La estrategia sin futuro de Israel
Los asesinatos selectivos de dirigentes palestinos no solucionan problema alguno y dan mayor determinación en la resistencia de las nuevas generaciones
Entre las anomalías de las prácticas de Israel en el concierto de las naciones, el asesinato selectivo de sus enemigos ha sido una constante a lo largo de su historia. En su obra Rise and Kill First (2018), el periodista israelí Ronen Bergman ha documentado más de 2.300 operaciones con varios miles de asesinatos selectivos en distintos continentes, la mayoría de dirigentes palestinos, pero no solo: los hay iraníes, iraquíes, sirios, libaneses. Asestar un golpe mortal al enemigo es el viejo sueño israelí para acabar con su problema con Palestina. Pero es en vano: ni el problema se resolverá con violencia ni el enemigo es un individuo.
No debe pasarse por alto que, en la lista de operaciones especiales, el blanco no se ha limitado al asesinato de mandos políticos o militares palestinos. Durante años, los intelectuales fueron objeto de especial saña: una bomba lapa mató a Gassan Kanafani, narrador y dirigente del Frente Popular para la Liberación de Palestina, en Beirut en 1972; un comando ametralló en su despacho a Kamal Nasser, poeta, pintor y portavoz de la OLP, también en Beirut en 1973; un tiro en la nuca acabó con la vida de Nayi al Ali, dibujante radicalmente independiente, en Londres en 1987...
Arafat siempre estuvo entre los objetivos del Mosad, el servicio secreto israelí, que no consiguió matarlo, aunque por el camino se llevara a varios de sus ayudantes. Con todo, su extraña muerte, en apariencia debida a un envenenamiento, queda lejos de estar aclarada.
A efectos políticos hay dos asesinatos decisivos. En 1988, pocos meses después de iniciada la Primera Intifada, el Mosad lanzó una compleja operación en Túnez, con desembarco de sus agentes especiales. El objetivo era Abu Jihad, entonces número dos de Fatah y responsable de la coordinación entre la OLP y el levantamiento popular palestino de Gaza y Cisjordania. En 2004, en plena Segunda Intifada, el Mosad cedió el testigo al ejército: una lluvia de misiles disparados desde un helicóptero de combate asesinó en Gaza al jeque Ahmed Yasín, fundador y líder de Hamás.
Ni la primera ni la segunda intifada se detuvieron, ni mejoró la seguridad de Israel, ni se solucionó problema alguno, israelí o palestino-israelí, si tal diferenciación es posible. Todo lo contrario. Tras cada asesinato de un líder palestino se ha abierto un tiempo de mayor inestabilidad, a la vez que de mayor determinación en la resistencia de las nuevas generaciones. Ismail Haniya, el líder de Hamás asesinado ahora en Teherán, tendrá sucesor, sin que la espiral de violencia se frene a menos que haya justicia y reparación.
Aun teniendo esta dilatada experiencia, Israel sigue adelante, esta vez, con el genocidio de Gaza como telón de fondo. Israel ha convertido estas prácticas de aniquilación de personalidades palestinas en razón de Estado, y lo que es aún más grave, han quedado sancionadas por el silencio cómplice de la comunidad internacional. Genocidio y asesinatos selectivos: un cóctel que no conduce a ninguna parte.
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