El gusano que queremos matar
La dracunculosis está muy cerca de ser erradicada. Este capítulo del libro 'El encantador de saltamontes' está dedicado a la enfermedad
Hoy es el día. No estoy seguro de que esté preparado para que me separen de ella —o más bien a ella de mí—; sin embargo parece ser que nuestra despedida es inminente, llegado este momento o nos alejamos definitivamente o, tal y como dijo el buen doctor, es muy probable que la próxima vez que nos duchemos juntos su útero reviente; y desde luego esa no es una experiencia que quisiera retener en la memoria.
Han transcurrido tan solo diez meses desde que ella, parece ser que se trata de una hermosa hembra africana, me encontrara herido, abatido, vagando melancólico y sin esperanza entre las viejas chozas de un poblado indígena en el Sahel sudanés.
¿Qué hacía allí? Eso mismo me preguntaba yo durante las treinta horas de viaje: primero embutido entre las butacas de un minúsculo avión, luego en una avioneta que contra todas las leyes de la aerodinámica y los pronósticos más optimistas era capaz de levantar el vuelo, y, finalmente, dentro de aquel amasijo de hierros oxidados con insufribles asientos que provocaban quejidos en partes de mi cuerpo que hasta entonces no conocía. ¿Por qué narices no pasábamos nuestra luna de miel en las playas de Phuket, que tan maravillosas parecían en el catálogo de viajes, o en los macro-hoteles de Punta Cana con nuestra pulserita todoincluido, como cualquier pareja normal y corriente? La respuesta era sencilla: ¡por ella! Porque «cariño ya sabes que yo soy diferente»; porque «odio a toda esa gente alienada y normal que no tiene mis extravagantes inquietudes, ni, por supuesto, el dinero de papá con el que permitírselas»; porque «prefiero sufrir mi luna de miel en pleno desierto antes que tumbarme tranquilamente a tomar el sol con una piña colada en la blanca arena de una paradisíaca playa del caribe». Y todo para abandonarme justo antes del «sí quiero» delante de cientos de invitados porque, después de más de diez años de noviazgo, no se sentía preparada. De modo que al viaje ya pagado, y dedicado en cuerpo y alma a la tarea de olvidar, me fu yo solito. Y la verdad es que lo pasé francamente mal: en un país extranjero, sin ningún amigo que me escuchara, ¡al menos que me escuchara y me entendiera!, a cientos de kilómetros de una televisión, de una cerveza fría o de cualquiera de las comodidades occidentales que podrían haber amortiguado, si quiera ligeramente, aquel dolor.
En una de esas largas caminatas sin destino por aquellos polvorientos caminos, y como no podía ser de otra forma dentro de un paisaje homogéneo donde a cada metro una roca era sustituida por otra idéntica, me perdí durante horas. Tras casi un día sin ver un alma, rendido a la desesperación y a la enorme sed que estaba padeciendo, me decidí, con todo el asco y la necesidad del mundo, a beber el agua retenida en un pequeño y profundo charco de barro, similar a los inmundos agujeros donde los aldeanos recogían el agua y sobre cuyos peligros me habían advertido decenas de veces. Pero la necesidad es más fuerte que las advertencias, así que bebí el agua, bebí como si fuese el último día de mi vida, bebí como si no hubiera mañana...
La vuelta a España fue espantosa: sucio y agotado frente a la perspectiva de muchas horas de viaje; pero sobre todo con ese maldito picor, con un insistente quemazón que descendía desde mi pantorrilla derecha hasta el tobillo, obligándome, ante el desasosiego y el temor de mi compañero de butaca, a unos perpetuos e intensos frotamientos contra la parte inferior del asiento. ¿Qué maldito mal me estaba devorando por dentro?
Transcurridos algunos meses, varias visitas a diferentes hospitales y decenas de análisis de sangre, de orina y hasta de heces, por fin la causa del picor dio la cara. La cara o el trasero porque solo Dios sabrá que parte exactamente es la que mostraba aquel inquieto y desagradable gusano que asomaba a través de una pequeña herida en el centro de mi tobillo y que hasta entonces me había pasado totalmente desapercibida. Ni que decir tiene que al principio me quedé horrorizado, pero inmediatamente el estupor inicial dio paso a la paranoia: ¡me estoy pudriendo como una manzana!, ¡algún ser extraño ha puesto sus huevos en mi interior!, o, peor aún, ¡estoy muerto y lleno de gusanos! Mas lo cierto es que no estaba lleno de gusanos, ni me estaba pudriendo y desde luego, aunque en los foros de internet en los que expuse mi problema era la hipótesis más valorada, tampoco estaba muerto. Simplemente tenía un nuevo inquilino: una preciosa hembra de lombriz de Guinea. Parece ser que me convertí en el hogar a pensión completa de esta cariñosa gusanita de casi un metro de largo al beber el agua contaminada durante mi aventura en aquella remota y «maravillosa» zona desértica de Sudán.
