“Esto no es solo por las jubilaciones, es por todo”
Una protesta de un grupo numeroso de ecologistas en el corazón rural del país termina en un violentísimo enfrentamiento con la policía y da fe de la espiral destructiva en la que se ve envuelta la oposición callejera a Macron
En el camino de tierra hay una chica de no más de 20 años tirada en el suelo, cubierta con una de esas mantas térmicas como de papel Albal dorado. Tiene la cara desfigurada, un ojo amoratado y la boca llena de sangre. Se queja en un murmullo que nadie entiende. Alguien pide a los manifestantes que vuelven de la concentración (manchados de barro, con cascos, con mascarillas antigás colgadas del cuello) que se aparten del camino para dejar paso a una ambulancia que llega bamboleándose por los baches. El pueblo que está a la espalda se llama Sainte Soline, en la provincia de Deux-Sèvres y es una aldea pegada a una llanura verde en el corazón rural del oeste profundo de Francia. El caminito es simplemente un paisaje después de la batalla. Cerca hay policías en motos todoterreno patrullando por los campos, manifestantes sentados en la vereda, exhaustos, algunos magullados. Un helicóptero sobrevuela la zona imprimiendo a todo un toque que no se sabe si es apocalíptico o simplemente incongruente. Por el suelo, entre los sembrados, se esparcen los cientos de vainas grises de las bombas lacrimógenas arrojadas hace poco, hay montañas de ropa tirada por alguien que ha salido corriendo, un paraguas roto, pancartas abandonadas y hogueras encendidas. Huele a quemado. Al fondo arden dos furgonetas de policía, en el puro campo. Son las cuatro de la tarde. A las once de la mañana empezó todo. Se enfrentaron en este lugar en medio de la nada, durante más de una hora, un ejército de policías contra otro de manifestantes.
Los ecologistas aseguran que reunieron a más de 25.000 personas. La prefectura rebaja la cifra a 6.000. Los policías eran más de 3.000. El motivo de la lucha, una montaña artificial de varios metros de alto que alojará una megapiscina de 10 hectáreas de superficie para almacenar agua a fin de facilitar el riego de algunos agricultores de la comarca. Los ecologistas sostienen que robará un agua subterránea necesaria para la zona y que lo que hay que hacer es cambiar los cultivos, sobre todo el maíz, para no derrocharla. El Gobierno apela a las sequías continuas, sufraga parte del proyecto y lo defiende. Pero, más allá de la razón concreta, subyace otra, más honda, más difusa si se quiere, que empuja a muchos franceses a manifestarse cada vez más y a otros a manifestarse cada vez más violentamente: la cólera, el hartazgo y la rabia que dicen sentir contra su Gobierno y contra su presidente, Emmanuel Macron, están transformándose en mil batallas diferentes que estallan y se reparten por todo el país. El detonante ha sido la ley aprobada en la Asamblea francesa del aumento de la jubilación, de 62 a 64 años. Pero el mar de fondo arrastra muchas más cosas.
Hay brigadas de sindicalistas en distintas zonas del país que, según mostraba el sábado la cadena de radio France Info, se encargan estos días de sabotear plantas eléctricas para que dejen de abastecer determinadas fábricas; hay refinerías tomadas por los trabajadores que amenazan con dejar los coches franceses sin gasolina. Y el martes que viene está convocada una nueva jornada de protesta nacional, con manifestaciones previstas en las principales ciudades del país que terminarán, probablemente, con más episodios violentos. Francia vive inmersa en una bronca creciente por ahora. Uno de los jóvenes manifestantes en el campo de Sainte Soline, Renaud, de 25 años, mientras abría la puerta el sábado de otra ambulancia para que entrara otro herido, anunciaba: “Hoy estoy aquí, pero el martes estaré contra el aumento de las jubilaciones. En el fondo, es la misma lucha ecológico-social”. Una chica de la misma edad que yacía malherida en el suelo, sin querer decir su nombre, añadía: “Por esto de la megabalsa de agua ya se manifestó la gente en octubre, pero ahora hemos venido más. Y la represión es más fuerte también”.
