Bataclan, diez años del trauma que cambió Francia
Los atentados del 13 de noviembre de 2015 en París, en los que murieron 130 personas, generaron un efecto de unión temporal, pero terminaron acelerando la polarización y la radicalización de la política francesa


Los primeros acordes de Kiss the Devil, de Eagles of Death Metal, sonaban sobre el escenario mientras su vocalista, Jesse Hughes, empuñaba el micro. Entonces irrumpió aquel ruido. Y un extraño olor. Algunos pensaron que se trataba de algún efecto sonoro, petardos. Otros no lo dudaron. “Estaba seguro de que eran disparos. Me gustan mucho los videojuegos y conozco esos sonidos. Luego me acerqué al balcón que daba al escenario y vi la matanza. Mi amigo entró en pánico, corrió hacia adentro y supe que moriría. Yo salí por una ventana para intentar subir al tejado, pero no pude y me quedé ahí colgado durante diez minutos”, recuerda David Fritz Goeppinger, en un café junto al Sena. Era viernes 13 de noviembre de 2015 en la sala Bataclan de París.
El sonido era el de tres fusiles AK-47 de los terroristas ametrallando a las 1.500 personas de la sala. Y los atentados de aquella noche acababan de comenzar. En una acción sincronizada entre las 21.20 del viernes y las 01.40 del sábado, tres comandos de nueve hombres con armas automáticas y cinturones explosivos mataron a 130 personas y dejaron 350 heridos; 90 personas perdieron la vida en el Bataclan. En varias terrazas y restaurantes del distrito 10 y 11 de París, otras 39. En el Stade de France, una más. El grupo terrorista Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), que controlaba todavía ciudades como Raqa, en Siria, o Mosul, en Irak, reivindicó los ataques horas después. Una respuesta, anunciaron, a la participación de Francia en la coalición internacional que bombardeaba sus posiciones en los dos países árabes.

Los objetivos elegidos —un estadio, cafés y una sala de conciertos— representaban “lugares de diversión y pecado”. Pero si buscaron destruir el estilo de vida de una gran capital europea hedonista y diversa, fracasaron. El miércoles pasado por la tarde la vida continúa frente a algunos de aquellos cafés junto al canal Saint-Martin. “Todos recordamos dónde estábamos esa noche, pero no nos tumbaron”, explica Alain, cliente del café de La Bonne Bière, donde murieron cinco personas.
París es hoy una isla en una Francia deprimida por sus crisis políticas y sociales. La ciudad bulle en una efervescencia cultural y lúdica desbordante. La mayoría de cafés siguen abiertos. El Bataclan programa conciertos casi todos los días, incluido antes y después del 10º aniversario. ¿Secuelas? “Los jóvenes de hoy no son los de hace 10 años, y no tienen la misma relación con esos acontecimientos. Eso no quiere decir que no haya pasado nada o que no haya dejado huella. La ha dejado, claramente, en todos los que lo vivieron en primera persona. Y también en el plano colectivo: la evolución del derecho antiterrorista, la creación de memoriales, de documentales, de libros... Pero, del mismo modo que en Madrid el 11-M no tuvo un impacto duradero sobre el uso de los trenes de Cercanías, el 13 de noviembre no cambió la manera de vivir de los parisienses”, explica el sociólogo Gérôme Truc, que ha investigado las reacciones a los ataques yihadistas en las sociedades occidentales y es autor de Sidérations. Une sociologie des attentats.

David Fritz sobrevivió aquella noche. También Sébastien y Charlotte, las otras dos personas que estuvieron colgadas de la cornisa del edificio y luego subieron al pasillo donde los terroristas les retuvieron durante dos horas y media con otros ocho rehenes. Diez años después, y un sinfín de eventos como una pandemia, una guerra en Ucrania y, sobre todo, la caída del califato del ISIS, una parte de Francia se adentró en una terapia postraumática de efectos dispares.
François Hollande, entonces presidente de la República, se presentó en la sala de conciertos esa misma noche. Diez años después, en su despacho de ex jefe del Estado, analiza para EL PAÍS cómo impactó en Francia aquella secuencia. “El país aguantó, hizo grupo. No hubo manifestaciones de franceses contra otros franceses. Se controló la situación, aunque el choque fuera monstruoso. Y en las elecciones que siguieron, la extrema derecha no tuvo un beneficio claro. Ni siquiera en las presidenciales. Pero el terrorismo islamista es un veneno lento. Con el tiempo, surgió el miedo, aunque los atentados hayan bajado en intensidad, a que nuestra sociedad cambie, que no esté guiada por los mismos valores, que estemos sobrepasados por la violencia, por una población que no se parezca a la que lleva aquí mucho tiempo. Ese es el juego de la extrema derecha”, apunta.
Hollande opina que tras aquellos atentados “el islam, más que los propios inmigrantes en general, se convirtió en el objetivo de ese espectro ideológico”. Y se acentuaron las divisiones. “Hoy no existe la cohesión de aquel momento, la unidad nacional de entonces. La división se ha instalado. La idea de vivir juntos, muy fuerte en el momento de los atentados, se ha resquebrajado. Siempre hubo confrontación, pero nos unían una serie de valores. Hoy ya no es así. Cada uno se ha aislado e instalado en sus certidumbres, en sus miedos. Y las redes sociales han hecho mucho daño. Hoy los partidos son débiles, los sindicatos ya no son poderosos, y eso permite a ciertas radicalidades instalarse”, advierte.

