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Los saharauis que piden escalar el conflicto con Marruecos: “No tenemos nada que perder”

Las hostilidades por el Sáhara Occidental, que la ONU define “de baja intensidad”, han quedado aún más opacadas por las guerras de Ucrania y Gaza

República Democrática Saharaui
Un joven carga con una bandera de la autoproclamada República Democrática Saharaui en el campo de refugiados de Auserd, en Tinduf (Argelia).ÓSCAR CORRAL
Alejandra Agudo

El mundo está pendiente de la guerra en Gaza. A más de 4.000 kilómetros de distancia de la Franja, en el desierto que habitan los refugiados saharauis en los campamentos de Tinduf, en el suroeste de Argelia, también se siguen con interés las noticias sobre los ataques a “los hermanos del pueblo palestino”. Dicen que con ellos comparten, además de una bandera casi idéntica, historia y destino. Defienden que ambos pueblos han vivido maltratados y abandonados durante décadas, y que sus dirigentes han apostado, sin éxito, por la diplomacia para resolver sus problemas territoriales con Israel y Marruecos, respectivamente. Sin embargo, el temor a que el conflicto palestino, además de la guerra en Ucrania, y en menor medida la de Sudán, vuelvan a condenar su propia lucha al olvido, lleva a una parte de los saharauis a pedir mantener e incluso intensificar la vía bélica reiniciada en noviembre de 2020.

Como Sísifo, condenado a subir la misma piedra cada día por la ladera de una montaña, 173.600 saharauis (según datos de la ONU), repartidos en cinco campamentos, barren el polvo que inunda sus casas para volver a hacerlo a la mañana siguiente, como si nunca hubieran limpiado. Buscan mensualmente las raciones menguantes de alimentos que reparte la ONU, observan cómo el siroco se lleva por delante las hortalizas que han tratado de cultivar en invernaderos en el desierto, los jóvenes se forman para emigrar o bien quedarse y continuar siendo refugiados sin muchas oportunidades laborales.

Así llevan más de 17.700 días en los que su piedra siempre vuelve a caer colina abajo. Casi medio siglo de ostracismo, desde que huyeron del Sáhara Occidental en noviembre de 1975, cuando Marruecos se anexionó la que hasta entonces había sido la provincia española número 53. Las familias quedaron entonces divididas entre los que permanecieron bajo control marroquí y los que marcharon al otro lado de la frontera, donde Argelia les prestó un pedazo de hamada —un desierto pedregoso, inhóspito e infértil—, en la que autoproclamaron la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), y donde todavía hoy continúan una existencia cada vez más difícil.

El 14 de noviembre de 2020, el Frente Polisario ―que gobierna en el exilio argelino la RASD desde 1976― dio por roto el alto el fuego con Marruecos, que entró en vigor en 1991 bajo los auspicios de la ONU. Los saharauis aceptaron entonces el cese de las hostilidades a cambio del compromiso de Rabat de permitir un referéndum de autodeterminación que nunca ha llegado a celebrarse. La ruptura de esa tregua de décadas fue “un grito de esperanza para la juventud, que ansiaba la vuelta a las armas”, sostiene Zarga Abdalahe Abdi, filóloga y fundadora de la organización Revolucionarias en Lucha. Abdalahe creció en España, pero regresó a los campamentos convencida de que solo conseguiría cambiar la situación desde allí.

“Estamos en guerra”, repite el presidente de la RASD, Brahim Gali, casi en cada intervención pública, en un intento de recordar al mundo lo que su frase indica. Así lo hizo, ataviado de uniforme, en su intervención frente a los asistentes al festival internacional de cine FiSahara, celebrado en mayo en el campamento de refugiados de Auserd. Es en este tipo de citas, que atraen cierta atención global, cuando los refugiados tratan de reflejar su fervor bélico.

Disparidad militar

Han pasado casi cuatro años desde la ruptura del alto el fuego y los tambores de guerra empiezan a enmudecer. Naciones Unidas considera que las hostilidades con Marruecos son “de baja intensidad” y las escaramuzas militares en el muro que separa el Sáhara Occidental bajo dominio marroquí —dos tercios del territorio—, de la parte restante controlada por el Frente Polisario han quedado opacadas por las grandes guerras en Ucrania, Gaza o Sudán. Marruecos ni siquiera reconoce que ese enfrentamiento armado exista.

Al reanudarse las hostilidades, varios analistas advirtieron de la inferioridad militar del Frente Polisario. El grueso del armamento del que dispone el movimiento fue proporcionado hace décadas por Argelia, Libia y Cuba y data de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Está obsoleto. Los saharauis de Tinduf enfrentan, además, el poder militar de Marruecos, que lleva años inmerso en un proceso de rearme y de modernización de su ejército. En los presupuestos de este año, la partida militar del país magrebí asciende a 11.300 millones de euros, el 9,4% del PIB nacional, lo que supone una extraordinaria subida respecto de años precedentes y que lo sitúa como uno de los países del mundo que más destina a defensa.

En los albores del conflicto, los saharauis supieron sacar partido de la que se consideraba su mejor arma: su conocimiento del desierto, pero la guerra de guerrillas, que les permitió hace décadas hostigar a las fuerzas marroquíes, ya no es posible. La razón son los muros de arena plagados de minas que separan la zona controlada por Marruecos del territorio bajo dominio del Frente Polisario.

