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Una granja convertida en cuartel en el frente de Avdiivka: “Necesitamos armas y munición; ¡dense prisa!”

En el lugar donde más terreno han ganado las tropas del Kremlin en Ucrania, bajo las bombas diarias del enemigo, una pareja de agricultores da refugio, cuida y alimenta a un centenar de soldados

Russian war Avdiivka front
Un grupo de soldados alojados en la casa de Román come la comida preparada por su mujer, Yulia, el 5 de marzo.Manuel Altozano

Donde antes había trigo, maíz, remolacha o girasol, los rusos han sembrado minas. En la explotación agrícola que gestiona Román a un lado de la carretera que une Prokrovsk (Donestk) con Ocheretine, a menos de 10 kilómetros al este y ya en el frente de Donbás, no dejan de caer bombas guiadas de hasta 500 kilos, proyectiles de racimo, fuego de artillería de diferentes calibres y hasta misiles del tipo Tochka-U, capaces de dar en el blanco a una distancia de 120 kilómetros y con una ojiva de hasta 450 kilos de explosivo. Desde que el 17 de febrero Ucrania se retiró de Avdiivka, a 26 kilómetros de distancia, la aviación del Kremlin no deja de bombardear sobre este punto tratando de allanar el camino a su infantería que, solo unos kilómetros más atrás, ha avanzado en los últimos días. “¿Es que en Europa no lo ven?”, se pregunta este granjero de 58 años que se niega a abandonar la tierra de sus ancestros pese al asedio. “Necesitamos armas y munición. Por favor, ¡dense prisa!”.

En las últimas jornadas, Ucrania ha conseguido contener a Rusia en esta parte del frente que, desde la salida de Avdiivka —un suburbio de la ciudad de Donestk, el bastión ruso de la Ucrania ocupada— no dejaba de hacer aguas. La nueva estrategia defensiva de Kiev, dejando al enemigo la iniciativa y concentrándose en defender sus posiciones, no terminaba de dar frutos. Las bombas guiadas del Kremlin hacían estragos en su retaguardia obligando a sus soldados a retroceder, pero en los últimos días, la artillería ha recibido la munición y los cohetes que hace meses que escaseaban han logrado frenar a las tropas de Putin. Sin embargo, “los orcos” —como llaman los ucranios a los rusos en referencia a los malos de la trilogía de J.R.R. Tolkien El señor de los anillos— no dejan de atacar en lo que denominan “una batalla de carne”. A los caídos, los sustituyen otros, y a los siguientes en caer, otros más. “Esa es su ventaja”, sostienen los soldados de la 47ª Brigada de Ucrania destacados en esta zona. “Mandan a sus hombres sin que les importe cuántos puedan perder”.

Román, en una de las naves de su granja que ha cedido a los soldados ucranios, el 5 de marzo.
Román, en una de las naves de su granja que ha cedido a los soldados ucranios, el 5 de marzo.Manuel Altozano

Esta coyuntura ha vuelto a traer la guerra a las puertas de los pagos de Román, de los que nunca se ha terminado de ir desde que, en 2014, estalló el conflicto de Donbás. “Mira lo que me he encontrado esta mañana”, dice mientras destapa el volquete de su furgoneta aparcada junto a su casa. En su interior están las alas, los alerones traseros y el morro de una bomba guiada rusa que, por suerte, no explotó. Con ese vehículo, recorre sus campos para mostrar cómo la guerra ha afectado a su explotación.

Decenas de tanques y blindados ucranios se esconden camuflados en estrechas y alargadas hileras de árboles que rodean enormes sembrados para no ser detectados, pero el granjero, sin miedo aparente, se adentra en los campos abiertos en los que uno se siente pequeño y desnudo. Un blanco perfecto para el atacante. Mientras enseña el agujero causado en el terreno por una bomba, un avión de combate pasa en vuelo rasante con su enorme estruendo. Minutos después, se escucha una gran explosión. Un proyectil ha caído a apenas 300 metros. En los alrededores, un grupo de operarios con excavadoras amarillas cavan centenares de metros de trincheras para frenar una posible ofensiva.

“Ayer mismo mandé 75 cerdos a una granja de Dnipró”, cuenta mientras muestra su piara, en la que los animales restantes permanecen bajo un precario tejado agujereado por los impactos. “Si los rusos los matan, quiero conservar algo para volver a empezar”, dice. Junto a la nave, Román abre la puerta de la casita en la que guarda los aperos y el pienso para los animales, pero no hay nada de eso. El inmueble ha sido transformado en un inmenso dormitorio para soldados con decenas de literas de campaña tiradas por el suelo con sacos de dormir, cuerdas para tender y un inmenso desorden de restos de comida, cajetillas de tabaco, fusiles y ropa de color caqui. En el centro, una salamandra de leña calienta la enorme habitación. Cada una de las naves de su granja, en las que antes se guardaba la maquinaria o se almacenaba el grano, sirve ahora para acomodar a combatientes cuando no están en sus posiciones o en las trincheras. En total, cerca de un centenar de hombres se oculta en cada esquina de su terreno.