El Dracunculus medinensis es uno de los nematodos más grandes que se conocen y, para colmo, necesita a los humanos para completar su ciclo vital
Hemos convivido durante meses como una pareja bien avenida, yo la alimentaba con mi sangre y me desfogaba con ella contándole todos mis problemas y mis inquietudes. Ella en silencio, con un pequeño escozor por toda respuesta, que servía para recordarme su presencia, me escuchaba, tranquila, sosegada y sin objeciones. Ahora, a punto de terminar nuestra relación, asoma curiosa e inquieta la mitad de su filiforme cuerpo a través de una pequeña herida en mi tobillo.
Cada vez estoy más seguro de que la voy a echar mucho de menos.
Probablemente una de las imágenes que de mi época de estudiante conservo con mayor nitidez en la memoria sea la de aquella fotografía en la clase de parasitología. He de reconocer, aunque ahora me parezca increíble, que no era una de mis asignaturas preferidas, y en realidad la escogí en detrimento de otras que tenían la fama de al finalizar cada cuatrimestre acumular, como si fuesen muescas en la culata del revólver del pistolero más rápido del oeste, largas listas de alumnos suspensos. Así que el escaso interés que despertaban en mí las historias de bichejos de extrañísimos nombres y mi tendencia natural, convertida ya en una tradición desde mi primer año en la facultad, a no asistir a las clases antes de las doce del mediodía, hizo que el profesor no me reconociera la primera mañana que, cabizbajo y medio avergonzado, me digné a aparecer por el aula. Pero la verdad es que el esfuerzo del madrugón tenía un objetivo que también estaba directamente relacionado con el parasitismo. En este caso el que un humano, muy, muy vago, realiza al aprovecharse del trabajo de otro; vamos que necesitaba que un compañero me dejara los apuntes de la asignatura antes del inminente examen.
Pues allí estaba yo, sentado en la última fila con los ojos más rojos que el tío del anuncio de vispring y unas ganas locas de volver a la cama, revisando el tochazo de apuntes que tenía que fotocopiar y, peor aún, estudiar. Cuando a la par agobiado y aburrido se me ocurre levantar la cabeza del enorme ladrillazo de folios que a buen seguro me iba a quitar el sueño durante un par semanas, y prestar atención a no sé qué historia de una lombriz de no sé dónde. Y he allí, proyectada sobre el amarillento fondo de la pared del aula más vieja de toda la Facultad de Biología, la imagen que lustros después conservo casi inalterada en mi memoria: la imagen de un pedazo de gusano blanco como la leche, fino como un fideo y más largo que una barra de pan, saliendo de la pierna roñosa y escuálida de un señor. Pero ¡por Dios! A las nueve de la mañana, con la gente recién desayunada y todavía con los rescoldos de la cama ¿a qué enferma y perversa mente se le ocurre proyectar esas imágenes?, y sin previo aviso, sin un «estas imágenes puede herir su sensibilidad» o un sencillo «¡Cuidado! El visionado de estas fotografías pueden quitar las ganas de comer durante días».
¿Qué es la dracunculosis?
Tratamiento
Personas afectadas
Muertes anuales
Zonas endémicas
La dracunculosis (comúnmente conocida como enfermedad del gusano de Guinea) es una parasitosis invalidante causada por Dracunculus medinensis, un largo gusano filiforme. Se transmite normalmente cuando la gente bebe agua contaminada con pulgas de agua infectadas por el parásito. La dracunculosis rara vez es mortal, pero los infectados caen en un estado de invalidez durante meses. Afecta a personas de comunidades rurales, desfavorecidas y aisladas, que dependen principalmente de aguas abiertas, como estanques.
No hay ninguna vacuna para prevenir la enfermedad ni existe ningún medicamento para tratarla, pero hay formas de prevención, como beber agua potable o prevenir la transmisión de cada gusano, tratando, limpiando y vendando la zona de la piel afectada hasta que el organismo lo expulse.
