La vida en los campos saharauis: “Lo que importa es el pan de cada día”
El apoyo del Gobierno español al plan de autonomía marroquí suscita indiferencia entre refugiados cuya prioridad es sobrevivir
Nada crece en el erial infinito donde viven Minetu y sus cuatro niños. Mahmud, el pequeño, de algo más de dos años, es un hijo póstumo. La mujer explica que su marido “enfermó y falleció”. No dice de qué murió. O quizás no lo sabe. En lugares como el campamento de refugiados saharauis de Bojador, saber de qué se muere es a veces un lujo vedado a los pobres. Minetu no tiene trabajo y depende del reparto de comida de la ayuda humanitaria internacional. Esta viuda de 37 años no sabe quién es Pedro Sánchez e ignora que el presidente del Gobierno español expresó a mediados de marzo su apoyo al plan de autonomía marroquí para el Sáhara Occidental, esa patria que ella nunca ha visto. Minetu nació en el exilio, como más de la mitad de los 173.600 refugiados que, según Naciones Unidas, viven en los cinco campos de refugiados saharauis cercanos a Tinduf, a 1.700 kilómetros al suroeste de Argel.
Más que en Pedro Sánchez, “en lo que piensan muchas familias de refugiados saharauis es en su pan de cada día”, explica Mahfud Bechri, representante para el Sáhara Occidental del Instituto Internacional para la Acción no Violenta (NOVAC). A sus 31 años, él también es hijo de este éxodo, desencadenado por Marruecos al anexionarse ilegalmente en 1975 la que había sido colonia española. En esta tierra yerma que ahuyenta a la vida con su clima extremo -bajo cero en las noches de invierno, 55 grados en verano- ,la difícil supervivencia de la mayor parte de los refugiados se ha vuelto aún más ardua estos últimos años, explica Bechri.
El 94% de estos refugiados depende del reparto del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, una ayuda menguante a causa del recorte de fondos por parte de los donantes. Desde 2015, lo que se conoce como “canasta básica” ha pasado de una entrega mensual de nueve productos a siete: aceite, azúcar, lentejas, arroz, soja, trigo y harina. También dos kilos al mes por persona de solo tres hortalizas: patatas, cebollas y zanahorias, según la Media Luna Roja Saharaui.
Hace años, “se repartían manzanas, naranjas, pescado en lata” explica Azza, una trabajadora de esa institución, mientras separa las cebollas buenas de las malas en un almacén de este campo -el menos poblado de los cinco, con 16.500 refugiados- en el que se organiza la distribución del primer cargamento de alimentos frescos que llega en seis meses. En los camiones solo se ven cebollas. Desde 2020, a la reducción de la ayuda internacional se ha sumado -según indica Pablo Traspas, coordinador de la ONG Médicos del Mundo en los campamentos-, “el impacto enorme de la pandemia, que afectó a la ya escasa actividad económica y provocó un parón parcial de la asistencia humanitaria”.
Azza sí sabe que el Gobierno español ha abandonado la postura oficial de neutralidad en el conflicto. Y, como todos los refugiados, repite un mantra: “Sáhara Libre”. Un eco del clamor por un referéndum de autodeterminación bajo los auspicios de la ONU, pospuesto desde enero de 1992, que resuena en los campamentos. Sin embargo, de lo que más habla esta mujer es de cómo algunos refugiados “pasan hambre”. La última encuesta nutricional de la ONU, de 2019, calculó que el 30% de los saharauis de Tinduf padecía inseguridad alimentaria, y un 58% más corría el riesgo de padecerla.
Refugiadas como Minetu y Azza lidian cada día con las consecuencias de una geopolítica marcada por las relaciones de poder, un poder del que los saharauis carecen. También por la inacción de una comunidad internacional “incapaz de estar a la altura de sus propios planteamientos”, en expresión del analista Jesús Núñez Villaverde, e imponer a Marruecos la celebración del referéndum. Para los saharauis que, como ellas, caminan por esta tierra prestada calzados con chanclas de plástico, la prioridad es salir adelante. “Nadie puede vivir esta vida”, lamenta Azza.
Los saharauis ajenos a las élites tienen las manos atadas. Solo pueden trabajar en pequeñas actividades comerciales en negro, en las organizaciones internacionales y para el Frente Polisario. Por ese trabajo perciben “incentivos”, un eufemismo de “sueldo”, pues, por su condición de refugiados, no pueden trabajar legalmente. El “incentivo” de Jamida Brahim Jalih, matrona de 26 años del hospital del campamento Bojador es de 150 euros al trimestre que no cobra desde hace cinco meses, asegura. Otro enfermero, Mohamed Maalainín, de 23 años, vende tabaco cuando acaba su trabajo en el centro sanitario. “Lo que diga Pedro Sánchez”, espeta sobre el cambio de posición de España, no le importa. “No vale nada”, dice.
Una épica del pasado
Desde que España abandonara el Sáhara en manos de Marruecos y Mauritania en 1976 han pasado 46 años. Esta es una “crisis olvidada”, según reconoce la propia Unión Europea. Refugiados a los que el Derecho Internacional carga de razones para reclamar un referéndum de autodeterminación han pasado todo ese tiempo bajo la autoridad de un Estado autoproclamado en el exilio, la República Árabe Saharaui Democrática (RASD). Su estructura es inseparable de la del Frente Polisario, el movimiento de liberación nacional y partido único y vertical, que ha pospuesto la democracia multipartidista hasta que se consiga la independencia.
El poeta Bachir Ali Abd Rahman, de 74 años, miembro fundador del Polisario, ha consumido casi cinco décadas de su vida en estos campos instalados en una eterna provisionalidad, como si toda esa chatarra, las carcasas de coches abandonados por doquier, o los cables de la luz tirados en el suelo y reparados con cinta aislante apuntalaran el sueño de que esta diáspora no durará siempre. Su discurso se asemeja al de otros miembros de las élites saharauis. La decisión de Sánchez es una “segunda traición de España”; Marruecos es un tigre de papel; el Sáhara triunfará.
“Resiste y vencerás”, reza una pintada. Uno de tantos lemas épicos en estos campamentos, fragmentos de una historia de sufrimiento que en España se ha elevado a la categoría de un mito- la huida del Sáhara, la resistencia, la hospitalidad inmensa de los saharauis-. Pero esa épica queda ya muy lejos para jóvenes como Maalainín. Las proclamas que un millar de personas corearon en la inauguración el pasado viernes del Congreso de la Juventud Saharaui, celebrado junto al 49 aniversario del Frente Polisario -al que asistieron, entre otros cargos electos españoles, la vicepresidenta tercera del Parlamento, Gloria Elizo, de Unidas Podemos- cada vez conviven más con la aspiración de muchos jóvenes a dejar atrás un lugar en el que “no ven un futuro”, resume el enfermero.
Maalainín desea la independencia de su país. No critica al Polisario, que “permite la libertad de expresión”, pero no ve cerca el referéndum. Su deseo es marcharse, buscar fuera la vida normal que este lugar inhóspito le niega. También Yugui, de 17 años, sueña con estudiar Medicina en España. Su familia, cuenta, la quiere casar. Cuando se le pregunta a Ahmed, de 31 años, si muchos jóvenes quieren emigrar, se le escapa una carcajada:”¿Muchos? Todos”.
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