La conversión de Orbán, el líder europeo que se niega a cortar lazos con Moscú
Hungría mantiene una fuerte dependencia energética con Rusia, un país que sirve de modelo para el régimen iliberal del primer ministro ultraconservador
Un joven de 26 años delgado, con el pelo revuelto por el viento y barba de unos días, vestido con chaqueta negra y camisa blanca desabotonada, clamó ante una multitud en Budapest en 1989 por la retirada inmediata de las tropas rusas de Hungría, en el 31º aniversario de la ejecución de Imre Nagy, el primer ministro que abanderó la revolución de 1956. Con el paso de los años, aquel hombre se convirtió en el primer ministro ultraconservador Viktor Orbán, el líder más díscolo de la UE, el que más se niega a cortar lazos con Rusia tras la invasión de Ucrania. La conversión espectacular del dirigente es el resultado de un camino en el que el pragmatismo y el populismo de Orbán han abrazado los beneficios de un suministrador de energía barato y encontrado un modelo en el que inspirarse para su régimen iliberal.
A los húngaros no les faltan los motivos para guardar sentimientos contra Rusia. Entre otros periodos violentos, tienen marcadas dos revoluciones: las de 1848 y 1956, dos intentos de independencia aplastados a sangre y fuego por los rusos (la primera, junto a los Habsburgo). A las dos fechas se refirió Orbán en su famoso discurso, cuando todavía era profundamente antirruso.
Peter Balazs, exministro de Exteriores (2009-2010) con una larga carrera diplomática, explica por videoconferencia que los primeros gobiernos democráticos tras la caída del régimen comunista buscaron establecer “una relación correcta” con Rusia. “Como dijo Jozsef Antall, el primer jefe de Gobierno en la época democrática en 1990: ‘Os pedimos amablemente que os vayáis y entonces podremos hacer buenos negocios’. Es decir, que si los rusos respetaban nuestra independencia y soberanía, podíamos tener una buena relación”, ilustra Balazs. “Pero con cautela, porque les conocemos muy bien”, añade.
Durante sus dos primeras décadas en política, el líder de Fidesz se mantuvo muy crítico respecto a las relaciones con Moscú. Entonces, en 2009, un año antes de las elecciones en las que llegó al poder —que ya no ha dejado nunca—, se reunió con el presidente ruso, Vladímir Putin. Se sabe poco y se especula mucho sobre aquel encuentro en San Petersburgo, que marcó un antes y un después en la relación. Desde aquella primera cita, los dirigentes se han visitado 11 veces, la última a principios de febrero ante el asombro de Occidente, cuando la tensión dominaba las relaciones con Moscú por la acumulación de tropas en la frontera con Ucrania, justo antes de la invasión. “Las relaciones entre los dos países están determinadas por sus líderes, Orbán y Putin, porque los ciudadanos no tenemos nada en común”, opina Balazs.
En estos 10 meses de guerra, el Ejecutivo de Fidesz se ha negado a ayudar militarmente a Ucrania y ha reforzado el discurso de rechazo a las sanciones a Rusia que lleva empleando desde la anexión ilegal de Crimea en 2014. Mientras el Kremlin cortaba el suministro de gas a varios países de la UE, el ministro de Exteriores húngaro, Péter Szijjártó, ha viajado en varias ocasiones a Rusia para firmar contratos energéticos. Szijjártó fue además el único representante de la UE que se reunió con su homólogo, Serguéi Lavrov, en la reciente Asamblea General de la ONU, cuando la UE pedía aislarle. “No podemos permitir que nadie nos presione para poner en riesgo el suministro de energía de nuestro país”, defiende el ministro.
En una conferencia de prensa de fin de año, Orbán resumió la semana pasada la posición húngara: “No estamos a favor de separar las economías de la UE y de Rusia. Lo que pueda salvarse debe salvarse”. El dirigente defendió una política de “conectividad” frente a una “de bloques”. “No quiero dejar esta forma de cooperación reducida con Rusia”, insistió. Sobre la guerra, abogó por negociaciones que conduzcan a la paz y defendió su neutralidad: “Si le preguntara a los rusos y a los ucranios, ambos dirían que nos hemos mantenido al margen”.
