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Barrios prohibidos, redadas y deportaciones: el plan de Turquía para los refugiados sirios

El Gobierno de Erdogan busca “diluir” a la población acogida entre los turcos forzándola a trasladarse de lugar para reducir la tensión social

Un bombero extingue algunos de los objetos quemados por manifestantes turcos durante su asalto a negocios y viviendas de refugiados sirios en el distrito de Altindag, en Ankara, el 11 de agosto de 2021.
Un bombero extingue algunos de los objetos quemados por manifestantes turcos durante su asalto a negocios y viviendas de refugiados sirios en el distrito de Altindag, en Ankara, el 11 de agosto de 2021.CAGLA GURDOGAN (Reuters)
Andrés Mourenza

Desde que se cayó en la obra y se hirió la espalda ―lo echaron del trabajo por ello―, la vida de Muhammed transcurre entre las cuatro paredes de su destartalada tienda de ultramarinos, de las seis de la mañana hasta las diez de la noche, cuando echa la persiana y se marcha a casa. “Créeme si te digo que no sé bien qué hay dos calles más allá”. No es solo la lesión lo que le mueve a llevar una vida de puertas adentro, son también las fronteras invisibles; líneas rojas marcadas por la creciente tensión social y, cada vez más, por una Administración empeñada en dar una vuelta de tuerca a la cuestión siria. Porque Muhammed (que ha pedido no usar su nombre real) es sirio, huyó de Alepo con su familia en 2015 ―cuando se disputaban la ciudad el régimen de Bachar el Asad, los rebeldes y grupos yihadistas― y residen en un barrio de Estambul cada vez más hostil a los refugiados. El Gobierno, ante la creciente tensión, fuerza el traslado de acogidos, prohíbe que se asienten en una parte del país y presiona para que regresen a Siria.

El barrio es anodino dentro de una sucesión de otros parecidos, un extenso bosque de cemento de edificios baratos y vidas desgastadas que alimentan el cercano polígono industrial de Ikitelli. La calle principal, animada por el bullicio de la vuelta a casa tras la jornada de trabajo, está cuajada de pequeños negocios cuyos luminosos identifican panaderías, carnicerías, zapaterías, negocios en turco y para turcos. Dos bloques más allá, de donde apenas sale Muhammed, la calle es más estrecha y más oscura cuando anochece, las tiendas están rotuladas en árabe en su mayoría, y los clientes son casi exclusivamente sirios.

Con el paso de los años y la falta de expectativas de que los sirios regresen a su país, el sentimiento de los turcos hacia los refugiados (3,6 millones de personas) ha pasado de la compasión con que los recibieron al inicio de la guerra civil al rechazo: “No se integran”, “tienen muchos hijos”, “son sucios”, “nos quitan el trabajo”, “nuestros soldados mueren en Siria mientras ellos disfrutan de ayudas del Estado”, “son violentos”, “secuestran a niños en los parques” (todas estas frases las ha escuchado este periodista en boca de turcos). “Gran parte de la población turca odia a los sirios sin haber conocido a ninguno, solo por lo que dicen medios de comunicación que reproducen discursos de políticos racistas”, explica Taha Elgazi, activista por los derechos de los refugiados.

En barrios obreros como el de Ikitelli, turcos y sirios viven puerta con puerta sin apenas interacción. Y, poco a poco, la barrera del desconocimiento mutuo ha terminado por convertirse en barrera de rechazo, a medida que la crisis económica de los últimos años ―con disparatadas cifras de inflación de hasta el 85%― ha incrementado la brutal competición por el empleo, y con ello los roces. “Nos culpan de todo, de la subida de los alquileres, de la inflación, de cualquier cosa mala que ocurra en el barrio”, se queja Muhammed. Hace tres años, se extendió el falso rumor de que un sirio había acosado a una niña turca y cientos de vecinos asaltaron negocios y apedrearon viviendas en Ikitelli. Muhammed cerró el colmado y se encerró en casa junto a su familia durante dos días, asustado por lo que les pudiera pasar. Desde entonces, el ambiente se ha enrarecido aún más y el tendero asegura que sus niños sufren constantes abusos por parte de sus compañeros turcos en el colegio y que jóvenes recorren las calles del barrio de noche y propinan palizas a los sirios sin que la policía haga nada por evitarlo.

El ataque más grave ocurrió el año pasado en el distrito de Altindag, en Ankara, cuando, después de que un joven turco fuese apuñalado por un sirio durante una pelea, se desatara una verdadera orgía de violencia contra cientos de hogares donde vivían sirios.

La oposición hace tiempo que ha olido sangre en este tema y, sea de centroizquierda o derecha, se ha lanzado a espolear el sentimiento antimigratorio de la forma más populista, critica Elgazi. Esto presenta un grave problema para el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan, pues en muchos de estos barrios obreros se encuentran sus grandes caladeros de voto, así que el Ministerio de Interior se ha puesto manos a la obra y ha aprobado una política para intentar “diluir” la población extranjera en la mayoría turca.

Se han declarado cerca de 1.400 barrios en 64 provincias como “cerrados”, es decir, se prohíbe que residan en ellos extranjeros de cualquier nacionalidad a menos que estuviesen registrados antes de la medida o adquieran allí una vivienda. A los refugiados (sirios, y en menor medida iraquíes y afganos) se les prohíbe, además, asentarse en 23 provincias enteras. Entre ellas se encuentran las de las principales ciudades (Estambul, Ankara, Esmirna y Bursa), ciertas zonas fronterizas o provincias con cierta significación política; por ejemplo, aquellas de las que proceden los líderes de la coalición gobernante. En total, más de un tercio del territorio del país.

