Tíbet, el territorio donde el Partido Comunista chino se hace omnipresente
Viaje a la región autónoma de China, donde Gobiernos y ONG denuncian la vulneración de derechos y Pekín defiende que ha implantado un exitoso modelo de desarrollo


Los muros blancos y rojizos del palacio de Potala, la antigua residencia del Dalai Lama, se yerguen sobre la colina ahí enfrente. Tiene algo de buque ancestral, parece un arca varada a la espera del diluvio, agujereada por decenas de escotillas. Flamean las telas tibetanas sobre las galerías. La vista se pierde en el laberinto de escaleras que se cruzan hacia el cielo en un juego óptico coronado por tejados de oro. Golpea un sol cegador a 3.646 metros de altitud. Es mediodía en Lhasa, la capital de la región autónoma de Tíbet, en los confines de China, en las faldas del Himalaya. El actual Dalai Lama abandonó esta ciudad en marzo de 1959 camino del exilio. Nunca ha vuelto a lo que considera un territorio “ocupado”.
Aquí abajo, en la plaza a los pies del palacio, acaban de celebrar una ceremonia para recordar la otra cara de aquel hito. Los soldados han izado la bandera de la República Popular y se ha dispuesto un friso floral con una inscripción: “28 de marzo, Día de los Siervos Liberados del Tíbet”. Pasean turistas venidos de toda China. Y dos inmensos cartelones en los flancos subrayan que todo sigue bajo control de Pekín. Uno, exhibe las caras de los cinco grandes líderes desde 1949, de Mao Zedong a Xi Jinping. El otro queda reservado para el segundo. Es un rostro de Xi de unos 10 por 6 metros. Recuerda al de Mao en Tiananmén; sus ojos observan cada rincón de la plaza.
El Partido Comunista chino es omnipresente en Tíbet. Su rastro se ve por todas partes durante una visita de cinco días organizada por el Consejo de Estado (el Gobierno chino) para diversos medios, entre ellos EL PAÍS.
“¡La luz radiante del Partido ilumina las fronteras, y el pueblo fronterizo tiene el corazón dirigido al Partido!”, se lee en una valla publicitaria junto a la carretera. Hay decenas de mensajes similares, diseminados cada poco. Ir de la mano de las autoridades es la única forma de que periodistas y observadores extranjeros entren en la región. Es territorio sensible. Aquí ha habido en el pasado estallidos de furia, decenas de tibetanos se han quemado a lo bonzo, y la represión ha sido denunciada por Gobiernos, ONG y organismos internacionales. Hace tiempo que las inmolaciones no son noticia; persisten las críticas. “Desde 2013, la situación de los derechos humanos de los tibetanos étnicos en las zonas tibetanas de China […] se ha ido deteriorando”, aseguraba la delegación de la Unión Europea en China en diciembre. En marzo, Estados Unidos sancionó a funcionarios chinos por la falta de acceso libre a periodistas, diplomáticos y observadores independientes.
Buena parte de las preocupaciones se centran en el borrado de la identidad y cultura tibetanas. En 2023, la ONU expresó su inquietud por la separación de un millón de niños tibetanos de sus familias para su asimilación “forzosa” en internados. Pekín asegura que esta red de escuelas es de elección libre, y la visita a una de ellas figurará en el programa.

El viaje tiene como objetivo mostrar empresas, servicios sociales, infraestructuras y puntos turísticos. Se habla de desarrollo, inversiones y oportunidades para los locales. La agenda ha sido organizada para que los medios vean lo que Pekín quiere mostrar. Todo está enfocado a resaltar la “unidad” entre Tíbet y China: desde el hotel (con una enorme bandera china presidiendo el recibidor) al espectáculo nocturno (un relato embellecido sobre la princesa china Wencheng, del siglo VII, que se casó con el rey tibetano Songtsen Gampo). Encaja con el mensaje de Pekín: “Es el fundamento histórico más poderoso de nuestra unidad nacional”, resume uno de los responsables de la obra.
En el monasterio de Jokhang, un espectacular complejo del siglo VII en el centro de Lhasa, el más sagrado del budismo tibetano, queda claro también el realineamiento religioso con Pekín. La Ba, un monje envuelto en una túnica granate, vicedirector ejecutivo del comité de gestión del centro, no esquiva la última polémica sobre el Dalai Lama, cuya imagen está prohibida en Tíbet, pero sigue siendo el líder espiritual de esta religión. Con 89 años, el Dalai Lama ha afirmado que en su próxima reencarnación nacerá en el “mundo libre”. La Ba responde: la elección seguirá “rituales históricos” y, en todo caso, “deberá ser reconocido por el Gobierno central”.
En una residencia de día para mayores hay una imagen del presidente chino a la entrada. Otra fotografía del líder preside el salón donde ancianos de rostro tostado y sombrero tibetano juegan a los dados y sorben té. Son agricultores jubilados. Se expresan en tibetano. Pasan de los 70. Uno dice que la región ha vivido “un cambio dramático”, según traduce la persona facilitada por el Gobierno. Habla de los puentes y las carreteras que “ahora llevan a todas partes”, de las cañerías y la higiene frente a la mugre del pasado. Sus hijos ya no trabajan el campo; han comprado camiones y se dedican a la construcción. Algunos nacieron antes de la llegada de las tropas de Mao, cuando aún estaba el Dalai Lama.
―¿Cómo era aquella época?
―Era muy pequeño, no me acuerdo del todo
Dicen que no cambiarían el presente. “Si lo comparo con el pasado no puede ir mejor”. Uno de ellos hace girar la rueda mani de oración tibetana con un balanceo de muñeca, y añade: “Todos morimos y tenemos que prepararnos para la siguiente vida”.