La ambivalencia de Hungría, que insiste en recordar que condena la agresión rusa y que apoya a Ucrania, tiene que ver también con su relación con este país, con el que comparte frontera y una historia de tensiones en torno a la minoría de origen húngaro en la región ucrania de Transcarpatia, que fue parte del reino de Hungría. Orbán, que en la noche de su victoria electoral en abril se acordó del presidente ucranio, Volodímir Zelenski, para llamarle “adversario”, afirmó el pasado viernes que “la existencia de una Ucrania independiente y soberana también responde a los intereses húngaros”. Este martes, el Ministerio de Exteriores ucranio condenó las declaraciones de dirigente húngaro abogando por una negociación, reiteradas en una entrevista publicada el sábado, y que Kiev achacó a su “desprecio patológico por Ucrania”. En un comunicado, el ministerio añadió que si de verdad quiere la paz, el primer ministro húngaro “debería utilizar sus estrechos lazos con Moscú para que detenga su agresión contra Ucrania y retire sus tropas”.
Dependencia energética
Los intereses húngaros y el pragmatismo del Gobierno ultranacionalista marcan las relaciones bilaterales con Moscú. “Hungría busca el equilibrio entre beneficiarse de una relación razonable con Rusia, a la vez que se mantiene en la estructura política de la OTAN y la UE”, explica Sándor Seremet, experto en Rusia y Ucrania en el Institute for Foreign Affairs and Trade (IFAT), un think tank que asesora al Gobierno en asuntos de relaciones internacionales y seguridad. “La principal conexión es la energía”, añade, muy condicionada por la situación geográfica de Hungría, que no tiene salida al mar. El 64% de las importaciones de petróleo y el 95% del gas provienen de Rusia, según la Agencia Internacional de la Energía (IEA). Balazs añade otros negocios, como la compra de vagones del metro de Budapest, pero sobre todo, la multimillonaria extensión de la central nuclear Paks, que Orbán asegura que contribuirá a la independencia energética.
Seremet también subraya “los valores cristianos” como elemento común. Balazs considera, al contrario, que a Hungría y Rusia les distingue que los primeros no son ortodoxos ni eslavos. En todo caso, Budapest ha desarrollado leyes e iniciativas muy similares a otras de Moscú con ese trasfondo ultraconservador y nacionalista, como la que prohíbe contenido relacionado con el colectivo LGTBI en los medios de comunicación y en los centros educativos, o la que persigue la financiación extranjera de ONG.
Pal Dunay, profesor de Relaciones internacionales en la Universidad Lorand Eötvös (ELTE) de Budapest, advierte del principal problema de estar, como él dice, “en el bolsillo de los rusos”. “No nos consideran fiables en la OTAN ni en la UE. Aparte del comisario europeo que le toca a Hungría, no hay ningún húngaro en ningún cargo relevante”, lamenta. También por videoconferencia, Dunay reconoce que a pesar de ser un país pequeño, obtiene beneficios en entornos internacionales a base de romper el consenso para negociar. Acaba de ocurrir, cuando la UE redujo el pasado 12 de diciembre el castigo a Hungría por el deterioro del Estado de derecho y en la misma votación Budapest levantó el veto a la ayuda de 18.000 millones de euros a Ucrania. Cuando le preguntaron a Orbán el viernes pasado por su aislamiento en la UE, donde sus vetos son habituales, respondió: “Hungría discrepa en muchos asuntos, pero no está aislada; participa en todas las decisiones importantes”.
Balazs, hoy profesor emérito de la Universidad Centroeuropea (CEU), expulsada de Hungría, señala elementos ideológicos en las relaciones bilaterales. “Orbán suele repetir que los líderes fuertes consiguen resultados y que admira a Putin, [el presidente turco, Recep Tayyip] Erdogan y [el dirigente chino] Xi Jinping”, dice Balazs, y subraya que el dirigente “no cree en la democracia parlamentaria”. En su famoso discurso de 2014 subyace esa idea de mirar al este como modelo para construir su democracia iliberal, frente a Occidente. Una intervención que probablemente asombraría al joven anticomunista que en 1989 lamentó que con el aplastamiento ruso de la revolución de 1956 el país había perdido la última oportunidad “en el camino hacia la prosperidad de Occidente”, para acabar forzado “al callejón sin salida asiático”.
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