Ahn Hak-seop, el excombatiente de 95 años que quiere regresar a Corea del Norte: “Debo morir allí”
Peleó en la guerra de Corea y pasó 42 años detenido en el Sur. Hoy forma parte de un pequeño grupo de “no convertidos” que desean cruzar al otro lado de la frontera


—¿Por qué quiere usted volver a Corea del Norte?
—Es una larga historia. Debo contar lo que ha pasado durante 70 años...
Ahn Hak-seop es un vestigio de la Guerra Fría. Para ir a conocerlo también es preciso llegar allí donde la Guerra Fría sigue viva.
La verja corona un paisaje de cultivos. “Aquello de allá es Corea del Norte”, indica el pastor Lee Jeok, que va al volante del coche. Tras la valla coronada de alambres de espino se ven las defensas antitanque colocadas en la orilla surcoreana de la Zona Desmilitarizada (DMZ), la franja fronteriza entre las dos Coreas; luego, se despliegan las aguas plomizas del río Han. En la orilla de enfrente se ven las colinas azuladas del país más hermético del mundo. Técnicamente ambos lados siguen en guerra.
El pastor Lee es el enlace para llegar hasta Ahn. Acaba de cruzar un checkpoint militar para acceder a esta zona bajo control del ejército surcoreano, por su proximidad al Norte. Aquí, en esta pequeña aldea en Gimpo, a unos 40 kilómetros al noreste de Seúl, está la parroquia del pastor Lee, la Iglesia de la Paz de Mintongseong. Profesa la fe cristiana, pero cuando se le pregunta por ella dice que está dedicada a la reunificación de Corea, y a ejercer actividades antiestadounidenses. Sobre el presidente estadounidense, Donald Trump, que ha aterrizado este mismo día de finales de octubre en Corea del Sur, dice el pastor: “Es como si hubiera venido a inspeccionar un estado vasallo”. La suya es una parroquia extraña. Tras subir por una carreterita arbolada, detiene el coche ante una casa con un jardín salvaje, donde la maleza trepa por todas partes, y una pancarta cuelga junto a la entrada: “Devolved al Norte inmediatamente a Ahn Hak-seop, el prisionero de guerra que más tiempo ha servido del mundo, 42 años”.
Al cruzar el umbral, aguarda un felpudo de la bandera estadounidense dispuesto de modo que sea lo primero que uno pisa al entrar. Dentro, Ahn Hak-seop, exmilitar comunista del ejército norcoreano, de 95 años, escucha en el móvil una marcha militar soviética. Amigo del pastor desde hace años, ahora vive en la parroquia, al lado de la frontera.
Ahn apoya las manos en una cachava y va tocado con un sombrero de fieltro. Fue hecho prisionero por el Sur en 1953. Condenado por espionaje, sufrió torturas brutales, pero nunca firmó una confesión. Pasó 42 años en prisión y fue de los pocos que jamás cambió de ideología. Su mirada firme denota ideas inflexibles: “La gente no se da cuenta de que somos como esclavos bajo el gobierno colonial estadounidense”, dice sobre Corea del Sur.
La prensa surcoreana lo denomina un “preso de larga duración no convertido”. Es “uno de los seis ancianos exsoldados y espías norcoreanos que aún no han renunciado a sus creencias comunistas vinculadas a Corea del Norte, a pesar de haber pasado décadas en prisión en el sur”.
Ahora que se le agota la vida quiere regresar. Un grupo de activistas apoya su causa. Ha organizado ruedas de prensa y manifestaciones para reclamar al Gobierno que se le permita volver. En verano trató de cruzar caminando, con su paso lento de anciano, por Panmunjom, la aldea fronteriza donde Trump y el líder norcoreano, Kim Jong-un, se saludaron en 2019. Ahn fue detenido por militares antes de abandonar suelo surcoreano. Cuesta entender sus motivos para volver a un lugar del que tantos quieren escapar:
—Debo contar lo que ha pasado durante 70 años...
Ahn nació en 1930, con Corea bajo dominio de Japón, en Ganghwa, una isla fronteriza a unos pocos kilómetros de la parroquia, en lo que hoy es Corea del Sur. Entonces no existía tal división, y él se identifica como norcoreano. No tenía ni diez años cuando el mundo se vio sacudido por la II Guerra Mundial; 15 cuando la guerra acabó y las grandes potencias que contribuyeron a la liberación de Corea, Estados Unidos y la Unión Soviética, discutían el destino de la península. Dice que su sentimiento antiestadounidense empezó a formarse cuando el general estadounidense Douglas MacArthur anunció el establecimiento de un gobierno militar al sur del paralelo 38º norte, el tajo que hoy sigue separando ambos países. “Mi conciencia política comenzó a cobrar forma”. Corea, dice, pasó de un gobierno colonial a otro.

