La alcaldesa ucrania que rechazó huir del invasor ruso y acabó acusada de traición
Liudmila Vakulenko aún es regidora de Kozacha Lopan, en la frontera con Rusia, tras ser absuelta de colaboracionismo: “Ha sido una experiencia aterradora”
“Estar ante el tribunal ha sido una experiencia aterradora”. La alcaldesa de Kozacha Lopan, un pueblo de la región de Járkov fronterizo con Rusia, permaneció en la localidad durante los más de seis meses que duró la ocupación. Para Liudmila Vakulenko, de 62 años, no poner tierra de por medio, como hicieron muchos otros regidores de Ucrania ante la invasión de sus localidades, implicó ser sospechosa de colaboracionismo con el enemigo ruso. Por eso acabó ante un tribunal ucranio el mes pasado. Tras explicar que su resistencia a marcharse del pueblo nunca significó trabajar para Moscú y poder demostrar así su inocencia, Vakulenko fue absuelta el 6 de marzo de lo que ella misma considera “uno de los más graves delitos que alguien puede cometer”, el de traición a la patria.
Kozacha Lopan fue uno de los primeros lugares que los rusos tomaron en la madrugada del 24 de febrero de 2022, cuando el presidente Vladímir Putin ordenó que comenzara la invasión a gran escala de Ucrania. Las tropas del Kremlin no tuvieron más que atravesar el puesto de control que separa ambos países en la carretera que lleva a lo largo de 80 kilómetros desde Járkov (Ucrania) a Belgorod (Rusia). Los invasores no fueron expulsados hasta el 11 de septiembre, pero siguen muy a tiro. De hecho, la artillería y los misiles que aún castigan al pueblo de manera recurrente proceden de territorio ruso.
Sentada en un pequeño despacho, la alcaldesa Vakulenko rememora con alivio —y sin rencor— aquellos días horribles en que estuvo expuesta a una posible condena. La luz natural brilla por su ausencia en una estancia en la que la ventana está protegida por un muro de sacos terreros adornado con plantas bien regadas. La caza del colaborador, en medio de chivatazos que no siempre atinan o se hacen por un afán de venganza ajeno al conflicto, está a la orden del día en las localidades que van quedando libres de la ocupación rusa.
Según la acusación que la llevó ante la justicia, la alcaldesa había estado ayudando a vecinos y repartiendo ayuda humanitaria, lo que para algunos la convertía en colaboradora del invasor. Vakulenko no oculta que hay habitantes que ansían ver ondear de manera permanente la bandera rusa en Kozacha Lopan. Algunos de ellos cruzaron al otro lado. “Hay dos maneras de salir de esta guerra. El ser humano puede perder su personalidad y dejar de ser el que era, o puede salir reforzado. Cada uno de los que sale reforzado vale por 20 de los otros”, reflexiona la alcaldesa, convencida de que su localidad fue, es y seguirá siendo Ucrania. Las relaciones están más que rotas con Rusia, que antaño representaba un sustento importante, pero Vakulenko, todo optimismo frente al sombrío panorama, no tiene dudas de que van a salir adelante.
También cree que saldrá adelante Vova, un vecino de 33 años (como la mayoría, no quiere dar su apellido) que regenta una carnicería que sigue con los cristales reventados. Es un quiosco prefabricado en la plaza central, un cruce de caminos por donde merodean más perros que personas. “Esos cerdos no me robaron los cerdos”, explica agradecido recurriendo a un juego de palabras poco rebuscado. De esa forma logra seguir teniendo género en el mostrador.
Una mujer sale al paso del reportero en medio de la inhóspita carretera. Hastiada y con muchas ganas de que todo pase, Lidia, de 86 años, va cubierta con un chaquetón sucio y raído. Por los agujeros asoma la guata del relleno. “Esta es mi segunda guerra”, deplora mientras gesticula sin parar, dejando asomar un muñón recuerdo del accidente laboral en una fábrica que la dejó sin mano izquierda cuando tenía 22 años. Después formó una gran familia, pero ahora, con descendientes desperdigados por Alemania y España, se enfrenta en soledad a estos tiempos de incertidumbre e inestabilidad.
