Dispara y calla
La sensación de fragilidad cunde entre parte de la población israelí ante la incapacidad de su ejército para impedir la barbarie en los alrededores de Gaza tras centrarse en los últimos meses en un despliegue militar en Cisjordania en apoyo a los colonos
Esta vez la coreografía sangrienta que se repite desde hace años —según la cual Hamás y el ejército israelí intercambian el lanzamiento de cohetes por bombardeos sobre Gaza— no se ha cumplido. El guion es otro, mucho más terrorífico aún, escrito ahora por el movimiento islamista Hamás. Esta vez todo es distinto. Nunca antes el enemigo había campado a sus anchas secuestrando a más de un centenar de personas y acribillando a balazos a los pobladores de los kibutzs y de localidades cercanas a la Franja, matando a 1.200 personas. Las imágenes y los testimonios que van llegando dan una idea de la magnitud de las masacres que cometieron los milicianos. Mientras esto ocurría, durante largas horas el ejército permanecía desaparecido, como ausente.
Cuatro días ha tardado el todopoderoso ejército israelí en tomar el control de la frontera sur con Gaza, cuya valla fue derribada por los palestinos con un bulldozer, convertido ya en un símbolo contra la ocupación y contra el mortífero bloqueo israelí a la Franja. Durante todos estos días y todavía ahora, cunde la sensación de caos y de abandono entre la población israelí. ¿Dónde está el ejército? ¿Y el Estado? Una amiga me enseñaba esta semana la foto de sus familiares, que viajaron a la frontera sur desde Tel Aviv con cajas llenas de alimentos para los soldados porque les faltaba comida. El martes, un hombre estallaba en gritos en un canal de televisión conservador. “Señor primer ministro, salga, enfréntese a los medios, pida perdón”. Como ellos, muchos otros. Es también el sentimiento de abandono que sienten cuando el ejército bombardea sin tregua la franja de Gaza, aparentemente ajeno a la suerte que puedan correr los rehenes. Eso también es nuevo en Israel, un país que en el pasado se ha movilizado hasta el extremo para recuperar a los vivos y también a los muertos de su bando.
Aflora con fuerza un sentimiento de fragilidad y desconfianza hacia un Estado que ha justificado casi todo en nombre de la seguridad. El primer ministro, Benjamín Netanyahu, el abanderado de la seguridad y la mano dura, ha fallado de manera estrepitosa en sus propios términos. La seguridad que aseguraba encarnar resultó ser una quimera. El emperador Bibi estaba en realidad desnudo y la imagen del Israel fuerte e invencible se ha evaporado no solo a ojos de Hamás. “Hemos estado viviendo en una realidad imaginaria durante años”, se lamentaba esta semana un alto cargo militar en la reserva en el diario Haaretz.
Esa realidad imaginaria pasaba en los últimos meses por concentrar los problemas de seguridad de Israel en Cisjordania, el territorio palestino en el que viven de forma ilegal más de medio millón de colonos, sin contar los más de 200.000 asentados en Jerusalén Este. Mientras el ejército y el Gobierno ultraderechizado custodiaba con mimo a los colonos invasores, desatendía la amenaza procedente de la Franja, consideran numerosos analistas. El pasado junio, el ejército decidió ampliar de 13 a 25 batallones su presencia en Cisjordania. La estrategia de Netanyahu de beneficiarse del divide y vencerás entre Al Fatah y Hamás y de permitir que engordaran los islamistas en Gaza con tal de debilitar a las autoridades en Cisjordania ha terminado en baño de sangre.