Antes de que se desatara la guerra coreana, estudia en Kaesong, entonces bajo control del Sur, y hoy parte del Norte. Allí se une a la Liga de las Juventudes Comunistas y participa en actividades clandestinas para subvertir la presencia estadounidense. Sufre encontronazos con la policía, pasa tiempo escondido, vive “bajo arbustos y pinos”.
El principio de la guerra, en 1950, le sorprende con 20 años. China acude en ayuda del Norte con millones de combatientes, la URSS proporciona armamento. El Sur, con apoyo de Estados Unidos, contiene la ofensiva relámpago. Del primer año recuerda la batalla de Chosin. “Había muchos voluntarios chinos heridos, yo ayudaba con los traslados; a finales de 1950 fui a Seúl...”. Cierra los ojos. Pide un momento para pensar. Busca en su memoria, que parece hecha de brumas.
A veces es difícil seguirle el hilo. La entrevista se hace mediante intérprete. El pastor Lee se acerca y deja sobre la mesa unas bebidas de ginseng, de sabor metálico y dulzón. Ahn apura la botellita casi de un trago.
En 1951, se sumó formalmente a las filas norcoreanas, como “segundo jefe de pelotón de la unidad 941, directamente subordinada a la unidad 52 del ejército”, dice de carrerilla. Era un grupo de seis hombres al que se le asigna moverse por el Sur, entre filas enemigas, para prestar apoyo a los destacamentos norcoreanos. Su función es hacer llegar suministros desde el norte. En abril de 1953, tres meses antes del armisticio, cuando su unidad había sido completamente diezmada y era el único superviviente, las tropas surcoreanas le sorprenden. “Iba vestido de uniforme”, especifica. Es un detalle relevante: a pesar de ello, lo acusan de espionaje y comienza un carrusel de interrogatorios y torturas brutales que se prolongan durante décadas. Sufrió los durísimos programas de conversión ideológica, mediante los que se forzaba a los prisioneros a renunciar a la ideología comunista.
“Cumplía plenamente los criterios para ser considerado como prisionero de guerra bajo el Convenio de Ginebra. Como tal, debí haber sido retornado”, protesta. “Fue una violación del derecho internacional y un crimen cometido por Corea del Sur”. Al ser preguntado por las torturas, acerca la barbilla a las manos apoyadas sobre el bastón, y la voz se le quiebra: “Cuando hablo de ello mi corazón late con fuerza y no puedo dormir”.
Habla de una celda helada en la que apenas entraba sentado; de luxaciones de brazos hasta que se oían chasquidos; de latigazos con cuerdas llenas de nudos; de ahogamientos simulados; de sus pies desnudos golpeados por palos hasta perder las uñas. Se quita el sombrero y señala en la coronilla el punto donde le vertían agua gélida de forma constante hasta que sentía como si le golpearan con una roca: “Me llevó al borde de la locura”. Le animaban a firmar una confesión diciendo que podrían retomar una vida normal. Nunca aceptó. Los malos tratos duraron años.
Corea del Sur cambió a finales de los ochenta. Llegó la democracia. Ahn Hak-seop fue finalmente liberado en 1995, gracias a la presión de grupos humanitarios. En 2004, un panel gubernamental informó de 77 muertes de reclusos relacionadas con el programa de conversión ideológica mediante tortura. Más tarde, otro panel reconoció a Ahn como víctima de tortura, según una información de The New York Times.
Salió en libertad con 65 años, ya no existía el telón de acero y el capitalismo había transformado el país. A los 70, se casó con una mujer 32 años más joven que él. Hoy, ella tiene demencia y vive con un familiar. Pudo haber regresado a Corea del Norte en el año 2000, cuando Seúl organizó el retorno voluntario de decenas de exprisioneros. Decidió quedarse porque sintió que debía defender sus ideas en el Sur.
Conoció al pastor Lee, un activista que pasó por un campo de reeducación en los ochenta acusado de violar la ley marcial durante el régimen del dictador surcoreano Chun Doo-hwan. Y Ahn acabaría adoptando legalmente como hija a la esposa del pastor.

Esta hija adoptiva, que murió recientemente, es la autora de las esculturas antiestadounidenses de papel maché que pueblan la estancia. Una representa a la Estatua de la Libertad, armada con un rifle, fumando un puro, y con billetes de dólar asomándole de la ropa.
“Corea del Norte es el lugar de origen de mi ideología”, reflexiona Ahn. “Me gusta el socialismo. El principio de todos los problemas es la propiedad privada de los medios de producción. Solo trae avaricia. Aquí los hijos de los ricos viven entre lujos mientras otros no tienen nada”.
Cuando se le pregunta si es consciente de que Pyongyang está acusada de cometer gravísimas vulneraciones de los derechos humanos contra su población, replica: “La gente dice que Corea del Norte es una dictadura. Pero yo siento que son todo mentiras. ¿Qué es una democracia?“. Defiende a Kim Jong-un: “Está haciendo un buen trabajo”.
Seis “no convertidos” como él han solicitado en los últimos meses a Seúl poder regresar. Su caso se encuentra bajo revisión del Ministerio de Unificación surcoreano. Mientras, el Norte no ha emitido ninguna reacción, según la agencia Yonhap.
“Los que conocí en Corea del Norte ya deben de haber muerto. Pero eso es irrelevante”, confiesa Ahn. “Casi he cumplido 100 años. He vivido mucho tiempo. He perdido la afección por este país. Nací bajo dominio colonial. He sufrido todo tipo de abusos de derechos humanos, e, incluso muerto, pensé, seré enterrado en suelo colonial, mientras mis colegas descansan en la tierra independiente del norte. Mis piernas ya apenas me sostienen. He perdido varias veces el conocimiento. Por eso quiero volver antes de morir. Debo morir en el norte”.
Reconoce que hay cosas que le gustan del sur; el estado del bienestar, por ejemplo, “inspirado por el comunismo”.
—¿Y ha probado alguna vez una hamburguesa americana?
Es la única vez que se ríe durante la entrevista.
—Lo hice. Y estaba buena. Mucho mejor que comer arroz todo el tiempo.
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