El problema es que las provincias que quedan abiertas no son precisamente las que más oportunidades ofrecen para subsistir. “Muchos sirios tienden a gravitar hacia las ciudades más grandes, donde tienen más oportunidades para trabajar. Para salir de la provincia en la que están registrados, los refugiados necesitan un permiso especial, así que si les encuentran sin él y fuera de la provincia en la que tienen la residencia oficial pueden ser detenidos”, explica Emma Sinclair, de Human Rights Watch (HRW). Si el agente se apiada del refugiado, simplemente lo obligará a regresar a la provincia de registro ―en la que habitualmente no tienen ningún arraigo―, pero, si tienen mala suerte, pueden terminar en un centro de detención y ser deportados a Siria. Les ha ocurrido a cientos, según los informes de HRW.

Hay otras medidas más sutiles. Hace cuatro meses decenas de miles de registros de extranjeros desaparecieron del sistema, si bien la Dirección de Gestión de Migraciones aseguró que se podía solventar concertando una nueva cita con la Administración, Elgazi asegura que “muchos han tenido problemas para renovar su dirección de residencia y han perdido su registro”, con el peligro de que eso los convierta en migrantes indocumentados.

“En abril, había en Estambul 1.309.394 extranjeros y, desde entonces, pese a la llegada de rusos y ucranios, la cifra ha bajado a 1.271.279. Es decir, las restricciones están dando resultado”, se felicitó en octubre el ministro de Interior, Süleyman Soylu, quien ha ordenado multiplicar las redadas en busca de migrantes indocumentados y extranjeros infractores.

Hacerse invisible

El Ministerio de Interior también se ha propuesto reducir el número de extranjeros en los barrios en que supongan más del 20% de la población. De los del distrito de Altindag, donde se produjo un pogromo el año pasado, se ha expulsado a más de 4.500 sirios a otros lugares, se han cerrado 177 negocios de su propiedad y se han derribado decenas de casas abandonadas donde se cobijaban los refugiados más pobres. “Se han iniciado proyectos pilotos como este en Altindag y algunos distritos de la provincia de Gaziantep [sureste], pero despiertan más preguntas que respuestas: ¿quién va a decidir quiénes se van y quiénes se quedan?, ¿qué ocurrirá con los puestos de trabajo o los negocios de los sirios?”, pregunta el académico sirio Omar Kadkoy, del think-tank turco TEPAV, que ve similitudes con ciertas políticas de los años veinte y treinta del pasado siglo, cuando el Gobierno de la naciente República de Turquía ordenó traslados forzosos entre provincias de población de lenguas distintas al turco o religión diferente al islam suní para que se asimilasen a la mayoría.

Ese es el sentimiento que domina entre los sirios: que para quedarse en Turquía deben hacerse invisibles. “Si caminas por la calle no puedes reírte o hablar alto en tu lengua, tampoco hacer un picnic en un parque delante de un turco”, se queja Muhammed. Podría parecer una exageración, pero no lo es. En la provincia de Bolu, después de que el alcalde ―del partido opositor CHP― hiciese campaña contra los extranjeros y les obligase a pagar la factura del agua y un impuesto de residuos diez veces por encima del precio habitual, el gobernador ―dependiente del Ejecutivo central― reunió a representantes de los inmigrantes y les transmitió una serie de pautas de comportamiento, entre ellas, que no se juntasen en grupos en espacios públicos, que no saliesen de casa después de la nueve de la noche y que no cocinasen con muchas especias para no molestar a los vecinos con el olor.

“Por desgracia, hay mucha tensión política en Turquía, debido a la crisis económica y a medida que nos acercamos a las elecciones. Turquía ha sido muy generosa en su acogida de los sirios que huían de la guerra y el Gobierno turco solía apoyar mucho a los refugiados, pero ahora vemos un cambio de política, y obviamente estas nuevas restricciones son acogidas con temor y preocupación por los afectados”, explica Haya Atassi, de la Asociación Siria por la Dignidad Ciudadana (SACD).

Muchos entrevistados ven parte de esta presión social y administrativa como un modo de forzar a los sirios a regresar a su país, pero Atassi considera que ni las zonas bajo el control de Turquía y sus aliados en la zona limítrofe, ni aquellas bajo el régimen de El Asad u otros actores ofrecen suficientes garantías de seguridad. “Erdogan tiene el objetivo de que un millón de sirios retornen de forma voluntaria. ¿Pero cómo podemos hablar de retorno voluntario cuando se hace mediante presiones, borrando tu registro, deteniéndote y obligándote a firmar a la fuerza papeles de deportación?”, critica Elgazi.

La solución, para algunos, está precisamente en la otra dirección. A las puertas de la tienda de Muhammed, un joven espera ansioso durante una hora hasta que aparece un amigo. Entran y empiezan a hacer la compra: dos refrescos de naranja, dos aguas, dos latas de atún, otras dos de carne enlatada. “Esta noche nos vamos a Europa. Nos hemos hartado de ser esclavos”, sostiene el primero. “Llevo años pidiendo los papeles y no me los han dado, así que tengo miedo de que me detengan en una redada y me deporten a Siria. Mejor probar suerte en Europa, donde al menos te tratan como a una persona. Aquí, antes que un ser humano, eres un sirio, hay mucho racismo”. Los dos jóvenes se despiden y se pierden en la oscuridad del exterior. Rumbo a la frontera con Grecia.

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