La comida está lista. Sobre la mesa de la cocina, dos de las empleadas que trabajan en esta granja-cuartel disponen un plato de salo ―el tocino salado típico de Ucrania― con ajo y cebolla y otro con rodajas de pescado frito capturado en los lagos de alrededor. También otras tres enormes fuentes con manteca de cerdo aliñada para untar en el pan, ensaladilla de patata del tipo Olivier y otra más a base de remolacha. Mientras los soldados, que comen por turnos, empiezan a picar, las mujeres preparan un rancho a base de pasta con menudillos de cerdo que los hombres engullen como si no hubiera mañana. De beber les dan uvar, una infusión fría a base de agua, azúcar y diferentes frutas y hierbas. También les lavan la ropa cuando lo necesitan. “Todos estos chicos se han convertido ahora en nuestros hijos”, afirma Román. “Llevan una vida muy dura en el frente e intentamos que aquí descansen bien y tengan todo lo que necesitan”.

Las maletas hechas

En las habitaciones que el granjero y Yulia, su mujer, ocupan, todo es provisionalidad. Las maletas están hechas y sus objetos más valiosos, empaquetados, por si hay que salir corriendo. Algunas de sus cosas las han mandado ya a sitios más seguros. El poco tiempo que les dejan los soldados lo dedican a embotar comida —salsa de tomate, verduras, estofado de cerdo (el tushonka típico de los países del este)— en grandes tarros que almacenan en estanterías bajo una trampilla con garrafas de aceite y otros productos no perecederos en el refugio antiaéreo que se han construido en el sótano. Sus dos hijas, una estudiante de 18 años y la otra, de 31, casada con un instructor del ejército, están a salvo en la ciudad de Dnipró, 240 kilómetros al oeste, donde la guerra apenas se siente. “Para nosotros eso es lo más importante, que las niñas estén bien mientras nosotros sigamos aquí”, asegura Román junto a su esposa.

Un misil Toshka-U ruso caído en la explotación agrícola de Román.
Un misil Toshka-U ruso caído en la explotación agrícola de Román.Manuel Altozano

Yulia, con los ojos empañados, cuenta que ellas les llaman cada día pidiéndoles que se vayan de una vez de allí. Que no tiene sentido estar en peligro. Que los rusos podrían llegar e irían a por ellos. Pero esta mujer de aspecto fuerte en seguida se repone. “Vivimos bien aquí. Nos gusta estar con los soldados y darles de comer cada día comida casera para que se sientan como en casa. Les estamos muy agradecidos porque están luchando por nosotros y lo que queremos es ayudarlos con todo lo que tenemos”, dice la mujer. “Sabemos perfectamente el peligro que corremos, pero estamos preparados por si se acercan. Hoy mismo hemos escuchado aviones y ha habido varias explosiones, pero ¿y qué? Aquí cuidamos de los chicos y estamos en nuestra casa. ¿Vamos a dejar todo esto abandonado? No, por ahora, no nos vamos a ir”.

Tras dos años de intensos combates, la vida de los militares del frente de Avdiivka es muy precaria. Pese a jugarse la vida cada día por su país, los que no tienen la suerte de estar con personas como Yulia y Román tienen que alquilar sus propias casas con sus sueldos, si no quieren vivir permanentemente al raso, en las trincheras. Las antenas Starlink que les proporcionaba el ejército ahora escasean, y son ellos los que se tienen que pagar el teléfono y el acceso a internet. Los pocos víveres que les proporcionan, los completan con su presupuesto y ellos los cocinan. Incluso conseguir un nuevo uniforme es una quimera cuando se deterioran los que llevan.

Sentado en la mesa de su cocina, Román, con aspecto cansado, se frota la cara y la cabeza con las manos y reflexiona en alto. “Tenemos que ganar esta guerra, no podemos dejar este problema a nuestros hijos y a nuestros nietos”, dice. “Si nuestros aliados no quieren mandarnos soldados, que al menos nos den las armas y las municiones que necesitamos para seguir peleando, pero que se den prisa”, continúa. “Si no lo hacen, tarde o temprano serán ellos los que tendrán que combatir con los rusos en el campo de batalla”. Mientras, Yulia, tapa los últimos tarros de cristal con comida recién sacados del horno. Mañana habrá que volver a alimentar a los cerdos, vigilar los cultivos, ir a por leña y preparar comida para los soldados. Proteger y cuidar su explotación agrícola. Defender su patria.

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