Thomas Besson, de 37 años, vestido con camisa azul, pantalones beige y bufanda de colores, avanza despacio por el camino. Es una especie de filósofo local que lleva en una mano —tan francés él— un libro de Noam Chomsky, Sobre la naturaleza y el lenguaje. Se acerca a los cientos de furgonetas que rodean aún la montaña de pega —aún la protegen del asalto de los ecologistas— y preguntado por su opinión sobre la manifestación dice: “Estoy de acuerdo con los ecologistas. Pero el problema principal es que Macron no escucha al pueblo. Ha aprobado la ley de la jubilación por un artículo, el 49.3, que le exime de la votación de la Asamblea, lo que quiere decir que tiene miedo a que salga que no. Y eso no es democrático”.
Un periodista de la zona oye a Besson y después cuenta, aún asombrado, la batalla violentísima que acaba de presenciar: “Llegaron los ecologistas. Pero al frente había unos millares de ultras dispuestos a armarla. Venían vestidos de negro, y se lanzaron contra la primera valla instalada por la policía, dispuestos a subir por la montaña y entrar en la balsa. Consiguieron abatir esta primera barrera. Pero la policía, a golpes, los hizo retroceder. Ellos, mientras tanto, incendiaron las dos furgonetas con cócteles molotov. La batalla duró más de una hora. Los manifestantes querían seguir, tenían preparada una segunda oleada, pero al final, al ver que no había ambulancias preparadas para recoger los heridos, dijeron que se retiraban”. El balance es representativo: según el Ministerio del Interior, 24 policías y 7 manifestantes resultaron heridos, entre ellos, dos graves, uno por cada lado. Los manifestantes elevan la cifra de heridos entre sus filas a más de 200, 10 de ellos trasladados de urgencia al hospital y uno en estado de coma.
Todo auguraba este desenlace. La víspera, la prefectura de Deux-Sèvres había anunciado que en los controles de carretera cercanos había inspeccionado coches de los manifestantes y había encontrado pequeñas hachas, cuchillos y bolas de petanca, que son de acero, transportadas para arrojarlas a los gendarmes. Además, el ministro del Interior, Gérald Darmanin, en París, y el mismo presidente Macron desde Bruselas, habían advertido de que esperaban actos violentos en esta manifestación.
También porque la espiral destructiva en la que vive el país no dejaba de crecer. El jueves por la tarde, en el curso de una manifestación en contra del aumento de la edad de jubilación, ardió la antigua puerta de madera del Ayuntamiento de Burdeos. Su imagen en llamas dio la vuelta al mundo y resumía bien lo que pasaba —pasa— en Francia.
Dos días después, el viernes por la mañana, a la misma hora que estallaba el campo de Sainte Soline, en la entrada del Ayuntamiento se reunían vecinos y turistas de Burdeos, hipnotizados y magnetizados por la visión de la puerta, de más tres metros de alto, carbonizada por completo, pero aún en pie. El alcalde, el ecologista Pierre Hurmic, ha colocado ahí un bando en el que se afirma que el municipio agradece las muestras recibidas de apoyo y que seguirá ofreciendo todos sus servicios. De hecho, ese mismo viernes se celebró una boda y los novios pasaron por la puerta quemada. Enfrente de la puerta ennegrecida, tres hombres discutían de política en voz baja, muy calmadamente. Dos estudiantes leían por su parte el cartel. Los dos aseguran que comprenden las protestas. “Pero esto no, así no”, resumía uno de ellos.
No todos piensan así: en la cercana localidad de Cenon, Patrick Youf, de 61 años, dueño de un estanco, avala la acción: “La puerta quemada es algo simbólico, hace referencia a la miseria que crece en la calle. Por eso todo se convierte en cólera”. Youf se jubilará en julio (la nueva ley no le afectará por muy poco), venderá su casa y se irá a vivir cerca de Valencia. Militó hace años en el movimiento de los Chalecos Amarillos, que puso en jaque al presidente Macron durante 2018 a base de manifestaciones y protestas muy parecidas a las organizadas ahora. “Entonces no era solo por el precio del gasoil y ahora no es solo por las jubilaciones”, aclara, “es por todo: por la bajada del poder adquisitivo, por la subida de los precios, por la subida de la energía, por la degradación de los servicios públicos…”. Y añade: “las escuelas tienen cada vez más problemas y menos profesores, y la lista de espera crece para las consultas de los especialistas. No, no es una protesta por la edad de jubilación, es por todo, es una protesta global, es contra Macron, que está trayendo la ruina a Francia”.
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