La estación de tren y otro inmueble, también próximo al edificio del Ayuntamiento de Kozacha Lopan, se convirtieron en cámaras de detención y tortura de los rusos hasta que los militares ucranios lograron poner fin a la ocupación casi seis meses más tarde. Algo similar ocurrió en otras localidades como Izium, Balakliia y Kupiansk. En una de esas celdas pasó Danilo, de 18 años, una jornada de agosto siendo interrogado mientras le golpeaban distintas partes del cuerpo con una botella de plástico rellena de bolas de metal. Los rusos querían que cantara lo que sabía, aunque tampoco buscaban ninguna información en concreto. Es su abuelo, Volodímir, de 58 años, el que cuenta la historia.
Desde el 18 de agosto en esa familia falta Iván, de 30 años. Es uno de los hijos de Volodímir y tío de Danilo. Se hallaba desplegado en la zona de Konstantinivka, a las puertas de Bajmut, cuando un proyectil enemigo cayó en las inmediaciones. Les informó un compañero suyo que resultó herido y trasladado durante unas semanas a un hospital ruso, pero sin poder dar apenas detalles. Desde entonces, no saben si Iván acabó en manos de los rusos o si está muerto y su cuerpo no fue recuperado. La amarga espera cuenta los días en la aldea familiar, Makarove, a tiro de piedra de Kozacha Lopan.
Allí brega Tatiana, de 60 años y esposa de Volodímir, para tirar adelante con la ayuda humanitaria que consiguen. Konstantin, un voluntario de 31 años, viaja desde la ciudad de Járkov con varios paquetes de ropa. El reparto se lleva a cabo en casa de unos vecinos de Tatiana y Volodímir, donde han acogido a 11 perros y 25 gatos de otros habitantes que no han regresado todavía tras el fin de la ocupación. Esbozando una sonrisa ausente, la abuela Nina, de 76 años, comparte el sofá con varios gatos a los que de vez en cuando acaricia con movimientos en cámara lenta.
“Los rusos aparecieron aquí en las primeras horas. Nada más llegar, nos dijeron las reglas y se llevaron las tres escopetas de caza de mi marido”, relata Tatiana. Makarove fue liberado también el 11 de septiembre, pero una pesada losa de desconfianza y peligro —las explosiones y ataques se siguen sucediendo— reposa todavía sobre la vida del pueblo.
Cada pueblo, cada casa, cada familia, cada montículo en los alrededores de esta frontera, que hasta hace unos meses unía más que separaba, cuenta su propia historia de la guerra. El mayor grado de destrucción no se experimentó en las localidades ocupadas, sino en las que no llegaron a estar invadidas, especialmente las que se quedaron como línea divisoria de uno y otro ejército.
Es el caso de Prudianka, donde cuesta trabajo encontrar una vivienda entera. Una de las que quedó inhabitable es la del voluntario Constantin, asentado ahora con su mujer e hijos en una casa de alquiler en Járkov, unos 40 kilómetros más al sur. En Tsupivka, la iglesia fue bendecida por la artillería. Allí los vecinos conviven todavía en la puerta de casa con un tanque inservible del ejército ucranio. Volodímir, de 58 años (mismo nombre y edad que el anterior), y otro vecino regresan tras desenterrar la carcasa de una bomba racimo que piensan vender como chatarra. Lo cuentan mientras abren el maletero del coche para dar cuenta de ello.
De regreso en Kozacha Lopan, la alcaldesa Vakulenko, superado ya el paso por el banquillo por supuesta colaboracionista, lanza firmes alegatos no solo contra la vecina Rusia, sino también contra las familias ucranias del pueblo que se pusieron del lado de Moscú y se han mudado al otro lado de la frontera al confirmarse que la invasión no había cuajado. “Vivían aquí hablando mal de las autoridades locales. ¿Quién ha acabado perdiendo? El tiempo lo dirá. Lo mismo Putin les hace una casa y un jardín nuevos para que se sientan mejor, de la misma forma que ha hecho con todos los rusos”, lanza en tono sarcástico.
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