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Laila Basim, mujer afgana: “Me han pegado, perseguido e insultado pero voy a seguir protestando”

Esta economista de 30 años, que ha perdido su trabajo y su vida social, cuenta en primera persona cómo han sido estos tres año bajo el régimen de los talibanes

Laila Basim, en el centro, con chaqueta roja, en una manifestación en Kabul en diciembre de 2022 contra el cierre de las universidades para las mujeres.
Laila Basim, en el centro, con chaqueta roja, en una manifestación en Kabul en diciembre de 2022 contra el cierre de las universidades para las mujeres.Getty Images (Getty Images)

Mi nombre es Laila Basim, tengo 30 años y nací en el norte de Afganistán, en Faizabad, en la provincia de Badajshán, a 260 kilómetros de Kabul. Me licencié en Económicas y, tras unas oposiciones, en 2017, pasé a formar parte del cuerpo de funcionarios del Estado, trabajando en el Ministerio de Economía. Pero en agosto de 2021, tras la vuelta de los talibanes al poder, ahora hace tres años, perdí mi trabajo, como tantas otras mujeres de mi país. Ese día, desempleada, confinada en mi casa, me vi a mí misma como una pobre mujer sin posibilidad de luchar para cumplir los sueños a los que aspiraba.

El ascenso de los talibanes implicó una lista interminable de restricciones para las mujeres: en marzo de 2023 el Ministerio de Educación anunció que nos cerraba las puertas de las escuelas; en diciembre de 2023, decretó nuestra expulsión de las las universidades. Desde entonces, ninguna mujer ni niña mayor de 12 años puede ir a clase de ningún tipo en mi país. También se nos ha purgado de los puestos funcionariales e incluso se nos ha despojado de la más mínima vida social: ni siquiera podemos ir al médico solas, sin un hombre, aunque nos estemos muriendo. A lo largo de estos años tan duros los talibanes han aprobado más de 80 decretos encaminados a cercenarnos la vida: desde advertir a los taxistas para que no admitan mujeres bajo pena de azotes o de multas a prohibir que viajemos solas a una distancia mayor de 70 kilómetros, sin la compañía de un hombre; desde el derecho a elegir marido a la prohibición a entrar en un parque público o en un jardín.

Durante estos tres años he asistido a las atrocidades cometidas por los talibanes. Yo misma he presenciado, en mi provincia natal, el asesinato a tiros de una chica joven, vecina mía, a la que su hermano mató porque se oponía a un matrimonio forzado. Y en diciembre de 2022, estando yo también en Badajshán, vi cómo los talibanes condenaron a 70 personas, incluidas 11 mujeres, a las que castigaron en público. Dos de esas mujeres fueron lapidadas hasta la muerte por no llevar el hijab en la calle. Y los talibanes ni siquiera aportaron una prueba de que eso fuera cierto. Muchos de estos crímenes han permanecido ocultos a los ojos de los medios de comunicación. También he visto a clérigos tachados por los talibanes de infieles y ejecutados a balazos, y cadáveres de chicas jóvenes que aparecen por las mañanas en las aceras. Son demasiados crímenes para contarlos todos o recordarlos.

Los que piensan libremente y están en contra de excluir a las mujeres de la sociedad se han opuesto a esta opresión. También las mujeres: algunas hemos salido a la calle a pedir igualdad y justicia desde el mismo momento en que llegaron los talibanes, como el grupo del que formo parte, al que hemos llamado Movimiento Espontáneo de Mujeres Manifestantes de Afganistán.

Por participar en estas protestas perdí un hijo que gestaba: ocurrió el 13 de agosto de 2022, un año después de la llegada de los talibanes. Salimos a la calle a manifestarnos a propósito de ese Día Negro de Afganistán. Los talibanes nos dispersaron con disparos, nos forzaron a refugiarnos en un sótano. Tras encontrarnos, entraron y nos sacaron a palos. Yo estaba embarazada entonces y a consecuencia de los golpes, al volver a casa tuve un aborto espontáneo.