Se estima que a mediados de la década de los ochenta había en el mundo 3,5 millones de casos en 20 países, 17 de ellos africanos. En 2016 solo se notificaron 25 casos en el mundo, una de las cifras más bajas de la historia.
Raramente es mortal.
Solo tres países notificaron casos en 2016: Chad, Sudán del Sur y Etiopía.
Fuente: OMS
Ya sé que diréis ¡qué tío más exagerado! Si solo es un gusanito; y es cierto, solo es eso, pero los gusanos que hasta entonces había visto estaban colgando del anzuelo cuando iba a pescar bermejuelas con mi hermano, o como mucho asomaban de una manzana podrida o de una castaña echada a perder; pero ni el peor de mis sueños podría pensar que semejante bichejo pudiera cobijarse dentro de la extremidad de una persona. Una pierna humana que había sido su casa, dentro de la cual había vivido cómodamente durante meses, alimentándose y creciendo tan feliz hasta alcanzar casi un metro de longitud; y donde, para más inri, ¡la habían dejado preñada! De modo que no puedo ni imaginar la cara que pondría el protagonista de nuestra historia cuando de vuelta a casa, y tras intensos picores, viera asomar en su tobillo la preciosa cabecita de la lombriz que se había traído como recuerdo de su viaje. Ahora sé, los apuntes que en su día me tuve que empollar parece que dieron su fruto, que el gusanito era una hembra de Dracunculus medinensis, uno de los nematodos más grandes que se conocen y que, para colmo, necesita a los humanos para completar su ciclo vital. Es probable que después de la historia con la que iniciábamos este capítulo la mayoría de los lectores tengan al menos alguna sospecha de cómo el frustrado esposo pudo encontrar a su nueva y fiel pareja durante el accidentado viaje a Sudán. Obviamente no es aconsejable beber el agua retenida de un charco, independientemente del lugar del planeta en el que te encuentres, pero menos aún hacerlo en una de las pocas zonas de nuestro planeta en la que todavía habita este gusano, y donde hoy en día se producen más del 97% de los casos de dracunculiasis.
Los casos de dracunculiasis han ido descendiendo de forma radical: de más de tres millones de enfermos en el año 1986, a menos de 100.000 en 1997, hasta los solo 542 casos que se diagnosticaron en el año 2012
Por suerte parece que la juguetona gusanita de nuestra historia tiene todas las papeletas para ser una de las últimas hembras de su especie. Nos encontramos ante un parásito que tiene los días contados ya que, desde que en los años ochenta del siglo pasado se elaborara un plan para erradicar esta enfermedad, los casos de dracunculiasis han ido descendiendo de forma radical: de más de tres millones de enfermos en el año 1986, a menos de 100.000 en 1997, hasta los solo 542 casos que se diagnosticaron en el año 2012.
¡Vale!, está claro que incluso acuciado por la sed y bajo el implacable sol africano, nuestro protagonista cometió un error garrafal al beber el agua de aquel charco. Mas estoy seguro de que si el pobre hombre hubiera visto que el charco estaba lleno de gusanos se habría guardado, pero que muy mucho, de echar un trago. Así que obviamente no fue capaz de ver a la gigantesca lombriz que posteriormente se acomodaría en el interior de su cuerpo. Lo cierto es que ni aunque hubiera puesto sus cinco sentidos en buscar al parásito lo podría haber localizado nadando entre aquellas aguas, porque este se encontraba bien oculto: agazapado dentro de un pequeño organismo, en el interior del minúsculo cuerpo de un curioso ¡cíclope nadador!
Ya puedo imaginarme a algunos lectores recordando la historia del enorme Polifemo de Homero que se tragaba crudos a los marineros que viajaban con Ulises de vuelta a Ítaca, y pensando qué narices tendrá que ver la mitología griega con todo este lío de los parásitos. En realidad las únicas características comunes entre los gigantescos cíclopes mitológicos y el minúsculo Cyclopes vernalis es que ambos poseen un único ojo en su cabeza y… una tremenda voracidad, los primeros por la carne humana y el segundo por las delicadas larvas de Dracunculus medinensis. Nuestro pequeño cíclope, que en muchos lugares por lo de evitar tan bonito pero complejo nombre suelen conocer como pulga de agua, es en realidad un crustáceo como los cangrejos o las gambas que nos son más familiares, y que vive de forma habitual en las aguas remansadas o estancadas. Allí con su único ojo localiza y posteriormente engulle diferentes tipos de larvas, entre ellas a unas muy especiales que están dispuestas a dejarse tragar, puesto que de ello no solo depende su vida, sino también la supervivencia de su especie. Cuando las larvas de la lombriz de Guinea llegan al intestino del pequeño cíclope comienzan su desarrollo y allí esperan tranquilamente, como hizo el propio Ulises, a que algún homínido desesperado ingiera a este diminuto Caballo de Troya mientras sacia su sed. Dentro ya del estómago del hospedador humano, los pequeños crustáceos mueren y se degradan liberando la sorpresa que portan en su interior: montones de larvas de Dracunculus medinensis.
