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La desaparición del sumergible ‘Titan’, el segundo naufragio del ‘Titanic’

La implosión en el fondo del Atlántico plantea numerosas dudas sobre la insuficiente regulación del sector y el riesgo de las actividades de turismo extremo

Un barco con el logo de OceanGate, varado junto a la sede de la empresa en Everett (Washington), este jueves. Foto: ASSOCIATED PRESS/LAPRESSE | Vídeo: EPV
María Antonia Sánchez-Vallejo

Stockton Rush, el piloto del sumergible Titan que junto a los otros cuatro ocupantes de la nave encontró la muerte esta semana en aguas del Atlántico norte, tentó la suerte disfrazándola de progreso. En un vídeo que hoy reviste un tono macabro, el también consejero delegado de OceanGate, la empresa que ofrecía misiones de exploración al pecio del Titanic, sostenía que las regulaciones —los controles de seguridad, incluso el certificado de homologación del aparato— impiden el avance científico y que por tanto había que saltárselas. Para avanzar.

Con una confianza en sí mismo genuinamente estadounidense, imbuido por el espíritu de los visionarios, Rush, cuya esposa es la tataranieta de una pareja que se ahogó en el Titanic —otro guiño funesto—, explicaba en el vídeo: “Me gustaría ser recordado como un hombre innovador. Creo que fue el general McArthur quien dijo: ‘Serás recordado por las reglas que rompas’. Yo he roto algunas reglas para hacer esto posible. Creo que las he roto respaldado por buenos ingenieros y la lógica. Titanio y fibra de carbono [los materiales del sumergible], hay una regla para no hacerlo… pues yo lo hice”.

Puede que la épica que rodeó el naufragio del Titanic en 1912 no hubiera pasado de mero ruido en la era de las redes sociales. Pero el cúmulo de preguntas que hoy suscita el final del Titan reverbera con más intensidad que cualquier clamor virtual, destinado a apagarse. Todo son interrogantes, dudas, sospechas e incluso cálculo de probabilidades de errores, los que llevaron a fletar una nave de fabricación casi artesanal que carecía de demasiados controles. Por eso la primera de todas las preguntas es cómo, pese a las advertencias de riesgos incluso catastróficos para la exploración, cinco personas los asumieron —firmando un consentimiento que mencionaba tres veces la posibilidad de muerte en la primera página— para embarcarse en un aparato con el tamaño de un zulo y bajar casi 4.000 metros de viaje submarino. El propio Verne se habría visto superado por el argumento.

La cuestión derivada de la primera pregunta es obvia: si está suficientemente regulada o no la pujante industria del turismo extremo o de aventura (una definición rechazada por OceanGate, que revestía su oferta de carácter científico, y que también niega la falta de seguridad en la nave). Quién pagará la factura del colosal despliegue, con participación de medios humanos y materiales de EE UU, Canadá, Francia y el Reino Unido. Por qué, en fin, se coordinó desde el mando de la Guardia Costera en Boston, y no desde San Juan de Terranova (Canadá), el puerto donde el mes pasado estaba amarrado el Titan, a más de 700 kilómetros del pecio. La pregunta más fácil de responder es una retórica: si de verdad compensaba el riesgo. La triste suerte del Titan tiene algo de infausta revancha: a diferencia del hundimiento del transatlántico en su viaje inaugural, cuando los pasajeros de primera clase tuvieron más probabilidades de salvarse, esta vez la riqueza de los tripulantes, que pagaron 250.000 dólares por cabeza para ver por una diminuta escotilla los restos del Titanic, no les sirvió de nada. El Titan ha hecho tabla rasa de la fortuna y el infortunio.

Al menos 46 personas viajaron con éxito en el sumergible de OceanGate al lugar del naufragio del Titanic en 2021 y 2022, según las cartas que la compañía presentó ante un Tribunal de Distrito federal en Norfolk (Virginia), que supervisa todo lo relacionado con el pecio del Titanic. Pero tanto antiguos empleados de la compañía como pasajeros han planteado dudas sobre la seguridad del sumergible. Si a eso se añade la falta de regulación de las actividades de exploración submarina —en comparación con los viajes especiales, el sector subacuático es mucho más laxo, según los expertos—, el resultado sólo podía ser fatal, como ha demostrado la implosión del Titan.

David Lochridge, exdirector de operaciones marinas de OceanGate, denunció en 2018 que el método que la empresa pergeñó para garantizar la solidez del casco —una monitorización acústica que podía detectar grietas y estallidos a medida que el casco se tensaba bajo presión— era inadecuado y podría “someter a los pasajeros a un peligro potencial extremo en un sumergible experimental”. La empresa rechazó las acusaciones, como volvió a hacer este viernes sobre la falta de seguridad a bordo, y echó por tierra la demanda de Lochridge, recordando que este fue despedido por negarse a aceptar las garantías del ingeniero jefe de que el protocolo de monitorización era más adecuado para detectar fallos que un método propuesto por Lochridge (este, además, no era ingeniero, según la compañía).

Además de la demanda de Lochridge, que se resolvió a finales de 2018, ese mismo año representantes del sector de la industria de sumergibles se dirigieron a OceanGate para alertar de riesgos potenciales “de menores a catastróficos”, tras la celebración de un simposio del sector. Se ignora si la compañía propietaria del Titan acusó recibo de los avisos.

