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Más de 1.000 días sin educación: las afganas pierden la esperanza de recuperar sus derechos

Obligadas a abandonar sus estudios tras acabar primaria, las mujeres de Afganistán afrontan una restricción tras otra mientras esperan en vano que la comunidad internacional actúe contra los talibanes

Niñas Afganistan
Niñas afganas asisten a clase en una escuela primaria, las únicas en las que aún están autorizadas a estudiar, en Kandahar, el 18 de septiembre de 2023.STRINGER (EFE)

Antes de que los talibanes volvieran al poder en Afganistán, el 15 de agosto de 2021, Amal estudiaba Derecho en Kabul, pero su sueño era convertirse “en una gran periodista”. Apenas un mes después, cuando los fundamentalistas arrebataron a las niñas mayores de 12 años el derecho a la educación, esta universitaria de 24 años, que oculta su nombre real, empezó a manifestarse en la calle con otras mujeres. Luego montó una escuela clandestina en su casa. Hace siete meses, explica por WhatsApp, los talibanes irrumpieron en su domicilio y amenazaron con matarla a ella y a su familia. Luego la azotaron. Amal envía unas fotografías de sus brazos cubiertos de hematomas. Esta activista pasó el jueves, cuando se cumplieron 1.000 días de la prohibición de estudiar a las adolescentes decretada por los talibanes, en total soledad, encerrada en la pequeña habitación donde vive escondida y en la clandestinidad. Amal —que arrastra secuelas en una pierna por aquella paliza— siente que las afganas están solas; que la comunidad internacional “no ha hecho nada” por ellas.

Se refiere a los hechos concretos, no a las palabras, de las que la comunidad internacional ha sido pródiga en estos casi tres años. Los talibanes no solo no se han visto forzados a revertir ni una sola de sus prohibiciones a las mujeres, sino que algunos países vecinos de Afganistán, así como Rusia y, sobre todo, China —que ha aceptado oficialmente al embajador de los fundamentalistas— están dando pasos hacia el reconocimiento de su Gobierno. Incluso la ONU ha cursado recientemente una invitación a quienes definen como “autoridades afganas de hecho” para que participen en la tercera conferencia internacional sobre Afganistán, que se celebrará en Doha (Qatar) el 30 de junio y el 1 de julio.

Esa convocatoria ha escandalizado a los pequeños grupos de afganas que protestan contra lo que los propios expertos de Naciones Unidas definen como un “apartheid de género”. Esas mujeres temen que se estén dando pasos hacia la normalización de los talibanes. La soledad y el encierro de las afganas son tales que estas activistas solo pueden protestar fotografiándose con la cara tapada y pancartas en sus manos dentro de sus casas. Algunas, las más osadas, se aventuran a veces en pequeñas manifestaciones callejeras reprimidas con gran dureza.

El jueves, la agencia de Naciones Unidas para la infancia, Unicef, aprovechó la efeméride de los 1.000 días sin educación secundaria para las afganas para deplorar otra cifra redonda: la de las 3.000 horas lectivas que un millón y medio de jóvenes del país deberían haber cursado en ese tiempo y cuya pérdida amenaza su autonomía futura. Pero a esa primera andanada, en septiembre de 2021, siguieron muchas otras. No solo contra la educación, sino contra el derecho al trabajo de las afganas, su posibilidad de desplazarse libremente e incluso de expresarse. El último de esos ataques se anunció precisamente el jueves, cuando una orden del líder supremo de los talibanes, Hibatullah Ajundzadá, limitó el salario de todas las mujeres del país a una cantidad exigua: 5.000 afganis (unos 65 euros). Independientemente de su edad, puesto de trabajo, experiencia y formación académica.

En Afganistán, ya no hay policías en ejercicio, ni juezas, ni diputadas, ni abogadas, ni apenas funcionarias, ni periodistas. En la larguísima lista de empleos vetados a las mujeres figuran también los trabajos en ONG y en las agencias de la ONU, con contadas excepciones en los ámbitos sanitario y educativo, como la de las profesoras de primaria, una etapa que las niñas aún pueden cursar. No así la secundaria ni los estudios superiores. En diciembre de 2022, los talibanes vetaron a las afganas estudiar en la universidad. En abril de 2023, cerraron las academias privadas donde muchas niñas estudiaban idiomas o matemáticas, entre otras disciplinas, incluidas en una lista de materias “no aptas” para mujeres.