Fue un año horrible. Los atentados de 2015 en París, con 130 muertos y después otros cuatro en un supermercado judío, o el de Niza al año siguiente, donde 86 víctimas mortales fueron atropelladas por un camión, dejaron una herida en Francia por la que se desangran lentamente valores fundamentales de la República como la laicidad. Fue también la grieta por la que comenzaría a resquebrajarse parte de la izquierda francesa, formando dos universos “irreconciliables”, en palabras del entonces primer ministro, Manuel Valls.
En la olla del debate público llevaban años hirviendo símbolos religiosos como el velo, algunos asuntos identitarios como la nacionalidad (la discusión sobre su revocación por acto de terrorismo) y también una multitud de temas cotidianos, desde los menús sin cerdo en los comedores escolares, hasta el asiento que un conductor de autobuses públicos podía negarse a ocupar si una mujer se había sentado allí, pasando por el pañuelo de una madre acompañante en las salidas escolares. A lomos de esa discusión crecieron exponencialmente partidos como La Francia Insumisa (LFI), que focalizó en las banlieue (suburbios) su estrategia electoral.
El único hilo conductor era el islam. Y los atentados de 2015 endurecieron posturas, especialmente en algunos sectores de la izquierda. “Justo después de la matanza [12 muertos] de Charlie Hebdo, por ejemplo, hubo una reacción unánime. Había que defender la libertad de expresión. Pero vemos que ahora hay gente que no estaba completamente de acuerdo, que consideraban que habíamos ofendido a Mahoma”, cuyas viñetas publicó la revista satírica atacada, apunta el politólogo Marc Lazar a propósito de la tormenta que se formó tras la ola de ataques de 2015. “Los atentados provocaron la asociación hecha por la ultraderecha de musulmán igual a terrorista islamista. Desde entonces, el rechazo al islam creció muchísimo. El efecto fue terrible”, insiste.
El juicio contra los terroristas en septiembre de 2021 funcionó como terapia colectiva. Fueron 148 días de audiencias, más de 400 testimonios de supervivientes y familiares, 330 abogados, cinco magistrados, medidas de seguridad y una sala de audiencias construida para la ocasión, 14 acusados presentes (y otros seis ausentes, quizá muertos en Siria o Irak), y todo grabado por ocho cámaras: imágenes y sonidos para la historia. Lo esencial era esclarecer, en lo posible, las responsabilidades de cada uno de los acusados y su culpabilidad. Solo quedaba un terrorista vivo de aquellos comandos: Salah Abdeslam. Pero para las víctimas fue una manera de cerrar un capítulo de la historia. “Nos permitió ver que no eran monstruos. Entender el aspecto humano. Ellos no comprendían muy bien por qué lo habían hecho… Además, respondieron a preguntas. Tuvimos algunas respuestas. Todo lo que sabemos lo supimos ahí. Luego podremos seguir preguntándonos cosas, pero todos salimos pensando que si hubiera un segundo juicio no aprenderíamos nada más”, señala Arthur Dénouveaux, superviviente de la masacre del Bataclan y presidente de Life for Paris, una de las dos asociaciones que se crearon tras los atentados.
Dénouveaux cree que estos años se ha perdido la oportunidad de reflexionar en profundidad sobre lo que había ocurrido. “Hemos hecho muchos minutos de silencio, pero hemos debatido poco sobre por qué en Francia todavía tenemos a muchos jóvenes que quieren atacar a otros franceses en nombre de la yihad [lucha o guerra santa]. Y para tener más seguridad hemos aceptado promulgar cada vez más leyes que se aplican a terroristas, pero no solo. Hemos entrado en una lógica del miedo. No hemos intentado atacar el problema en su raíz, que son esos jóvenes. Eso ha sido un fracaso. Lo bueno es que hemos organizado mejor los servicios secretos e inteligencia y hay menos atentados: lo intentan, pero se frenan”.
El miedo real ha disminuido. Cinco años después, el 93% de los franceses pensaba que podía producirse un ataque parecido. Hoy esa inquietud ronda el 60%. Olivier Roy, uno de los mayores expertos en islamismo y la radicalización de Francia, cree que el juicio desempeñó un papel muy importante para aclarar el origen de los ataques. “Arrojó una visión más compleja de las cosas. El yihadismo no era una consecuencia del salafismo, de la islamización de los jóvenes. Era un fenómeno muy violento, pero no enraizado en la población musulmana en Francia. Aunque creó un clima de tensión evidente, con un aumento de la islamofobia. Pero políticamente no hubo gran cosa. Porque esa ola terrorista despareció con el fin del califato. Después de 2017 ya no existe una amenaza terrorista organizada, sino casos particulares en los que se mezcla la psiquiatría y la ideología”, apunta.
Los cambios han sido lentos. El eco del trauma persiste. Desde un punto de vista estrictamente científico, se sabe que una sociedad necesita aproximadamente nueve meses para volver a la normalidad después de un atentado terrorista de gran magnitud. “Es el tiempo que le hizo falta a EE UU tras el 11-S o a España después del 11-M. Eso no significa que se vuelva exactamente a la vida anterior, como si nada hubiera ocurrido, sino que se sale de la zona de turbulencias sociales desencadenada por el ataque y que otros temas vuelven a ocupar la primera plana de la actualidad”, explica el sociólogo Truc. Y, precisamente, no han sido diez años especialmente tranquilos.
Lo verdaderamente inédito en lo que vivió Francia hace diez años es que fue golpeada en tres ocasiones por atentados masivos, en intervalos de nueve meses. Truc cree que eso hizo que Francia necesitara mucho tiempo para salir de esa larga secuencia terrorista: “El movimiento de los chalecos amarillos es el que marcó el paso hacia otra etapa, a partir de noviembre de 2018. Pero desde entonces ha habido otros acontecimientos fuera de lo común: la pandemia de la covid-19 y la crisis política abierta por la disolución de la Asamblea Nacional. El estado actual de la sociedad francesa es el resultado de todo ello".
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