Desidia, la lista más votada en las elecciones europeas
La mitad de los ciudadanos no se sienten interpelados por los comicios comunitarios, en buena medida porque asumen que las conquistas se mantendrán sin esfuerzo
La principal incógnita de estas elecciones europeas —si las fuerzas ultras conquistan las cimas que vaticinan algunos sondeos— permanecerá abierta hasta el final. Pero existe otra clave en la que el pronóstico es mucho menos arriesgado: el clamoroso silencio que ofrecerá una buena parte de la ciudadanía ante las urnas este domingo. Salvo excepciones de voto masivo (en parte, por los países donde es obligatorio), los comicios de 2019 apenas sedujeron a uno de cada dos electores en más de la mitad de los Estados de la Unión Europea. Pese a todo, la modesta media contabilizada en 2019, de casi el 51%, ya se consideró un éxito porque representaba el mejor dato desde 1994.
La ingeniería de la Unión Europea (con directivas traspuestas o por trasponer, trílogos, comitologías y otros muchos términos oscuros que ahuyentan hasta al más entusiasta) nunca fue un fenómeno de masas. Desde el inicio, el proyecto ha avanzado con el sobreentendido de que unas élites ilustradas hacían avanzar la integración. Porque la armonización de reglas favorecía a la mayor parte de la ciudadanía al robustecer el Estado de bienestar. Se asumía que esa Europa silenciosa —la que no se siente interpelada por unas elecciones al Parlamento Europeo que ni siquiera son la vía más determinante para el reparto de poder entre instituciones— daba su aval a proseguir el camino. Con la convicción de que lo logrado durante estas décadas se mantendrá, e incluso se expandirá, a través de nuevos derechos y nuevas incorporaciones al vecindario de la UE.
Los frutos obtenidos desde las primeras elecciones al Parlamento Europeo, en 1979 (en España hubo que esperar hasta 1987, un año después de la integración en el club), son evidentes: la libre circulación entre Estados miembros (antes reservada a unos pocos), un marco de derechos y libertades casi único en el mundo, las icónicas becas Erasmus… También, sí, otros sinsabores como el desmantelamiento forzado de algunas industrias, los recortes y rigores que hicieron temblar al bloque comunitario hace 12 años y un reciente endurecimiento de la política migratoria que choca con el sistema de valores que dice preconizar la UE.
La enumeración de aciertos y errores (siempre más fácil de evaluar a posteriori) es infinita. Y, sin embargo, el principal activo de este periodo extrañamente pacífico en un territorio que guerreó durante siglos es precisamente ese: un hilo invisible llamado paz.
Frente a la desidia —traducida en abstención— que se erige como la lista más votada en buena parte de los países de la UE, en los últimos 10 años han emergido con fuerza opciones rupturistas. Con el entusiasmo que suelen despertar las fórmulas que prometen desterrar todo lo conocido para sustituirlo por algo óptimo, algunos partidos esgrimen la Europa de las naciones como receta para enderezar la UE. Cuando fue precisamente el fervor excesivo de las naciones el que desangró el continente. De repente, esos mensajes mesiánicos movilizan a una parte todavía pequeña del pueblo europeo —si es que ese concepto existe—, pero más activa en las urnas que la que defiende políticas continuistas.
Europa, los europeos, corren el riesgo de incurrir en la mayor ceguera posible: dar por blindado lo que se forjó con tanto esfuerzo, tratando de alejar para siempre —a golpe de ley— las tinieblas de la guerra. Pero la salida del Reino Unido en 2020, el primer y único Estado miembro que se ha apeado del proyecto comunitario por un pulso populista alimentado principalmente por bulos, constituyó una primera señal. Las conquistas no son irreversibles. Sin intereses comunes y sin un engranaje de normas que vinculen a los Estados, la tentación de volver a empuñar las armas al menor desencuentro puede reaparecer.
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