Laila Basim, segunda por la izquierda, en una protesta en Kabul en mayo de 2022. Imagen cedida por ella.
Laila Basim, segunda por la izquierda, en una protesta en Kabul en mayo de 2022. Imagen cedida por ella.

Eso no impidió que siguiera protestando. Cuando los talibanes cerraron las puertas de las escuelas a las mujeres volvimos a salir a la calle. Esta vez acudieron con mujeres policías armadas de bastones. Me golpearon tan fuertemente que estuve con las piernas amoratadas durante un mes. Pero volvimos a intentarlo: en otra manifestación prevista contra el cierre de las escuelas me presenté antes de la hora en la plaza acordada para la protesta a fin de ver si había problema. Lo hice así porque era una de las cabecillas del grupo. Y, efectivamente, descubrí a miembros de la inteligencia del Gobierno talibán metidos en coches con las ventanas tintadas, esperándonos. Al verme, vinieron hacia mí. Un oficial de inteligencia vestido de paisano me interrogó y me advirtió de que si no desconvocábamos la manifestación se llevarían a las que participaran, incluyéndome a mí, de manera que nadie volviera a saber de nosotras nunca más. La amenaza me aterrorizó tanto que no fui capaz de otra cosa que no fuera bajar la cabeza y abandonar la plaza.

Mi casa ha sido asaltada y registrada dos veces en el mismo día por miembros de la inteligencia de los talibanes. Durante estos tres años he cambiado de residencia cada tres meses y cuando la represión se volvía demasiado peligrosa —y me daba cuenta de que arrestaban a mis compañeras— abandonaba Kabul y me refugiaba en Badajshán, desapareciendo de los medios durante un tiempo.

Otra manera de protestar fue montar una biblioteca en Kabul para mujeres a la que llamamos Zan, que significa, precisamente, “mujer” en dari, el dialecto del persa que habla el 70% de la población afgana. Prestábamos libros y dábamos cursos y charlas. Una de nuestras intenciones era promover la lectura y la cultura entre las mujeres y las niñas. La otra: desafiar a los talibanes y demostrarles nuestra oposición. Ellos trataron desde el principio de cerrarla. De hecho, dos veces nos la encontramos con un cerrojo en la puerta. Forzábamos la cerradura y seguíamos. Pero los talibanes no cejaron. Continuamente hostigaban al personal que atendía y a las mujeres que acudían a prestar libros o a leer. Nos acosaban todos los días, censurándonos lo que hacíamos. Recibíamos llamadas de teléfonos conminándoos a no abrir más. Iban cada día y vigilaban la zona, lo que atemorizaba a las mujeres, que no se atrevían a entrar. Al final, ante ese acoso, tuvimos que cerrar y llevarnos los libros para guardarlos en casa.

Una sobrina, desesperada y desesperanzada después de que le negaran proseguir con sus clases de primero de Ingeniería en la universidad, vino a verme un día y me preguntó: “¿Qué hago?”. Yo le animé a que se uniera a nosotras. Y cuando se sumó a una manifestación en Kabul a las puertas de la universidad para exigir que las reabrieran para las mujeres, vino la policía y nos dispersó. Y arrestó a seis mujeres, entre las que se contaba mi sobrina: las interrogaron durante seis horas y fueron obligadas a grabar declaraciones en vídeo antes de ser puestas en libertad bajo fianza. A lo largo de estos tres años han metido en la cárcel a seis compañeras por participar en manifestaciones. Algunas 12 días. Otras siete meses.

Estoy casada, tengo una hija pequeña y puedo asegurar después de estos tres años que vivir bajo las leyes de los talibanes es sufrir una muerte lenta. Pero a la pregunta de si tengo miedo a firmar este artículo de denuncia la respuesta es simple: no, nunca. Me han pegado, perseguido e insultado, pero voy a seguir protestando.

Zan Library
Un grupo de mujeres en uno de los talleres culturales de la biblioteca Zan, en Kabul, cuando aún estaba abierta. Foto cedida por la biblioteca.

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