Antes de la ruptura de la tregua, jóvenes saharauis reclamaban desde hacía más de una década la vuelta a las armas porque no veían que la paz sirviera para lograr su propósito. Fue aquella presión de las bases más jóvenes del Frente Polisario las que empujaron en parte a sus líderes a tomar la decisión de retomar las armas cuando fuerzas del ejército marroquí disolvieron una protesta de civiles saharauis que mantenían cerrada la carretera que une el Sáhara Occidental con Marruecos. Ahora, ante el temor de que la llama inicial del conflicto se extinga, muchos de ellos piden mantener e incluso intensificar la vía bélica. “La guerra es la solución. No tenemos nada que perder. Lo que no es solución es una muerte en vida en un campamento de refugiados”, subraya Abdalahe. “Esto ya se ha alargado mucho”, afirma.

Ese sentimiento de hartazgo alentó a un buen número de jóvenes y adultos, que no habían combatido en la anterior guerra, a enrolarse en el ejército cuando se anunció la ruptura de la tregua. Fue el caso de Mohamed Maudd Bokar Umar, de 34 años. Nacido en el campamento de Esmara, no conoce el territorio por el que combate. “Nacemos vagabundos, sin tierra. Por eso cogemos las armas, para vivir como el resto de los hijos del mundo. Estoy preparado para luchar por verla. No tenemos nada que perder”, declara, junto a su padre, Ahmed Bokar Umar, de 70 años, también militar en activo, y que con 20 años combatió en la primera guerra con Marruecos.

“Cuando tu padre tiene una historia de lucha, tienes que seguir sus pasos. No hacerlo sería una falta de respeto”, dice Bokar Umar hijo, licenciado en Ciencias Políticas con especialidad en relaciones internacionales, director de teatro y poeta. Por eso, dice, la “inmensa mayoría” de sus compañeros de armas son hijos o nietos de los combatientes de la primera guerra.

Un estudio reciente del Instituto Novact de Noviolencia apunta que el deterioro de la vida en los campamentos, la constante dependencia de la ayuda y la falta de oportunidades son “factores que podrían exacerbar la escalada de violencia en los campos de refugiados saharauis”. Preguntados por su opinión sobre mantener el conflicto, civiles residentes en los campamentos manifiestan apoyo y “orgullo” hacia los combatientes. Aunque, como dicen poco después, su preocupación inmediata es sobrevivir. Trabajar, migrar si pueden, prosperar; dejar atrás la adversidad crónica. “Salir de la jaima”, es el deseo de Muniha Embarek Omar, de 19 años.

“El Polisario respetó el acuerdo de paz y seguimos igual que estábamos. Si no hemos conseguido nuestro objetivo a través de la paz, será a través de las armas”, defiende Salem Mohamed Salek, ministro asesor de Presidencia del Frente Polisario y encargado de asuntos diplomáticos. Habla en una comparecencia frente a los asistentes al FiSahara en el campamento de Auserd; se expresa en lenguaje militar. Aun así, considera que lo único que desatascará la prolongada crisis es un referéndum, “organizado por España como potencia administradora, con la ayuda de la Unión Africana”.

El presidente de la autoproclamada República Árabe Democrática Saharaui, Brahim Gali, bebe gofio a su llegada al campamento de Auserd, con motivo de la celebración del festival internacional de cine FiSahara.
El presidente de la autoproclamada República Árabe Democrática Saharaui, Brahim Gali, bebe gofio a su llegada al campamento de Auserd, con motivo de la celebración del festival internacional de cine FiSahara. ÓSCAR CORRAL

Por su parte, el secretario general de la ONU, António Guterres, ha aseverado que las hostilidades entre Marruecos y el Frente Polisario, son “importantes reveses de cara a la consecución de una solución política para esta antigua controversia”. En su último informe de situación (de octubre de 2023), Guterres advirtió del “riesgo de escalada” y consideró “fundamental que se restablezca un alto el fuego”.

Aunque las condiciones de vida en los campamentos siguen siendo duras, ahora hay agua corriente, tendido eléctrico elevado y viviendas de ladrillo. Las jaimas, las tiendas de campaña de una población nómada como la saharaui, fueron durante años sus viviendas en los campamentos. Eran un símbolo de resistencia, un mensaje de que su estancia en Tinduf era temporal. Hoy se mantienen instaladas en los patios de las casas construidas de adobe o ladrillo, como un adorno reivindicativo; a veces, como almacén.

Algunos visitantes interpretan esa estampa como una confirmación de la derrota: “Parece que han asumido que se van a quedar aquí”, comenta una de las asistentes al FiSahara. “Los saharauis, cuando iban en su camello, quitaban todo y montaban su casa, aunque fuera solo para dos días y después volver a empaquetar. La movida es que dos días se han convertido en 49 años, replica Abdalahe. “No es que vayamos a quedarnos aquí; se trata de que mientras estemos, tengamos mejores condiciones de vida. Quedarse no es la solución”.

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Sobre la firma

Alejandra Agudo
Reportera de EL PAÍS especializada en desarrollo sostenible (derechos de las mujeres y pobreza extrema), ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Miembro de la Junta Directiva de Reporteros Sin Fronteras. Antes trabajó en la radio, revistas de información local, económica y el Tercer Sector. Licenciada en periodismo por la UCM
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