La reina que quiso “ser un caballo”
Los deportes ecuestres pierden a su monarca, una gran criadora de campeones
Los caballos han perdido a su reina. Esto puede parecer un asunto menor y, comparado con otros, realmente lo es. Pero tendrá consecuencias. Una: las carreras de caballos ya no lucirán el mismo glamur. Y dos: se quiebra un viejo y peculiar vínculo entre los Windsor y sus súbditos. Isabel II nunca dijo, como el Ricardo III de Shakespeare, “mi reino por un caballo”. Sí dijo otra cosa: “Me gustaría ser un caballo”. Lo cual puede sonar raro en boca de una monarca a quien fascinaba contemplar cómo sus sementales montaban a sus yeguas, pero fue su respuesta cuando de pequeña le preguntaron qué quería ser de mayor.
Isabel II recibía de sus secretarios algunos resúmenes de prensa. Pero solo leía un periódico, que acompañó cada uno de sus desayunos desde la juventud hasta la muerte: el Racing Post, la biblia de los deportes equinos. En cuanto a libros, devoraba tratados sobre genética caballar, pedigrís de caballos campeones e historias de cuadras ilustres. Aparte de eso, alguna novela de amor. Nada más.
Podríamos haber comenzado esta historia con Jorge V, el hombre que inventó el apellido Windsor porque, en plena Gran Guerra, el auténtico apellido de la familia (Saxe-Coburg und Gotha) sonaba demasiado alemán. Jorge V hizo otra cosa: fundó una cuadra real de caballos de competición. Fue él quien eligió los colores que habían de lucir los jinetes: chaleco morado, mangas rojas y gorra negra con adornos dorados.
Su segundo hijo, futuro Jorge VI tras la tormentosa abdicación de Eduardo VIII, heredó la afición por los caballos. La esposa de Jorge VI también amaba las carreras y le encantaba apostar, algo ilegal en la época. En 1943, en plena guerra mundial, entra en escena un hombre llamado William Hill, que había hecho fortuna con un negocio de apuestas ilegales en carreras de galgos y de caballos. Hill creó una cuadra de competición y conoció en ese ambiente a Isabel, la esposa del rey.
Con el tiempo, las apuestas se legalizaron y William Hill se convirtió en la mayor empresa del ramo. También con el tiempo, William Hill instaló en las habitaciones privadas de Isabel, ya viuda y reina madre, un teléfono con línea directa a las oficinas centrales para que pudiera apostar discretamente bajo un nombre ficticio.
La futura Isabel II, hija de la reina madre (digámoslo así para evitar confusiones), fue desde siempre una apasionada de los caballos. Montó su primer poni a los cuatro años. Tras la muerte de su padre, Jorge VI, no solo accedió al trono, sino que heredó las cuadras reales. Ahí volcó todas las pasiones que su empleo como reina le obligaba a ocultar. Le daba igual el coste desorbitado de la afición: por un semental se han llegado a pagar 70 millones de euros, y la eyaculación de un gran campeón puede costar hasta 250.000 euros.
“Criar caballos de carreras es como ponerse un grifo en el bolsillo”, dijo una vez Isabel II. A ella no le faltaba el dinero, pero era astuta. En general tenía beneficios, gracias a la compraventa de ejemplares y al alquiler de sus campeones como sementales. Se estima que sus beneficios acumulados en 70 años rondaron, al valor actual de la moneda, los ocho millones de libras, casi nueve millones de euros.
También acumuló un palmarés brillante: sus caballos (mantenía habitualmente una veintena de campeones en sus cuadras privadas de Hampshire) participaron a lo largo de 70 años en 3.441 carreras y ganaron en 566 ocasiones. 2021 fue su mejor año: 36 victorias y 550.000 libras (más de 600.000 euros) en premios.
El primer asesor de la joven reina en materia de sementales y cruces fue el séptimo conde Carnarvon, nieto del descubridor de la tumba del faraón Tutankamón junto a Howard Carter. Le sucedió, hasta la muerte de Isabel II, John Warren, yerno del séptimo conde Carnarvon, cuyos establos privados se encuentran en el castillo familiar de Highclere. Esto no viene muy a cuento, pero ya puestos, da igual: Highclere es el castillo que aparece en la serie Downton Abbey. Warren era de los pocos que podían tutear a la reina.
Y ahora volvemos a William Hill, las apuestas y el vínculo peculiar entre la reina y sus súbditos. Las oficinas de William Hill, y las de otras empresas de apuestas, son hoy lugares asépticos y semivacíos: casi todo el negocio se hace online. El sábado esos locales estaban desiertos: la única carrera del día, la de Doncaster, en Yorkshire, se había suspendido por la defunción real, igual que la jornada futbolística. Pero durante décadas esos garitos llenos de humo y de alcohol unieron a la clase obrera y a la familia real (cuya reina madre era una gran apostadora) en un rito peculiar: cuando se apostaba a los “gee-gees”, o “gigis” (el término viene de “gee up”, el grito con que se lanza al caballo a la carrera), no era raro incluir en la papeleta, con cantidades importantes o con una libra simbólica, al caballo de la reina. Un homenaje como cualquier otro.
Criar caballos de competición, como decíamos, es carísimo. Muchos multimillonarios lo hacían, además de por afición, porque implicaba codearse en los hipódromos con la criadora más célebre, Isabel II, en sus momentos de máxima distensión, cuando se permitía gritar y alzar el puño. Para las grandes fortunas estadounidenses y los jeques árabes se ha acabado ese aliciente. Ni Carlos III ni sus hijos han heredado el gusto por el cruce de sementales y yeguas. La princesa Ana, una gran jinete, tampoco siente entusiasmo por el ciclo reproductivo de los equinos.
¿Podemos acabar con una anécdota caballuna y de dudosa veracidad? Paul Burrell, antiguo mayordomo de la reina, se la atribuyó al sultán de Baréin. Pero el expresidente francés Jacques Chirac, un hombre de bromas ásperas, aseguraba que fue él quien la protagonizó y le encantaba contar la historia. Como Chirac no caía demasiado bien a Isabel II (en la terrible noche del 31 de agosto de 1997, cuando murió Diana de Gales, costó localizar al presidente francés porque estaba encamado con Claudia Cardinale), parece permisible adjudicársela a él.
La reina y Chirac iban camino de Buckingham en la carroza real cuando uno de los caballos soltó un pedo estruendoso.
Isabel II, al fin y al cabo propietaria de los caballos, se sintió obligada a decir algo. “Lo siento”, murmuró. Chirac se apresuró a responder: “Oh, no se preocupe. Yo creía que había sido el caballo”. Se hizo un silencio sepulcral en el interior de la carroza.
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