que antes en sus rivales en la jungla política.

En su discurso desde el Despacho Oval, Biden completó la lista de tareas para estos seis meses en política exterior prometiendo que seguirá liderando la respuesta internacional al presidente ruso, Vladímir Putin, para “impedir que se apodere de Ucrania”, que trabajará por “una OTAN más fuerte” y que procurará “traer de vuelta a los estadounidenses que están detenidos injustamente en todo el mundo”.

Joe Biden, durante su discurso del miércoles pasado en el Despacho Oval.
Joe Biden, durante su discurso del miércoles pasado en el Despacho Oval. Evan Vucci (via REUTERS)

En clave interna, habló de generalidades como reducir los costos para las familias trabajadoras, fortalecer la economía, defender los derechos civiles, desde el voto hasta el aborto, denunciar el odio y el extremismo, apaciguar las aguas de la violencia política tras el reciente atentado contra Trump, combatir el cambio climático y aumentar el control de armas. También prometió dejar encarrilado otro de los programas estrella de su mandato: la iniciativa Cancer Moonshot (así bautizada en un guiño a la carrera que llevó a Estados Unidos a la luna en los sesenta). La meta es reducir las muertes por cáncer en el país a la mitad durante los próximos 25 años, así como mejorar la calidad de vida de los pacientes.

En un plano más práctico, Biden empujará para que sus dos conquistas legislativas más exitosas ―el gran plan de infraestructuras que sacó adelante antes de perder la mayoría demócrata en el Congreso y la Ley de Reducción de la Inflación, con su agenda climática― sigan recibiendo la lluvia de millones prometida.

Nombrar jueces

El presidente también se ha impuesto la misión de nombrar jueces federales hasta cubrir las 48 vacantes que hay ahora mismo, así como el objetivo de resolver el futuro de otros puestos en las distintas agencias federales: a esa lista se sumó esta semana el de director del Servicio Secreto, después de que su jefa, Kimberly Cheatle, se rindiera a las presiones y dimitiera por los fallos que propiciaron el ataque a Trump en un mitin en Pensilvania.

Y ha avanzado que se empeñará en impulsar cambios en el Tribunal Supremo antes de dejar la presidencia en enero, tales como la limitación de los mandatos de sus nueve magistrados, ahora vitalicios, y la aprobación de un código ético que rija su desempeño. Aún colea el escándalo por los regalos sin declarar recibidos por Clarence Thomas, y el curso judicial que acaba de concluir estuvo marcado por la aparente sintonía con Trump en los meses que siguieron a su derrota electoral de 2020 de la esposa de Samuel Alito. En otra de las particularidades del sistema estadounidense, el Supremo, cuya composición es la más conservadora en ocho décadas, es el alto tribunal más poderoso y menos sujeto a control de Occidente.

Cuánto de ese ambicioso programa podrá sacar adelante depende en parte del Congreso, donde el Partido Demócrata tiene una mayoría corta en el Senado, pero no en la Cámara de Representantes, y los legisladores que se presentan a la reelección (todos los de la Cámara baja y un tercio de los de la alta) estarán distraídos con sus campañas.

Por ese motivo, habrá que estar atentos, dice Riley, al uso que Biden haga de las órdenes ejecutivas. “Es la manera de complicar la vida al Gobierno entrante, si es del partido opositor”, explica el historiador. “Ningún presidente puede inocular completamente al poder ejecutivo contra las decisiones de su sucesor, pero sí puede crear obstrucciones que le compliquen la vida. Por ejemplo, hubo una serie de medidas laborales y medioambientales que Bill Clinton adoptó en 2000 que dieron problemas a Bush, que tuvo que dedicar tiempo a revisarlas y arreglarlas. Sospecho que el presidente Biden está mucho menos interesado en este momento en la legislación colaborativa (que probablemente no sea realista de todos modos) que en crear tantos obstáculos como sea posible a una transición a otra presidencia de Trump”.

Los republicanos no están por la labor de ayudar. Para ellos, los últimos acontecimientos son la demostración de lo que llevan tiempo insinuando, que Biden, de 81 años, no es sino la marioneta del equipo de tecnócratas (de Steve Ricchetti, en asuntos internos, a Jake Sullivan, en exteriores) del que se ha sabido rodear el presidente en activo más longevo de la historia de Estados Unidos.

Según cálculos de The New York Times, 97 cargos republicanos electos han exigido desde que anunció que no perseguiría la reelección una dimisión inmediata, siguiendo un razonamiento que cabe resumir en el argumento del senador por Kansas Roger Marshall: “Si no está en condiciones de afrontar un segundo mandato, debe dimitir ahora mismo. Si no está capacitado para hacer campaña, tampoco debería tener acceso a los códigos nucleares. Es así de sencillo”.

En su discurso de despedida, Biden contestó a esas críticas diciendo que pensaba “concentrarse” en hacer su “trabajo como presidente”. Fueron 11 minutos llenos de sus frases fetiche (”Somos los Estados Unidos de América y simplemente no hay nada, nada que esté más allá de nuestra capacidad cuando lo hacemos juntos”) y de referencias históricas para colocar su legado en el espejo de otros grandes hombres que pasaron por la Casa Blanca. Sin la distracción de una campaña, podrá dedicar más esfuerzos a tratar de vender ese legado en el mercado de la posteridad, confiando en que gane Harris y las 10 semanas de transición tras las elecciones sean suaves, y también en que la actualidad no le depare más sustos. No sería el primero: al final de sus ocho años como presidente, George W. Bush tuvo que enfrentarse con el estallido de la crisis de 2008 y dejar aparcado todo lo demás para sacar adelante un rescate para el sector financiero.

El caso de Biden tiene aún una última particularidad. En la fauna de Washington, el pato cojo es ese animal que acaba transformado en una criatura casi mitológica: el expresidente. Y ahí continúa el trabajo para la posteridad. El ejemplo más evidente es el de Jimmy Carter. Fue un líder de un solo mandato, al que siguió una brillante pospresidencia, llena de logros en la búsqueda de resolución de conflictos y en la erradicación de enfermedades como la del gusano de Guinea, que lo llevaron a ganar el Nobel de la Paz. Cuando dejó de ser presidente, tenía 56 años y ahora Carter se encamina hacia su centenario, en octubre. A qué dedicará Biden sus esfuerzos en los años que le queden tras dejar la Casa Blanca es otra de las preguntas sobre su futuro de momento sin respuesta.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.
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