Cisjordania se ha convertido en los últimos 18 meses en el escenario de incursiones diarias del ejército, así como de continuos ataques por parte de los colonos, que ahora cuentan con una importante representación dentro de un Ejecutivo que les protege. En los seis primeros meses de este año, Naciones Unidas contó casi 600 ataques de colonos, lo que supone la media mensual de agresiones más alta desde que empezó a registrarlos en 2006. Es también el año con un mayor número de palestinos muertos desde 2005, más de 200 por disparos israelíes y 35 israelíes por ataques palestinos, antes de que estallara la guerra el pasado sábado, según informó recientemente el enviado de la ONU para Oriente Próximo, Tor Wennesland. Mientras, el Gobierno ha aprobado 13.000 viviendas en asentamientos y legalizado 20 embriones de colonias, según las cifras de la organización israelí Peace Now, de nuevo la cifra más alta desde que empezaron los registros en 2012. Porque si Gaza ha estado condenada al bloqueo, los palestinos en Cisjordania llevan años obligados a vivir en bantustanes en los que los colonos imponen su ley y su violencia.
Roer los cimientos del Estado
Son esos colonos a los que miran ahora tantos israelíes y a los que acusan de roer los cimientos del Estado de Israel y de poner en riesgo su seguridad en aras de una agenda mesiánica y ultranacionalista que persigue la conquista de lo que consideran la tierra prometida. “La pregunta que se hacen los israelíes es: ¿Dónde estaban los soldados ayer? ¿Por qué el ejército estaba aparentemente ausente mientras cientos de israelíes eran masacrados en sus casas y en las calles?”, publicaba en la red social X Breaking the Silence, el colectivo de veteranos del ejército israelí crítico con la ocupación. “La respuesta desafortunada es que estaban “preocupados” en Cisjordania. Enviamos a soldados a garantizar incursiones de colonos en la ciudad palestina de Nablus y a perseguir a niños palestinos en Hebrón, a proteger a colonos mientras llevan a cabo pogromos”.
Los soldados protegían el pasado fin de semana al parlamentario de ultraderecha Zvi Sukkot, que el viernes trasladó su oficina parlamentaria a una construcción provisional en Hawara, uno de los puntos calientes de ataques de colonos al norte de Cisjordania para celebrar la festividad de la Simchat Torah.
Ahora, la sensación de caos ha remplazado a la seguridad militarizada de estos años, en los que muchos israelíes creyeron que todo estaba bajo control, que confiaban en un Estado y un ejército que hasta ahora parecía ser capaz de gestionar el conflicto. No de solucionarlo, pero sí de gestionarlo por la fuerza y a golpe de abusos. Desde el sábado, perdió cualquier atisbo de validez la idea de que Gaza era gestionable, como si fuera una olla a presión a la que bastaba bajar el fuego para que la válvula no enloqueciera y acabara saltando por los aires.
Unidad pese a las diferencias
Aun así, la respuesta inmediata de la población tras el shock será de nuevo la unidad. A pesar de las profundas diferencias que dividen a la sociedad israelí, el país hará piña también esta vez frente a la nueva contienda. Las manifestaciones contra la reforma judicial de Netanyahu se han suspendido y los políticos, también los de oposición, se preparan para formar un Ejecutivo de unidad nacional.
El ejército recuerda a la población que no es el momento de analizar los fallos —comparados con los de la guerra del Yom Kipur de 1973— y que lo demás puede esperar. “Primero combatimos, y después investigamos”, ha dicho el portavoz militar Daniel Hagari. O como escribía esta semana Nahum Barnea en Yedioth Ahronoth: “Calla y dispara”, recordando lo que escribió el periodista y asesor del Gobierno, Amiram Nir, al inicio de la primera guerra de Líbano, en 1982. Pero el enfado contra este Gobierno es palpable y se produce en un momento fértil, en el que el descontento ya se expresaba desde hacía meses en la calle. El silencio amenaza con convertirse en estruendo cuando callen las armas.
Es pronto para todo eso. Ahora impera el dolor y el estupor ante las informaciones que documentan los crímenes cometidos por los hombres de Hamás. Otra amiga israelí me recordaba anoche que son un país pequeño y que todo el mundo conoce a alguna familia víctima de la barbarie de los últimos días.
Pero pocos dudan de que se abre una nueva era, en la que seguir como hasta ahora no es una opción. Los paradigmas sobre los que se asentaba la seguridad del Estado han resultado ser falsos y la ilusión de que se puede mantener de por vida la ocupación y segar la libertad de cinco millones de personas ha demostrado ser letal para Israel.
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