La ciudad está en fase de crecimiento. Las centenarias calles del centro, por donde se arrastran los peregrinos, son la excepción. Lhasa está poblada de bloques anodinos; surgen nuevos ensanches a las afueras con centros comerciales idénticos a los del resto del país, donde los niños juegan a videojuegos con gafas de realidad virtual. En las esquinas, cada poco, se ven casetas de policía. Están diseminadas por toda la ciudad. Forman parte de la respuesta de Pekín a los incidentes del pasado: las autoridades crearon una malla de pequeñas comisarías de proximidad para mantener las inmolaciones a raya y responder de inmediato ante posibles altercados. El modelo tuvo tanto éxito que se replicó en Xinjiang, otro de los territorios sensibles.

Uno de los días, la comitiva de reporteros es guiada a una rueda de prensa con autoridades regionales donde, por sorpresa, se anuncia la presentación del documento Derechos Humanos en Xizang [nombre chino de Tíbet] en la Nueva Era. El texto, elaborado por el Gobierno, subraya que Tíbet ha pasado de ser una teocracia donde más del 95% eran “siervos y esclavos” a un lugar que “disfruta de estabilidad política, unidad étnica, desarrollo económico, armonía social y amistad entre las distintas religiones”. Resulta una inmersión en la visión de los derechos humanos que promociona Pekín (la “perspectiva marxista”), que ha puesto en alerta a las democracias occidentales: enfatiza una visión adaptada a cada país frente a la universalidad; prioriza el desarrollo y la subsistencia sobre otras libertades, como la de expresión.
Tras la comparecencia, atienden “expertos” traídos por el Gobierno. “Durante mucho tiempo, ciertos sectores dentro de la comunidad internacional —incluyendo fuerzas separatistas tibetanas y grupos antichinos— han difundido numerosas declaraciones falsas en torno a la situación de los derechos humanos en Tíbet”, aporta Zhaluo, del Centro de Investigación de Tibetología. “Los prejuicios de Occidente hacia China son evidentes”, añade Zhang Yonghe, del Instituto de Investigación en Derechos Humanos de la Universidad del Suroeste, en Chongqing. Según él, no hay como ir a Tíbet y observar para ver el cambio. Cuando se le pregunta por qué periodistas y demás tienen prohibido visitar libremente, responde que se debe al mal estado de algunas infraestructuras, a peligrosos vientos que soplan en determinados aeropuertos, a la pobreza de ciertos alojamientos, “ya que los chinos suelen querer recibir a los invitados extranjeros con la mejor calidad”.

“La mayoría de cosas que el Gobierno quería hacer en Tíbet ya las ha hecho”, se resigna una fuente europea radicada en Pekín que trata asuntos de derechos humanos. Las vulneraciones del pasado han quedado sepultadas por la historia oficial y una política de hechos consumados, prosigue. “Se ha conseguido la homologación cultural en todo lo importante con la China interior, pero manteniendo las características de parque temático para que los han [etnia mayoritaria del país] puedan ir de visita turística y disfrutar de los yaks y los colorines”. Solo se les ha ofrecido una opción de desarrollo, la china, y la mayoría la ha abrazado: “La gente no quiere morirse de tifus”.
Un tren bala cose ahora la provincia y vuela de Lhasa hasta Linzhi, rodeada de picos nevados. El valle, atravesado por el río Nyang, es fértil y los melocotoneros recién florecidos forman un paisaje algodonado. Es uno de sus grandes atractivos. Miles de personas acuden estos días a Gala, un pueblito que cuenta con 149 habitantes y 1.253 melocotoneros en eclosión. Cientos de personas pululan con el móvil en la mano. Los ingresos se han multiplicado desde que dieron con la veta turística.

La aldea es una oda de lealtad a Pekín. En la plazoleta, una escultura con la hoz y el martillo tiene inscrito el “juramento de ingreso al Partido Comunista”. El jefe local, Nima Duoji, de 39 años, recibe en el salón de su vivienda. Huele a leña, se filtra la luz por las cortinas, es el primer miembro del Partido en su familia. Se suma al discurso desarrollista: recuerda estas calles, en su infancia, llenas de heces de yaks. “Era muy sucio y muy pobre”. La peor época, según le han contado sus ancestros, fueron los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. No había apenas qué comer. Él abandonó la escuela a los 16 años. El mayor de sus tres hijos ahora estudia Derecho en Sichuan. En las paredes cuelgan numerosas fotografías de Xi y Mao. Concluye: “Sin el Partido Comunista, ahora no tendríamos una vida feliz”.
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