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Las afganas, y por consiguiente sus hijos pequeños, tienen también prohibido viajar sin un guardián masculino y no pueden entrar en parques infantiles ni naturales. Tampoco en gimnasios, ni baños públicos y ni siquiera ir de pícnic al campo. Los fundamentalistas han cerrado peluquerías y salones de belleza y les han prohibido llamar a programas radiofónicos. El Comité para la Protección de los Periodistas, con sede en Nueva York, denunció en abril que tres periodistas habían sido detenidos por aceptar llamadas de oyentes femeninas.

Solo entre junio de 2023 y marzo de 2024, el “régimen asfixiante” que rige Afganistán aprobó 52 reglamentos que atentan contra los derechos de las mujeres y las niñas del país, describe un informe del relator especial de Naciones Unidas para los derechos humanos en Afganistán, Richard Bennett.

A finales de marzo, el emir Ajundzadá anunció en la radiotelevisión pública del país una enésima y grave decisión contra las afganas: la reinstauración de la flagelación pública y la lapidación de mujeres por adulterio. Sahar Fetrat, investigadora afgana de Human Rights Watch, afirmó entonces en declaraciones al diario The Guardian que la inacción de la comunidad internacional explica ese anuncio. En su opinión, los talibanes han ido probando una a una sus “políticas draconianas” y al ver que nadie “les pedía cuentas” han endurecido lo que el informe del relator especial de la ONU define como una “persecución sistemática y generalizada” de las mujeres y niñas.

“Seguimos esperando que la comunidad internacional acabará por unir los actos a las palabras”, recalca ese documento, que recomienda que se denuncie al régimen talibán ante el Tribunal Internacional de Justicia de la ONU por crímenes contra la humanidad en razón de “las violaciones sistemáticas y generalizadas de los derechos fundamentales” de las afganas, “atrapadas” en un “sistema de opresión, represión y violencia”.

La universitaria Amal cita un caso que ilustra ese ensañamiento contra cualquiera que se resista a alguna de las prohibiciones que pesan sobre las mujeres, especialmente la de que estudien. “Algunas academias de idiomas en Kabul habían intentado reabrir hace poco”, sostiene la joven. La reacción de los talibanes fue cerrarlas inmediatamente.

Zahra es el nombre también falso de una adolescente de 16 años que estudiaba inglés en uno de esos centros, clausurado hace tres semanas, explica por teléfono su tía, exiliada en Bélgica. La chica ni siquiera puede asistir ya a un curso de costura al que acudía porque la profesora tiene tanto miedo de los radicales que ha dejado de impartirlo. “Zahra es una joven muy inteligente que quería ser médica”, dice su tía. Ahora, “está muy deprimida”. Como muchas de sus coetáneas, apunta el informe del relator de la ONU, que alerta del aumento de “pensamientos suicidas” entre las jóvenes afganas.

Sin educación ni perspectivas de tener un trabajo, la suerte de muchas de esas adolescentes está echada. Las organizaciones internacionales alertan de la relación directa entre el abandono escolar, los matrimonios forzados y las maternidades precoces —un factor de riesgo de mortalidad materna e infantil— y la perpetuación de la pobreza. Los hijos de muchas de esas niñas, a quienes los talibanes imponen la ignorancia, heredarán su miseria. El coste económico anual de la prohibición de trabajar a las afganas es de unos 934 millones de euros, el 5% del PIB del país, calcula el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Indiferentes, los fundamentalistas siguen tratando de hacer realidad ese dicho de la etnia pastún que recomienda que la mujer solo salga de su casa para ir a la tumba.

Desde su escondite en Kabul, Amal deplora que la violación de los derechos de las mujeres no solo no haya provocado una intervención de la comunidad internacional, sino que se ha convertido en una herramienta de chantaje de los talibanes para alcanzar “sus objetivos políticos”. El primero, el de ser reconocidos como gobernantes legítimos de Afganistán. Algunas voces, como la del Gobierno chino, defienden ya que hay que hablar con ellos.

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