Uno de los primeros clientes de la empresa, el empresario alemán Arthur Loibl, comparó su inmersión, hace dos años, con una misión suicida. “Imagínate un tubo metálico de unos metros de largo con una plancha de metal por suelo. No puedes estar de pie. No puedes arrodillarte. Todo el mundo está sentado casi encima de los demás. No puedes tener claustrofobia”. El youtuber y aventurero mexicano Alan Estrada, que bajó al Titanic el año pasado, disfrutó el viaje (”fue espectacular”), aunque no lo repetiría: “Era consciente de que estaba arriesgando mi vida, sabía lo que podía pasar”.

El director James Cameron, que ha bajado una veintena de veces hasta el Titanic, dijo el jueves a la BBC que supo que se había producido un “suceso catastrófico extremo” en cuanto conoció la noticia de que había desaparecido el sumergible. “Para mí, no había duda”, contó Cameron. “No había lugar para la búsqueda. Cuando por fin bajaron un robot [el jueves], lo encontraron en cuestión de horas, tal vez de minutos”, dijo el oscarizado cineasta, para quien los informes sobre las 96 horas de aire respirable a bordo y la detección de ruidos submarinos el martes y el miércoles fueron “una prolongada farsa, una pesadilla” que dio falsas esperanzas a las familias.

Mike Reiss, guionista de la serie Los Simpson que participó en una expedición en 2022, recordó el jueves la aceptación de riesgos que los pasajeros debían firmar, asumiendo que en el trayecto estarían “sometidos a una presión extrema y que cualquier fallo del buque podría causar lesiones graves o la muerte”. “Estaré expuesto a riesgos asociados a gases a alta presión, oxígeno puro, sistemas de alto voltaje que podrían provocar lesiones, discapacidad y muerte”, recitó Reiss de memoria a la agencia AP. “Si sufro lesiones, es posible que no reciba atención médica inmediata”.

Aceptación de riesgos

Para los expertos, la firma del consentimiento por parte de los fallecidos en el Titan puede invalidar la petición de indemnizaciones de las familias. “Si esas renuncias son buenas, e imagino que probablemente lo son porque las habrá redactado un abogado, [las familias] quizá no puedan obtener daños”, explicó Thomas Schoenbaum, especialista en derecho marítimo de la Universidad de Washington. Las demandas por homicidio culposo y negligencia sí podrían prosperar. Pero las acciones legales se enfrentarán a otros retos a la hora de determinar responsabilidades: según declaró Rush en 2021, OceanGate, la empresa matriz, es estadounidense, mientras que OceanGate Expeditions, que operaba las inmersiones al Titanic, tenía su sede en las Bahamas. De cara a la responsabilidad civil, cabe preguntarse también si el Titan estaba asegurado o si podría reclamarse al seguro de la nave nodriza canadiense, el rompehielos Polar Prince, que lo trasladó a bordo hasta la zona de inmersión. Los países de origen de las víctimas podrían también presentar demandas, puede que también por el coste del colosal despliegue de búsqueda y rescate.

En la exploración en aguas profundas, las leyes y las convenciones pueden soslayarse con más facilidad que en otros campos. El Titan no estaba registrado como buque estadounidense ni en los organismos internacionales que regulan la seguridad, según declaró a medios locales Salvatore Mercogliano, profesor de la Universidad Campbell de Carolina del Norte, especializado en historia y política marítimas. Tampoco tenía la clasificación de la industria marítima que establece normas sobre cuestiones como la construcción del casco. “Las operaciones sumergibles en aguas profundas están en un punto que se asemeja a la situación de la aviación a principios del siglo XX”, ha explicado Mercogliano. “La aviación estaba en pañales, y hubo que esperar a que se produjeran accidentes para que las decisiones se plasmaran en leyes. Llegará un momento en que no habrá que pensárselo dos veces antes de subirse a un sumergible y descender a 4.000 metros. Pero aún no hemos llegado a ese punto”.

Este tipo de actividades atraen menos escrutinio que las de las empresas de viajes espaciales. En el caso del Titan, ello se debe en parte a que operaba en aguas internacionales, lejos de la jurisdicción de Estados Unidos o de otras naciones. Y eso fue así porque Rush no quería verse limitado por las normas. “Tener al día a una entidad externa sobre cada innovación antes de ponerla a prueba en el mundo real es anatema para la innovación rápida”, escribió en el blog de la web de OceanGate.

Carrera contra reloj, titánico esfuerzo, colosal despliegue de medios humanos y tecnológicos: no se ha escatimado épica estos días, como si el mundo asistiera al segundo naufragio del Titanic. Nada que ver sin embargo con la majestuosidad del transatlántico, un prodigio en su época, que a la postre fue derrotado por un iceberg. El Titan era un cilindro angosto, parecido a un tubo metálico, sin espacio para estirar las piernas; casi un juguete, pilotado con una palanca de consola de videojuegos, a merced del proceloso océano. Sus cinco ocupantes han acaparado durante cuatro días la atención que se les niega a los náufragos de otros mares, pero dentro de cien años, serán en el mejor de los casos una nota a pie de página de la historia del Titanic.

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