Las minúsculas larvas van creciendo y desarrollándose mientras realizan un exótico viaje por el interior del humano que las cobija y que pondría los dientes largos a las legiones de japoneses que cámara en mano recorren cada verano nuestro país. Desde el árido y rugoso estómago donde fueron liberadas se desplazan hacia el oscuro duodeno; posteriormente visitan las homogéneas estepas de tejido muscular; para, finalmente y ya en forma de adultos jóvenes, hacer una primera parada y fonda en la zona de la ingle y de las axilas. En tan íntimos lugares de la anatomía humana, los parásitos tienen sus encuentros sexuales y las grandes hembras son fecundadas por los minúsculos machos. En poco tiempo, con su misión ya cumplida, los machos morirán, se enquistarán y el sistema inmunológico del organismo parasitado los degradará. Pero las hembras preñadas, como salmones que buscan el río donde nacieron para desovar, llevarán a cabo un último y largo viaje que las conducirá hacia la piel de alguna de las extremidades de su hospedador. ¿Su objetivo? Salir al exterior para liberar una nueva prole. Mas hay un pequeño inconveniente para la mamá gusano, y es que la piel humana no deja demasiados resquicios por donde asomar la cabeza; de modo que el bichejo utiliza una curiosa estrategia que consiste en provocar que sea el propio hospedador quien le facilite la vía de escape. La lombriz de Guinea preñada libera una serie de sustancias, principalmente sus propios desechos, que provocan una respuesta inmediata por parte del sistema inmunológico del hospedador, manifestándose en forma de mareo, náuseas y vómitos, pero sobre todo en la aparición de una tremenda erupción en la zona donde se localiza el parásito. La respuesta inmunológica genera una intensa quemazón en la zona de la pústula, que a su vez incita al enfermo a introducir su extremidad en agua fría con el objetivo de calmar tan desagradable sensación. ¿Qué mejor que el agua fresquita para aplacar el ardor en la piel? Y es precisamente esta acción tan cotidiana la que necesita la lombriz para expulsar a sus embriones. El contacto con el agua fría provoca intensas contracciones en el útero del gusano, vamos que se pone de parto, liberando a escopetazos millones de embriones a través de la pústula ya abierta, con la esperanza puesta en que allá fuera, en algún inmundo charco de agua remansada, sean devorados por los pequeños artrópodos de un solo ojo y comenzar así un nuevo ciclo de vida.
Por suerte para el desdichado hospedador, la hembra no se quedará para siempre viviendo en una de sus extremidades. Una vez ha liberado todos los embriones, la cariñosa gusanita morirá y se consumirá, cicatrizando todas las heridas que alguna vez llegó a abrir
Por suerte para el desdichado hospedador, la hembra no se quedará para siempre viviendo en una de sus extremidades. Una vez ha liberado todos los embriones, la cariñosa gusanita morirá y se consumirá, cicatrizando todas las heridas que alguna vez llegó a abrir. No obstante, esperar a que suceda el parto natural puede conllevar un periodo muy largo de escozores, mareos y náuseas, no como podríamos pensar para la futura mamá gusano sino para el desgraciado hospedador. Por lo que una buena cesárea que permita extraer poco a poco el parásito mucho antes de que llegue el venturoso acontecimiento se presenta como una opción más adecuada.
Probablemente después de la separación de su amante gusanil, el protagonista de nuestra historia no presentará ningún efecto secundario más allá de la sensación de soledad que le dejará la ausencia de tan inseparable compañera. Pero la herida que el parásito deja como recuerdo en personas que habitan en ambientes menos asépticos que las modernas casas occidentales puede provocar importantes infecciones bacterianas, como el tétanos, que comprometan seriamente sus vidas.
Fragmento del capítulo El hospedador humano, del libro El encantador de saltamontes. David G. Jara. Guadalmazán. Córdoba, 2016.